Birdman o la inesperada virtud de la ignorancia (Alejandro Gonzalez Iñárritu, 2014)
Partamos bajándole las ínfulas a una de las películas favoritas de la premiación Oscar de este año, Birdman no llega a hacernos ver el corazón de las tinieblas de sus personajes, un grupete de actores enfrascados en un montaje teatral, como lo hizo Opening night (1977) de John Cassavetes. Por supuesto el contexto en la historia del cine, los medios y fines del fallecido director estadounidense son distintos a los de González Iñárritu, pero muchas sombras y nombres pasados son invocados en la película del mexicano y quedan sobrevolando tras el visionado. Estos dicen: “no hay nada más viejo que la novedad” y esbozamos una sonrisa como la de Emma Stone. Es entendible que Birdman y Michael Keaton se encuentren entre los favoritos del Oscar este año. La industria norteamericana muchas veces ha privilegiado los regresos (“come back”) como si de hijos pródigos se tratara y además demuestra beneplácito por los trabajos autoreferenciales que no opten por criticar el mandamiento “the show must go on”. Después de todo se trata de salvaguardar la estructura y los intereses que la industria tiene respecto a su continuidad como mito cultural y poderío económico. Se puede decir que esta película trabaja sobre la plusvalía de los clichés o, dicho de otra forma, mediante la canibalización de las imágenes virtuales en la imagen actual que ella presenta. El cliché de la presentación de la trastienda de la representación teatral sirve de escenario único tomado en un larguísimo plano secuencia para volver a contar un relato de crisis personal y autoaceptación en un ambiente dedicado al trabajo creativo. Keaton es Riggan Thomson, un viejo actor en decadencia, que hace 20 años logró la fama como superhéroe de la franquicia hollywoodense Birdman, más o menos como aquel con Batman de Tim Burton. El paralelismo evidente entre anecdotario, actores, ficción y personajes es el pie forzado para ahondar en un viejo asunto, el de la entrega sacrificial del creador e intérprete (actoral, en este caso) para redimir sus demonios personales y a la vez alcanzar un bien estético superior, la obra perfecta, acabada, verdadera, bella y moral. El caso es que Thomson, en su egomanía, adapta, dirige y protagoniza un montaje del cuento de Raymond Carver De qué hablamos cuando hablamos de amor, gesto grandilocuente de parte del actor por querer obtener reconocimiento de seriedad y madurez ante la comunidad artística, pese a que nadie, salvo su amigo y productor (Zach Galifianakis), se muestra muy convencido de su cometido. La animadversión es evidenciada mediante la irónica conversación de Riggan con una muy seria y snob crítica teatral que cataloga su trabajo en la industria del cine como parte de un “genocidio cultural” mientras defiende, sin percatarse de la autoparodia de sus pedantes dichos, una supuesta cuasi santidad “artistoide” de la gran tradición teatral. La concentración espacial y temporal del relato se concibe entre una generación de agilidad y tensión, gracias al gran logro técnico de hacer pasar inadvertidos los cortes que interrumpen el plano secuencia, a la vez que pasar de un espacio a otro funciona como solución de continuidad temporal entre un día y otro, transcurriendo entre camerinos, escenario, ligados por pasillos, puede ser concebido como exteriorización del laberinto mental de Riggan. Los pormenores a los que se ve enfrentado los últimos días antes del estreno, tanto laborales, creativos como personales, lo circundan y acorralan mientras se niega a bajar la guardia, incapaz de reconocer su pequeñez moral, a lo que se suma más encima el hecho de ser acosado mentalmente por la fantasmal voz de su alter ego superyoico Birdman. Batiéndose en diferentes frentes simultáneos, su necesidad de control y reconocimiento en conflicto deviene en diferentes ocasiones en la ruptura del verosímil real por la irrupción de lo fantástico. Sin evidenciarse como alucinaciones, en gran medida sosteniéndose en la red elaborada por el plano secuencia, Riggan comparte los poderes de Birdman, logrando fuerzas telequinésicas y pudiendo volar. El problema está en la confianza absoluta otorgada al trabajo actoral de Michael Keaton y en la imposibilidad de abandonar su conflicto dejándose llevar por las derivas del resto de los personajes. El único que lo logra es Edward Norton y su personaje del actor Mike Shiner que sólo puede ser verdadero mientras actúa. Mientras Riggan jamás se desprende (ni la película) de su individualidad mezquina, el personaje de Norton ofrece la verdad de lo imposible en virtud a su potencia identificadora como actor-personaje. Cuando Shiner deja de ser ese otro, el personaje de la obra teatral carveriana, se revela tan egótico y miserable como Riggan. La potencia de lo falso es entonces el grado de lucidez y verdad que puede volver lo ordinario en extraordinario. Tal vez Shiner no pueda volar ni hacer nada espectacular, pero su cometido sí se encuentra más de acuerdo a la exigencia del reto teatral. Riggan, por su parte, y con todo el beneplácito de la cámara que lo acompaña, es capaz de realizar actos sobrehumanos, pero siempre en un grado de ambigüedad. Tal vez si se hubiera dejado llevar por Birdman hubiese conseguido volar más allá que la medianía. Pero esa hubiera sido otra película. Sin embargo, la película opta por la parodia y la ironía final tiene un aire condescendiente hacia Riggan. Es como si el reconocimiento viniera por el valor cuantitativo y no el cualitativo, aunque se disfrace éste por aquél. A fin de cuentas Birdman no es un drama con verdadero peso sobre las relaciones verdad/actuación, valor/desvalorización del lazo familiar o reconocimiento/fama. Más bien hace trabajar esos clichés para alinearlos bajo la supervisión meta-cinematográfica del comentario-parodia del destino de una industria que ha terminado por forjar a los superhéroes como referente del individuo. Sin embargo cuando quiere adentrase en sus propias fuentes descubre a alguien que puede optar entre sumirse a la máscara para así desplegar poderes fantásticos (el espectáculo) o bien tratar de acomodarse a un cuerpo propio de este mundo, donde no caben los simplismos. El primer camino puede llevar a obtener premios y revitalizar la imagen justa que la industria tiene de sí. El otro, más peligroso y anónimo puede lograr algo, esa deleuziana creencia en el mundo y videncia en un cuerpo, tal como lo hizo Cassavetes y la gran Gena Rowlands. Alvaro García Mateluna