Ya no estoy aquí (2): Dilemas de la representación
En gran medida, creemos que la pertinencia y la relevancia (presente y futura) de la escritura sobre cine radica en la descentralización y el sabotaje de la noción y del sujeto “autor”. En la búsqueda por experimentar con formatos colaborativos y conversacionales de escritura Samuel Lagunas, Karina Solórzano y Rafael Guilhem decidimos dialogar textualmente alrededor de Ya no estoy aquí, una película mexicana de Fernando Frías recientemente estrenada en Netflix. Con este primer ejercicio inauguramos lo que por ahora hemos acordado en llamar Crític@s en Conflicto y Colaboración, un proceso colectivo de disenso y amistad en partes iguales.
Samuel: Ya no estoy aquí (Fernando Frías, 2019) es una película incómoda y conservadora por igual. Incómoda para quienes están habituados a las representaciones de la negociación de la identidad juvenil como una absoluta (y a menudo trágica) dicotomía del «tómalo o déjalo», como se pudo ver todavía en El sueño del Mara'akame (Federico Ceccheti, 2016). Conservadora, sin embargo, si se sitúa la cinta en el contexto mucho más amplio de las operaciones de gentrificación simbólica ejecutadas por la clase media-alta respecto a las subculturas juveniles. Me explico: Ya no estoy aquí opta por establecer una escisión (tan artificial como tramposa) entre lo político y lo estético respecto a la identidad juvenil de los cholombianos, enfatizando a través del viaje del personaje principal -Ulises- el «triunfo» de la dimensión estética sobre lo político-cultural (la condición migrante, el entorno criminalizado y violento, la pauperización), lo que resulta muy ad hoc para los comportamientos elitistas que terminan importando los elementos identitarios menos incómodos y más «exóticos» de las subculturas juveniles, como el baile. Lo que nos queda de Ulises, finalmente, es eso: un cuerpo bailando en la azotea sin historia ni contexto.
Rafael: Mi impresión es que cierto cine mexicano agotó ya hace mucho un modelo de representación que podríamos asociar al realismo social, y que ha producido un conjunto de películas que se parecen todas entre sí, donde lo único que cambia son las piezas contenidas en la forma. Este modelo supone una mirada sociológica y política establecida a priori que se aplica indistintamente a diferentes realidades, como si por el simple hecho de sumar este mecanismo a algún contexto específico estuviera cubierta su pertinencia. Mi hipótesis es que esto ha llevado a las y los cineastas a buscar las zonas de realidad que «faltan por cubrir», y a sostener la singularidad de sus películas en la singularidad de sus hallazgos. En el caso de Ya no estoy aquí, precisamente, prevalece la fascinación por lo «encontrado» (la actitud por sí misma ya es problemática), y es quizá donde Samuel identifica un «triunfo» de la dimensión estética sobre la política (¿es posible una estética sin política? Tal vez sería mejor hablar de folclorización). Lo político se entromete notablemente con las transmisiones en la radio de los mensajes de Felipe Calderón, una referencia a la que pocas películas de ficción recientes ponen nombre y apellido. A su vez, esta voz oficialista interrumpe la comunicación entre las voces que no lo son, y el final mismo encuentra su eficacia en el trabajo sonoro (el aparato de música de Ulises se queda sin baterías y a cambio nos deja con las sirenas policiacas, que representan, sin lugar a dudas, uno de los rasgos traumáticos de la violencia en México). El problema, sin embargo, está en la mirada del director. La sociología es una simple moneda de cambio, asumida antes que interrogada, y nunca existe una pregunta por la distancia que lo separa de las personas y los lugares que filma.
Karina: Creo que el cine mexicano aún no sabe cómo mirar a ese Otro que le parece «problemático», por eso coincido con que no hay una reflexión clara respecto a la distancia que mantiene el director con sus personajes. En el caso de Ulises, en algún momento se hace presente el «estigma» con el chiste de la NatGeo, pero en otro aparece compartiendo el plano con un sij que le vende una bocina. Interpreto este plano como un cuestionamiento sobre la identidad que sólo tiene sentido en la parte que se desarrolla en Nueva York. En la ciudad, varios personajes parecen motivar la pregunta por dónde está uno (por dónde está Ulises): el sij de la tienda de música, la colombiana que le da hospedaje o Lin, la adolescente de ascendencia china que parece estar más adaptada a la diversidad. Sin embargo, ese plano me parece que señala cierta «igualdad» con el Otro, una suerte de «experiencia de lo diverso compartida» que sugiere que, pese a la procedencia, ambos son semejantes porque son ese «Otro problemático». Es en ese reconocimiento en donde la película desdibuja la pertinencia de la memoria -y su carga política- de los cholombianos y reduce la identidad a mera estética. En Ya no estoy aquí hay una historia que me interesa y es la del viaje del héroe, pero a la película poco le importa que ese héroe sea cholombiano, chino o griego.
Samuel: Quiero cruzar dos variables introducidas por ustedes: la del realismo social como modelo de representación (y tal vez de producción) y la de la estructura narrativa del viaje del héroe. Es cierto que con Ya no estoy aquí no estamos frente a una trama de ascenso social ni de ascenso moral, lo que sin duda es uno de los mayores aciertos en cuanto al punto de vista. Sin embargo, no deja de ser una película de «crecimiento». El resorte dramático es, efectivamente, el de la salida del hogar, como ocurre en las narrativas tradicionales del héroe. Ulises migra y en el camino sólo experimentará pérdidas (perderá a sus amigos, a su familia) y renuncias (a las relaciones, a un nuevo comienzo en otro país, a su cabello). A su regreso, se encontrará con otros amigos que también ya «crecieron», en el sentido adultocéntrico de que incorporaron a su identidad otros elementos hegemónicos que se convirtieron en dominantes, como el personaje que ahora es cristiano y compone letras donde cuenta su conversión a una nueva vida. Quienes no «crecieron», ya están muertos. Ulises decide crecer una vez que se ha vaciado de todo lo anterior. Esa dolorosa y pesimista disyuntiva es la que queda planteada por Frías al final de la película: «crecer o morir». Es cierto, Ya no estoy aquí no teme poner nombre y apellido a Felipe Calderón, uno de los principales responsables de la oleada de violencia que sacudió al país en su sexenio. Pero se mantiene latente la sospecha de si no queda todavía cierto determinismo -y, por ende, domesticación- en la representación de la identidad de los subalternos: las «vidas precarias» (para retomar un término del juvenólogo José Manuel Valenzuela) de Ulises, las y los cholombianos. ¿No hay acaso otra vía que no sea la del heroísmo trágico para el desarrollo de los personajes en situaciones de vulnerabilidad social? Me surge aquí la inquietud sobre si la opción por la épica de la trama no actuó en menoscabo de la ética de la misma, más cuando lo que está en el centro de la cinta es la representación de las identidades juveniles en el periodo de Calderón donde justamente se llevó a cabo el asesinato sistemático de jóvenes en condiciones precarias (juvenicidio). Ya que Ya no estoy aquí se plantea como un ejercicio de memoria desde la ficción, ¿por qué la obstinación en generar personajes ad hoc para una sensibilidad especialista en el reciclaje de elementos folclóricos de las identidades subalternas?
Rafael: Lo que comentan es muy interesante: una yuxtaposición no del todo lograda entre, por un lado, el viaje del «héroe», que hace la parte de sentido mítico y universal adscrito a ciertos códigos, y que sin embargo me parece que -y aquí difiero con Samuel- no se trata de un crecimiento sino de la fractura de su identidad (que añora a lo largo de toda la película) a causa de la violencia, llegando al final ya no al mismo lugar sino a un espacio devastado que no será más el del inicio. Y por el otro, el contexto, más como fondo que como articulación, que reviste y localiza a este personaje dramático en una serie de preocupaciones particulares. Lo que con tanto acierto dice Karina: a la película no le importa si el héroe es cholombiano, chino o griego. Retomando este hilo, encuentro pertinente pensar en la violencia como un factor que va desintegrando los lazos sociales, pero sinceramente la violencia aquí aparece como ese elemento que empuja al personaje principal al cambio, sobre todo en términos de arco dramático (mientras el realismo social funciona como herramienta para legitimar la narración y no para interrogar la realidad). Es en ese desajuste que el entorno pierde complejidad y se vuelve ornamental, y que tanto los elementos que se pretenden universales -el viaje del héroe-, como los que se presentan situados -la dimensión cultural-, llevan más bien a la uniformidad.
Karina: Y pasa algo curioso con la «uniformidad» que señala Rafael, varias personas me han comentado que en el viaje de Ulises es donde encuentran mayor empatía con el personaje. La épica no pierde vigencia. Esa tensión entre la historia tradicional del viaje y la falta de problematización por lo que se está representando me causa conflicto porque me gusta mucho cómo está narrada: me gustan los planos en las azoteas, en el metro, las escenas de baile; algo así como «la forma». En ese sentido yo rescataría el uso del sonido, me parece que la música funciona como una suerte de lenguaje universal. Cuando se desconoce un idioma, ésta representa el vínculo más fuerte de Ulises con su hogar, y algo así como un arraigo: defiende la cumbia cuando los mexicanos con los que vive en Nueva York se burlan de ella y prefieren escuchar electrónica («quieren parecer negros», les dice). Igualmente está empleada de una manera muy interesante a través de la estación de radio, que es también una conexión con los que están en el extranjero y la que se interrumpe por los mensajes oficiales de Calderón. No sé qué piensen ustedes de esto, pero creo que las discusiones entre forma y contenido son muy peligrosas, sobre todo porque el uso del sonido en esta película también es su contenido; sin embargo, me llama la atención que Ya no estoy aquí funciona mejor en su parte más convencional: en ese uso inteligente del sonido, en el rescate de le épica al mismo tiempo que se anuncia como «diferente». Insisto en lo que se comentó anteriormente, hay una distancia engañosa en la pretendida cercanía con sus personajes.
Samuel: Concuerdo con la distinción que establece Rafael entre el entorno como territorio complejo y el entorno como ornamento. No obstante, me parece pertinente puntualizar que en Ya no estoy aquí el espacio adquiere mayores atributos y, por ende, mayor complejidad en Nueva York que en las colonias regiomontanas. Esto lo observo en las distintas interacciones que los personajes neoyorquinos tienen con su entorno y los conflictos que ocasiona la polivalencia de los lugares y los objetos (el hombre en situación de calle que desafía a Ulises en el metro, por ejemplo). En cambio, Frías decide representar a los Terkos homogéneamente, lo que por momentos provee a la cinta de un tono artificioso, casi como de farsa. Especialmente tuve esa sensación con varios de los diálogos, incluso el que se da en el momento ¿climático? de la balacera. Cuando aparece el filtro de la migración, el mimetismo se aligera y la película transcurre de forma mucho más orgánica. A Frías parece sentarle bien esa distancia espacial y temporal en cuanto a la construcción de sus personajes. Creo que es en el intento de visibilizar la cohesión de un grupo social, la pandilla, cuando la película cae en el efectismo folclórico (el dialecto, la vestimenta, la música) y se revela como uniforme. Esto me lleva al tema del sonido y, en específico, a las escenas que vemos de la radio. Me llama la atención la decisión de Frías de no respetar uno de los atributos más potentes de la radio como medio de comunicación, que sea sonido sin imagen, y que elija mostrarnos lo que sucede en la cabina. Quizá es esta obstinación por poner un rostro y construir una imagen para todas las voces protagonistas la que hace que la película repita ciertos patrones -del realismo social- y al mismo tiempo genere numerosas, más que empatías, simpatías. Sigo creyendo, sin embargo, que en esa simpatía hay, aún, una fuerte dosis de condescendencia.
Rafael: Ciertamente hay un contraste entre la acentuada cohesión social de los Terkos y el aparente aislamiento de quienes habitan la contracara de Nueva York. Pero volvemos al punto inicial: son oposiciones para un funcionamiento dramático y no necesariamente una preocupación por la dinámica social, aunque paradójicamente, la película necesita de esta dimensión y la contienda identitaria como un gesto de autolegitimación. Sigue existiendo miedo a hablar de la realidad desde otros frentes y en otros tonos. Y aunque la película es fundamentalmente sobre las distancias (territoriales, culturales, desiguales), la aproximación de Fernando Frías es desde la abolición de esta distancia. Es significativo que los trayectos (lo que representa trasladarse a otro país) y los esfuerzos comunicativos (la radio) no tienen el peso de esta brecha, ni siquiera mediante la elipsis. Es más bien el cambio de un escenario a otro en un santiamén, como el inconsciente de una globalización que sueña con agilizar incansablemente su mercado. El mismo significado universal de Ya no estoy aquí velado de regionalismo, cumple las expectativas de una audiencia mundial, en sentido de presentar lo diverso desde la homogeneidad. Pienso que la notoriedad que la película adquirió recientemente (colándose incluso a un conteo de las mejores películas mexicanas de la historia) pasa más por un tema de contemporaneidad (veremos cómo es leída en unos años), pero su problema fundamental es estar formulada como certeza antes que como duda, que al final es una cuestión de distancias.
Karina: Me parece que los tres estamos de acuerdo con el tema de la distancia y la representación problemática que Frías hace de los Terkos, y creo que resolvimos que, si bien se debe a una suerte de «miopía sociológica», también cumple la función de oposición dramática que requiere la historia: en Monterrey la cumbia se baila en grupo, en Nueva York Ulises no quiere bailar solo. Comparto lo que señala Samuel respecto a que la migración (exilio en el caso de Ulises) transcurre de manera más orgánica, Frías ha estado explorando este tema desde su película anterior, Rezeta (2012), y por eso creo que hay un abordaje sobre el Otro como aquél que se va de casa, más que lo que significa la casa, la memoria a la que me referí anteriormente; por eso la representación de los Terkos parece distante y artificial. Y en esta parte, lo que dice Rafael sobre el mercado me parece muy pertinente porque tiene mucho que ver con el tema de la «actualidad del gusto». En la homogeneización del relato (todos podemos abandonar nuestras casas para instalarnos en otras ciudades) veo una correspondencia con nuestras búsquedas de películas: queremos encontrar una que nos parezca cercana, una con la que empaticemos y que ponga determinados temas sobre la mesa, aunque no los reflexione realmente. Creo que Frías hizo una película valiente sobre una experiencia que parece conocer de cerca y por eso creo también que los Terkos fueron algo más que sus bailes.
Título original: Ya no estoy aquí. Dirección: Fernando Frías. Guion: Fernando Frías. Fotografía: Damián García. Montaje: Yibran Asuad. Elenco: Juan Daniel García Treviño, Xueming Angelina Chen, Coral Puente, Leo Zapata, Tania Alvarado. País: México. Año: 2019. Duración: 112 min.