Transit: Ecos de la Historia
Esta película la vi absolutamente solo en una sala de cine gigante y paradójicamente -o quizás no tanto- ha sido el mejor estreno comercial del año, al menos para mí. Probablemente, por estos días los ejecutivos de la única gran cadena de cine que la exhibe estarán pensando en no darle más cabida para la próxima semana, y dentro de su modelo de negocio quizás tengan razón. Pero Transit, la última obra del alemán Christian Petzold, es de lo mejor que ha rondado nuestra escuálida cartelera en los últimos meses y merece ser vista.
En un principio, todo parece indicar que estamos ante una especie de neo noir de espías. En un bar dos personajes intercambian miradas, objetos e incertidumbres mientras fuman un cigarro y apuran el vaso. Pero algo no encaja. Mientras los personajes parecen ser parte de la clásica paranoia de espías de mitad del siglo XX, la gente y la ciudad -en este caso París- están tal como ahora. Aquel desajuste temporal, amplificado por la presencia de policías y patrullas similares a los que reprimen actualmente a los trabajadores franceses, vuelve rarísimo este juego de alemanes que están en París buscando a otros alemanes para resistir de los propios alemanes fascistas que ya invadieron la ciudad.
Pero rápidamente, gracias al ritmo de las andanzas de Georg y su intento por hacer lo que le han encomendado sin ser capturado por los fascistas, se nos olvida este desajuste, no porque haya dejado de ser notorio, sino porque la película misma se ha encargado de hacerlo plausible sin aludir directamente a ello.
¿Qué se esconde en esta decisión? Los ecos de la historia, el triunfo de una puesta en escena que tiene la virtud de poner en primera línea una idea política sin la necesidad de que sea aludida directamente. Georg y el resto de los personajes encarnan la claustrofobia de Europa en su propia historia, el ahogo del advenimiento del viejo ciclo, del hecho de que a menos de un siglo el auge de los nacionalismos de ribetes fascistas asome nuevamente como una alternativa viable -y democrática- para una gran cantidad de países en Europa y el mundo (cosa de ver el grotesco abrazo de Piñera junto a Bolsonaro).
Si bien París está ocupada, Marsella no lo está, allí va Georg siendo un completo fugitivo. Conoce a un niño hijo de refugiados y se encariña con él, logrando una gran complicidad, puesto que ambos son sujetos en fuga, clandestinos, trasplantados. Aquí hay otro triunfo de su puesta en escena, para Petzold no basta con problematizar el nacionalismo, también alude al maltrato que Europa -y principalmente su policía- ha dado a los refugiados, a los que -tal como ellos durante la Segunda Guerra Mundial- no tienen un lugar donde ir y están atrapados en su soledad, en la clandestinidad y a la deriva de lo que alguna nación extranjera les pueda ofrecer para sobrevivir y huir. En su película incluso no hay un solo uniforme militar, las fuerzas opresoras son la misma policía francesa.
La sutileza del dispositivo empleado en la puesta en escena otorga coherencia a la manera en que la narración avanza, entendiendo que estos no son personajes principales dentro de un contexto histórico importante. No son presidentes, espías ni soldados, no tienen un papel central que dará un vuelco histórico al mundo representado. El reflejo histórico que Petzold genialmente pone en cada cuadro de su película cuestiona y juzga a sus personajes, que actúan con una normalidad rarísima teniendo en cuenta la opresión y el advenimiento de las hordas fascistas a Marsella, como si estuviesen acostumbrados, como si supiesen desde siempre que todo esto es factible. La violencia se vuelve normalidad, así fue en aquel continente durante la primera mitad del siglo XX, así parecer ser ahora, solo que las víctimas actuales de Europa no son ellos mismos, son los que buscan allí asilo, los que anhelan poder tener un pasaporte extranjero para poder intentar siquiera llevar una vida tranquila.
La visa de tránsito que todos buscan en la película, el escape a la propia realidad, parece ser propio de humanos que han sido llevados hasta un límite psicológico pero también geográfico. La película transcurre en su mayoría en el puerto de Marsella, donde el mar es una frontera que parece decir todo el tiempo que si hay tierra luego del agua, esta se encuentra bastante lejos. Las constantes miradas desde hoteles de puerto a los barcos viajando y las largas filas en las embajadas para buscar asilo en otro país materializan la búsqueda y la espera incesante del escape.
Todo lo anterior permite a Petzold construir un melodrama en base a una especie de triángulo amoroso con dos variaciones posibles conformados por un escritor muerto, su esposa que lo espera mientras tiene un amante que es doctor, y Georg, que también se convierte en su amante además de ser el que asume la identidad del escritor muerto y así optar por salir de Europa. La intimidad y la psicología de cada personaje tiene espacio en cada escena, sin quitar ningún tipo de protagonismo a elementos contextuales, históricos, y en definitiva, sociológicos. Allí está la gran virtud de Transit, la posibilidad de aludir a lo real, lo político y lo urgente, sin por ello renunciar a su vocación dramática.
Nota comentarista: 9/10
Título original: Transit. Dirección: Christian Petzold. Guion: Christian Petzold (Novela: Anna Seghers). Fotografía: Hans Fromm. Música: Stefan Will. Reparto: Franz Rogowski, Paula Beer, Godehard Giese, Maryam Zaree, Ronald Kukulies. País: Alemania. Año: 2018. Duración: 101 min.