Zama (3): Estados alterados
El segundo visionado de una obra puede derivar, a menudo, en la confirmación de las intuiciones que se tuvieron la primera vez. Una segunda, tercera, o cuarta oportunidad permiten reafirmar las ideas que quedaron a medias durante aquella primera oportunidad. La versión perezosa de la segunda lectura es, en el fondo, un reforzamiento de lo que quedó mentalmente incompleto en la primera ocasión. Sin embargo, en algunas escasas ocasiones, puede tratarse de una experiencia casi nueva. Incluso de una contradicción de nuestras primeras afirmaciones.
La segunda vez que pude ver Zama, la última película de la salteña Lucrecia Martel, casi ninguna impresión coincidió con las que tuve la primera vez. Si antes me parecía un descenso desde la paranoia hacia la locura, esta vez el ambiente perturbado se me hizo evidente desde la primera escena. Si antes podía ver una diferencia sustancial de estilos entre la primera y la segunda mitad, esta vez encontré difícil distinguir los límites que separan una escena de la otra.
Basado en la novela-monólogo de Antonio di Benedetto, la cinta cuenta la historia de Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho), un funcionario de la corona española que durante el siglo XVII se encuentra tramitando un traslado hacia una nueva ciudad. Sin embargo, la burocracia colonial le deja constantemente a la espera de una respuesta positiva por parte de las autoridades. Por mientras, veremos al protagonista deambular sin rumbo a través del paisaje paraguayo, al mismo tiempo que su encuentro con distintos personajes le enrostra su dilatada inmovilidad.
Existe un juego permanente de expectativas frustradas en la adaptación de Martel. Por un lado, tenemos un protagonista que está todo el tiempo a la espera de que algo importante ocurra, pero se encuentra atrapado en una serie de eventos secundarios que le impiden avanzar en su propósito. Por otro, están las expectativas de nosotros como espectadores, chocando de manera similar frente a la espera de eso que no llega. No solo esperamos que Diego de Zama se acerque a su objetivo, sino que, sobre todo, esperamos que el personaje principal responda a un imaginario reconocible del relato colonial. La pasividad, la espera, la burocracia, son elementos que se encuentran por fuera del horizonte del relato épico, construido en base a la acción y el heroísmo.
Más todavía que este bloqueo a nuestras expectativas, que coincidió más o menos con mi primera impresión de la película, la sensación que predominó esta segunda vez es la de estar ante un relato persistentemente distorsionado por los pensamientos de su protagonista. Elementos que en la primera ocasión pude llegar a notar con claridad una vez transcurridas algunas secuencias, como la tendencia de varios personajes a repetir las frases que acaban de pronunciar, en este nuevo visionado me resultaron ya evidentes desde la primera escena. El confuso proceso mental de Diego de Zama, con una tendencia siquiátrica a la ecolalia, puede ser escuchada por los espectadores.
De manera similar, la selección de encuadres de Martel me pareció pronunciadamente menos convencional en esta ocasión. No solo en el caso de aquellos planos que “cortan cabezas”, como ya habíamos visto en algunas de sus películas anteriores, sino también en los planos más abiertos, dónde la centralidad de la acción se divide entre distintos movimientos y cuerpos deambulando por el espacio. Como en los famosos planos “múltiples” de Jacques Tati, en los que la mirada debe escoger todo el tiempo entre varias acciones, los planos de Zama plantean una competencia visual dentro suyo, pero esta vez entre operaciones intrascendentes, mínimas.
Más que ir a contrapelo del cine histórico, -cosa que claramente también hace- la última obra de Martel frustra las expectativas generales que tenemos frente a la formación de cualquier relato. La contaminación subjetiva del perturbado Zama se hace presente en cada plano, dando como resultado una experiencia cercana a la sicodelia. No es de extrañar que los últimos minutos tomen la forma de una colorida película de persecuciones. Lo lisérgico en Martel rehúye de las distorsiones de imagen y, prácticamente, de cualquier proceso de enrarecimiento antes visto. Las extremidades cortadas (por la cámara o por un sable), el carácter engañoso del sonido, la recurrente aparición de animales y la mirada perdida de su protagonista configuran una obra con pocos puntos de comparación en el cine mundial.
Nota comentarista: 9/10
Título original: Zama. Dirección: Lucrecia Martel. Guión: Lucrecia Martel (de la novela de Antonio Di Benedetto). Fotografía: Rui Poças. Montaje: Karen Harley. Música: Los Indios Tabajaras. Reparto: Daniel Giménez Cacho, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Lola Dueñas, Rafael Spregelburd, Daniel Veronese, Vando Villamil. País: Argentina. Año: 2017. Duración: 115 min.