La noche más oscura (Kathryn Bigelow, 2012)
Zero Dark Thirty no ha dejado de estar al centro del debate público y político por naturalizar la tortura, así como por “editar” y “limpiar” la captura de Osama Bin Laden. Por otro lado, es a su vez un filme difícil de simplificar, su tono no es el de un heroísmo épico, pero tampoco el de un rechazo directo hacia la política militar de su país. Su directora, Kathryn Bigelow no ha dado señales explícitas en sus diversas entrevistas sobre su posición política e ideológica- podría ser traducible al de un pragmatismo liberal- frente a las críticas alrededor de las escenas de tortura, su posición ha sido la de “mostrar los hechos como sucedieron” (sic). Se le critica haber mostrado la tortura como un “mal necesario”, el no tener una posición frente a hechos repudiables y, por último, hacerse cómplice del lenguaje técnico militar, “normalizando la tortura”. Bigelow, por su parte, anteriormente ha mostrado fascinación por el cine de género, y, por otro, por el mundo masculino, las armas y las luchas por el poder al interior de ciertos grupos humanos, haciendo énfasis en el individuo que es capaz de llevar a cabo un “buen trabajo” (a good job). Se trata claramente de personajes insertos en dinámicas más amplias que deben “operar” y “operar bien”. La ruta de Maya, funcionaria, es justamente esa: ella debe esconder su debilidad para ganar espacio dentro de una institución dominada por hombres, y demostrar, frente a todos, convicción y poder de resolución, pero sobre todo, que ella “sabe hacer bien su trabajo”. Es claro, a su vez, que la focalización enfatiza los tiempos de este personaje, teñido por dudas y cierta compasión y parte de esta contradicción es en la que parece centrarse Bigelow.
Por su parte, el mundo que le rodea en términos institucionales, está lleno de ineptos. Y son los cínicos o los que han perdido el temor (de sí mismos) los que logran hacer que las instituciones funcionen. Pero las instituciones parecen ser accidentes, están llenas de luchas de poder, y sujetos que interrumpen o retrasan su correcto de funcionamiento, y aquellos que logran que ella funcione, generalmente, son los que van más allá de ella, incluso a contrapelo de sus dinámicas ¿Les suena?: Gran parte de las ficciones post 11 de septiembre que han abordado el clima institucional, así como revisitado el género policial o thriller, han aplicado esta regla: desde The Wire, pasando por Generation Kill (la miniserie de HBO ) e incluso, Homeland, de la cual parece haber obtenido casi toda su atmósfera del complot. La “mano de obra” de soldados de Irak, que había sido retratada con acierto y crítica en Generation Kill e incluso en Redacted de Brian De Palma, estableciendo un panorama social al interior de una guerra que servía como chivo expiatorio para las políticas del gobierno de Bush. Bigelow muestra hacia el cierre del filme este tipo de situaciones, centrándose en la amoralidad de quienes serían la mano de obra especializada (la misión, finalmente, no sólo es fruto del empecinamiento de un individuo, si no que la acción es llevada a cabo llena de accidentes y con descuido: consecuencias del chain of command, una fragmentación de funciones, donde el objetivo “mental” y “político” es disuelto en la administración). La violencia gratuita que es mostrada en cuanto tal- “excesos”- es la justificación ética del filme, y es el límite entre aquello que esperamos ver y aquello que muestra Bigelow, así también, el de la relación entre “los hechos como sucedieron” y “lo que nos muestra Bigelow”: es su falla ideológica, su fade-out con la Historia, el hueco donde se cuelan elementos que desbordan la ficción.
Todo el cierre del filme encuentra su justificación en la captura de Osama Bin Laden, pero ello no parece tener nada de épico, si no solo horror y banalidad, una operación cruel, excesiva donde Bigelow utiliza la estética de las cámaras nocturnas para generarnos un clima denso, pesadillesco. Como espectadores nos es difícil situarnos: Bigelow juega con la focalización e identificación de la acción, de forma seductora (incluyendo la fascinación por la tecnología y la dinámica de la acción física). Frente a ello, la narración pareciera no encontrar el tono y los objetivos del personaje central, frente al reconocimiento del cadáver y la destrucción dejada atrás, pierden estabilidad. Es aquí donde el llanto final de Maya se vuelve algo rechazable ya sea como acto compasivo, culpógeno o sentimental, mea culpa institucional incluída.
Sin embargo cabe una vuelta de tuerca más: el cierre- insisto, cruel y parcial- parece encontrar la imagen definitiva del chivo expiatorio que se establecía como “fondo” para las narrativas del complot post 11/9/01 y en específico sobre el thriller político: es la caída de ese “signo” – Osama Bin Laden- la “caza” que llega a objeto, pero cuyo fin no justificó sus medios y aún más, tampoco sus fines. Es quizás desde ahí el único lugar desde donde podría salvarse la confusa Zero Dark Thirty.