Memorias, rescates (3): Queridos compañeros (Pablo de la Barra, 1973-78)
Continuando con la sección Memorias, rescates, Álvaro García comenta Queridos compañeros de Pablo de la Barra, recientemente exhibida en Cineteca Nacional. Una joya del cine del exilio aún no lo suficientemente difundida.
En una suerte de filme de acción político a lo Costa- Gavras, trata de las peripecias de un grupo ultra izquierda, el MIR, aunque sin nombrarlo, que planea un atentado. De Concepción a Santiago llegan dos miembros, el joven universitario de clase alta Vicente y José, hermano de una de las criadas de la casa familiar de Vicente. Ambos se esconden ahí ya que la policía anda en la búsqueda del grupo y ha detenido al contacto que los iba a recibir en la capital. Mientras permanecen ocultos diversos flashbacks dan cuenta de los orígenes del grupo y sobre todo de las circunstancias en que se conocieron José y Vicente, la peligrosa vida poblacional y comprometida del primero, y los conflictos amoroso-militantes del segundo. Finalmente, luego de escapar de la policía que llega a la casa, logran contactar a sus compañeros y asaltan un banco. La narración de la película, sin contar los flashbacks, proponía un transcurso entre los años 67 y 70, vale decir, más o menos entre la fecha de fundación del MIR y la elección de Allende como presidente. Se proponía, entonces, un relato heróico del pasado inmediatamente anterior a la UP, para dar cuenta en la ficción de un combate paralelo, riesgoso, extremo, que concluía en la victoria del gobierno popular presente. Queridos compañeros fue rodada el 73 siendo interrumpida por el golpe de estado. Pablo de la Barra pudo salvar el metraje de imagen pero no logró lo mismo con el sonido. Una vez en Venezuela, años después volvió sobre el material, convocó a los actores y con ellos re-hizo la pista de diálogos. El año 78 en algún lugar de Caracas el director está sentado ante una moviola y se pregunta qué hacer con el trabajo ya hecho pero no acabado. Para superar la interdicción objetiva de la realidad sobre su ficción se aboca por retomarla, remontarla, proponiendo una distancia y una detención frente a las imágenes, estableciendo en ellas cortes reflexivos, como si estuviera diciendo “ya pasó el tiempo de la acción, ahora es el tiempo, a nuestro pesar, de la reflexión”. Por lo mismo, ese visionado a posteriori en el exilio resulta en una reflexividad en que pensar sobre aquí y allá evoca una separación tanto en espacio como en tiempo. La forzosa “tregua” que refiere el director-montajista en su rol de narrador-presentador de la película indica un estado de ánimo nostálgico y derrotista que se entrevé cada vez que detiene la narración. En vez de ofrecer una reflexión metadiscursiva, como la de Godard en Ici et ailleurs, donde se establece una serie dialéctica entre imagen y sonido, texto e imagen y entre voces (las del mismo Godard y Anne-Marie Miéville) que revisa una y otra vez significados y significantes que son a la vez políticos y cinematográficos, Queridos compañeros “director’s cut” queda empantanada en un distanciamiento que no es crítico, sino más bien afable dada su condición de “carta de exiliado”, que tal vez a pesar de su pesar, transmite ciertos paternalismos y sentimentalismos de la izquierda chilena, al menos de la izquierda acomodada, la de clase alta. De esta manera, por ejemplo, se puede entender el encuentro de Vicente con su familia. Se le recibe como hijo pródigo, se le sienta a la mesa, participa de las veladas con muchos invitados, discute de política con su preocupado padre, duerme en su antigua habitación en la que nada ha cambiado (siguen colgados ahí los afiches de Fidel Castro) y de su parte se trasluce el acomodo, la familiaridad y distención con que participa como si nunca hubiera dejado la casona patronal. Mientras, su amigo José come en la cocina, se relaciona con las empleadas de la casa y decide salir a contactar a sus compañeros. Así mismo Vicente retoma relaciones con su ex novia, también izquierdista, pero que no ha optado por la violencia, dato que explica su separación. Si el “niño bien” tiene vida sentimental, la de José ha estado realmente marcada por la violencia, tal como se deja ver en el recuerdo de su pasado poblacional en Concepción cuando se enfrentó a un maleante local. También resulta notorio que José acabe herido en cada enfrentamiento, ya sea por golpizas de carabineros o por un disparo de la policía. Su atrevimiento comprometido le lleva a someter su propio cuerpo al peligro que, en el caso de Vicente, no lo alcanza y le permite conservarse para la táctica de enfrentamiento oral, dada su condición de militante “bien educado”. Las vías paralelas de los tres personajes, José, Vicente y su ex novia, tenían como punto de convergencia el final presupuestado por la película: su encuentro por azar en la manifestación de apoyo el día que Allende asumía como presidente. Un happy end que los dejaba instalados sobre la base de su reconocimiento como vencedores que les permitiría emprender un nuevo recorrido, seguramente aun en paralelo, pero con el lazo fundacional de una nueva forma familiar: la presumible nueva pareja que se reencontraba y su hijo putativo (¿o mascota?). Eso si, como sabemos, ese final no ocurrió, y aunque el director sueñe con otro final más acorde a lo sucedido con el arrebato de la dictadura (Vicente y su novia detenidos desaparecidos y José en la clandestinidad), el principio de realidad, siempre más duro, acabó imponiéndose a la ficción y a los pasados posibles. Antes de acabar el relato de ficción por corte abrupto quedando solo el director y su moviola para despedirse, la narración se suspende un momento para dejar paso a unas tomas documentales del día del Tanquetazo o Tacnazo, el 29 de junio de 1973. Al enterarse de lo ocurrido el equipo de filmación decide no trabajar y sumarse a las manifestaciones de apoyo al gobierno contra el alzamiento militar. La cámara de la película registró algo de esos acontecimientos y ahí aparecen las figuras de los actores (como Marcelo Romo o Hugo Medina) ya no militando ficcionalmente sino en la calle, de la misma forma en que muchos miles de anónimos lo hicieron en masa aquel día. El protagonismo indulgente que cada película de ficción otorga a sus actores es vuelto ahora, en la hora de la no ficción, comparecencia de compromiso político contingente, algo que desde nuestra perspectiva actual entendemos como parte de la mitología de la UP, una época en que cierto determinismo de la práctica política se imponía como lo justo. De esa manera lo entendió el cine chileno de esos años, al menos en gran parte, y de ahí que ahora ver la imagen, aunque sin sonido, de Marcelo Romo gritando en medio de los manifestantes tenga más fuerza histriónica que su cometido actoral, por lo demás bastante competente, en Queridos compañeros. El segmento documental de la película acaba con la toma, prueba infame, del entonces ministro de defensa José Tohá acompañado de Carlos Prats y un Augusto Pinochet con casco, tenida de combate y metralla en mano. Esa sola imagen captada por insospechado azar redime a toda la película. Su inclusión permite un giro que no consiguió el director en su casi impotente acercamiento al material en la moviola. Sin embargo, fue él quien montó esa imagen y su voz reafirma lo que ella acusa: he aquí el traidor. Claro que después se repliega ingenuamente y cuenta que el equipo de la película volvió a su labor al día siguiente, al igual que todo Chile, una vez reprimido el intento golpista, retomando la normalidad sin sospechar lo que se venía en pocos meses. Sin duda, a esa altura, lo que resta de película parece mero trámite. La puesta en escena del complot de los subversivos en su asalto al banco se resuelve en un montaje rápido manejado por la música, tan veloz como la conducción que los personajes en sus viejos autos pueden hacer. La pregnancia de esa imagen infame acaba siendo determinante, es como si todo hubiera acabado ahí, en el momento en que el documento eclipsa la ficción y la evacua como a un sueño. Esa imagen zanja el relato y deja pasar a la historia. Primero pasa la masa y entre ellos los militantes de la ficción como cuerpos representativos, a continuación pisan terreno los grandes protagonistas reales. Esa imagen que arde deshace toda la tibieza que poseía a la película. Se trata de una imagen-malicia, de acuerdo a la nomenclatura de Georges Didi-Huberman en su repaso de Walter Benjamin, su exceso significante impone lo de exorbitante que tiene lo real. Aunque el director trate de cerrar su película-carta en un esperanzador “Volveremos. Venceremos” no deja de transmitir el malestar de la tregua (recordemos a Mario Benedetti y a Primo Levi), más aún si ya sabemos en que devino el fin de la dictadura y la transición democrática. Volviendo al futuro, al nuestro, presente desde donde vemos las muñequitas rusas de la película, será otro el malestar, pero lo siniestro, la historia de terror que sale desde esa imagen, de esa ruina de la historia, sigue atormentando y deteniendo al que la vea. Alvaro García Mateluna