Nada que perder (2): La justicia de su propia ley
La expresión “hell or high water”, que le da el título original al filme Nada que perder se refiere a enfrentarse a opciones de todo o nada. Quien se entrega a ello sabe que el final de su acción podrá beneficiarlo o acabar con él para siempre. Eso que al parecer está reservado sólo a los héroes de las historias, en esta película cobra una dimensión distinta y mucho más trágica que otras a las que hemos asistido.
Los hermanos Tanner y Toby Howard (Ben Foster y Chris Pine respectivamente) inician una seguidilla de asaltos a bancos con el propósito de reunir el dinero necesario para cubrir la hipoteca del rancho familiar y salvarlo como herencia para los hijos de Toby. Tanner es un ex convicto que lleva un año fuera de la cárcel, mientras que Toby es un padre divorciado, con poco contacto con sus hijos, que dedicó los últimos años a cuidar a su madre enferma y su alicaída granja. Todo esto en un contexto de recesión financiera en donde las tradicionales formas de subsistencia ya no cumplen con su cometido.
Los dos protagonistas operan como complemento frente a su antagonista, el sheriff Marcus Hamilton (Jeff Bridges), quien también cuenta con un compañero, su asistente Alberto Parker (Gil Birminham). Cada pareja funciona como contraparte de la otra y a medida que transcurre el metraje, vamos viendo como esa comparación va haciéndose más cercana hasta casi llegar a ser cada uno espejo del otro.
Esta confrontación es la que da paso a la columna vertebral del filme, expresada a través de la justicia, que como elemento y concepto central toma otros significados y lecturas que van siendo alimentados por los actos de cada personaje. Por un lado contamos con la justicia formal, encarnada por el sheriff que persigue a los delincuentes porque ese es su deber, pero también está la justicia encarnada por los hermanos Howard, que además realizan el paradojal acto de robar sólo en agencias del Banco que se encuentra cobrando la hipoteca de su rancho. A través de esto, los conceptos de “venganza” y “justicia” van perdiendo su línea divisoria, ya que no sólo los hermanos son víctimas de esta estructura voraz, sino que también todas las personas que van encontrando en su camino. Llegado el momento, descubrimos que todos quienes forman parte de ese sistema se enfrentan a diario a la misma injusticia que enfrentan los Howard, independiente de que sean ellos los únicos que se encuentran robando un banco.
Pese a lo anterior, Nada que perder no es una historia que busque la moraleja fácil. Con un contexto como el descrito, y su clara clave de western moderno, era tentador generar una fábula entre buenos, malos y su redención. Las intenciones aquí son otras, partiendo por el tratamiento de las nociones de nostalgia de cada personaje: Toby piensa en sus hijos y su futuro; Tannen, en la vida que perdió durante sus diez años en la cárcel -“podría haber ayudado a alimentar a los animales” señala en una línea de diálogo- y la infancia vivida con su hermano; el sheriff Hamilton piensa en su esposa fallecida, e incluso en la vida que ya no tendrá cuando se jubile. Son hombres solitarios, contenidos, que viven añoranzas concretas y que se alejan de la figura romántica del vaquero que cabalga hacia el horizonte. “Escapo de un incendio con un ganado en pleno siglo XXI”, señala uno de los personajes con los que se encuentra el sheriff, “y me pregunto por qué mis hijos no quieren seguir haciendo este trabajo”. La nostalgia en este caso no tiene que ver con la tradición, más bien con una forma de vida que se apaga lentamente para cada uno de ellos.
Este cambio paulatino también se traspasa al paisaje, que a medida que avanza el filme va cambiando su fisonomía con la aparición de artefactos para la extracción de petróleo. El sentido de la tierra, del lugar en el que se vive, va mutando para convertirse en la gran mina de oro moderno. El significado de la casa cambia para Toby, pasando del lugar que debe defender -un lugar donde además, tanto él como su hermano logran igualarse- para convertirse en la llave que mejorará la vida de sus hijos. El objetivo se cumple una vez que su familia se traslada a vivir ahí, aunque él resuelva no permanecer con ellos. La diferencia en el paisaje también se observa en los pueblos que visitan, escenarios que parecen vacíos, sin habitantes, casi como un set de televisión, mientras que la vida se expresa pujante en los casinos de juegos. Esa noción de apuesta y desenfreno que se presenta en este último lugar también constituye un “todo o nada” para quienes se encuentran ahí. Es como si, en definitiva, todos se estuviesen enfrentando a lo más importante de sus vidas y se desarrollaran con la misma urgencia que nuestros personajes principales.
La revitalización de un género cinematográfico trae consigo consecuencias que, en este caso, parecen ser asumidas por el director David Mackenzie. Desde su tratamiento de imágenes para mostrar un Texas en decadencia, hasta la elección de la música incidental -una banda sonora brillante a cargo de Nick Cave y Warren Ellis- todo confluye para generar una idea del western como algo posible de retomar, con obsesiones e ideas fuerza que no están pasadas de moda, que escapa de la moralina y que logra provocar una nueva conversación en torno a este género.
Alejandra Pinto
Nota comentarista: 8/10
Título original: Hell or High Water. Dirección: David Mackenzie. Guion: Taylor Sheridan. Fotografía: Giles Nuttgens. Música. Nick Cave, Warren Ellis. Reparto: Jeff Bridges, Chris Pine, Ben Foster, Gil Birmingham, Katy Mixon, Dale Dickey, Kevin Rankin, Melanie Papalia, Lora Martinez-Cunningham, Amber Midthunder, Dylan Kenin. País: Estados Unidos. Año: 2016. Duración: 102 min.