La La Land (1): Cuando la suma no da el todo
Uno de los argumentos comunes para hablar de la desaparición del género musical en el contexto del fin del período del Hollywood clásico a fines de los cincuenta del siglo pasado es el recambio generacional de la audiencia, los intereses y sensibilidad de los adolescentes de esa época era distinta y menos ingenua que la de sus padres y el rápido avance del rock’n’roll era uno de los síntomas. Por otro lado los dos constituyentes primigenios del musical, el cariz melodramático (con melo en su acepción de música) y el carácter escapista (en términos vulgares “cuento de hadas”) había cuajado para ese momento en sendas obras maestras que apuntalaban a la evidencia de todo un tramado cuasi metaficcional, con Singin’ in the Rain (Satanley Donen, 1952) a la cabeza y con los aportes de Vincente Minelli. Fue así como el lado conservador del género pasó a ser evidenciado y pese a intentos renovadores, de West Side Story (Robert Wise, Jerome Robins, 1961) a Bob Fosse, a media que el tiempo se alejaba del aquel momento álgido las películas musicales eran vistas más que nada como anomalías. Mientras, por fuera de Hollywood, solo alguien como Jacques Demy pudo mantener el fuego, aunque tampoco por mucho tiempo.
Aun cuando cada cierto tiempo se hable de regresos del género (similar, aunque con mucho menos casos que en el western), el vocablo para definir los nuevos intentos siempre es “nostalgia”. Que un musical como La La Land haya acaparado tan buena recepción tiene algo que ver con eso, y aunque compararlo con Moulin Rouge (Baz Luhrmann, 2001) resulta forzado hay algo que se puede sacar en limpio. La película protagonizada por Nicole Kidman y Ewan McGregor era un pastiche de canciones pop y puesta en escena frenética que buscaba apabullar tanto como manipular con su trama romántica a lo Romeo y Julieta mediante puesta en abismo, resultando ser para algunos alienante y para otros seductora. La película de Damien Chazelle, por su parte, no comete ese desvío posmoderno aunque comparte dos elementos: la puesta en abismo (muy sutilmente) y la historia romántica. La diferencia está en que busca sus referentes en otro lado. La historia transcurre en el presente y la locación es Los Angeles (no París de principios del siglo XX) y la banda sonora es de jazz (no hay anacronía en las canciones en tantos estas son composiciones originales que siguen el patrón de tal género musical y no son covers de canciones que por décadas han sonado en la radio).
El gesto nostálgico presente en La La Land sucede tanto en la puesta en escena y en los personajes (“Así es L. A., se venera todo pero no se valora nada”) como en la expectativa del público. Hay ahí un desplazamiento relativo al cinismo de nuestros tiempos, una apuesta sobre el reconocimiento que la audiencia comprende tácitamente cuando va al cine a ver una película romántica que se podría definir así: sabemos que las comedias románticas son una ficción conciliadora, que las relaciones amorosas no suceden como en las películas, pero en vez de negarnos a creer lo que vemos asentimos positivamente porque nos gustaría que fuese así, este tipo de cine, y más aun tratándose de un musical, nos frece en un solo espacio la fantasía que está desperdigada en otros lados (los clichés sociales, la publicidad, los relatos, etc). Por eso amamos el cine popular cuando está bien hecho.Con buena parte de un equipo técnico joven (los más viejos son la coreógrafa Mandy Moore y el director de fotografía Linus Sandgren, que tienen poco más de 40 años), La La Land está realizada con la seguridad y autoconciencia que su director había lucido en la anterior Whiplash (2014). Un niño genio al que habrá que seguirle la pista. Ambas películas comparten una idea, ahí donde el primer título era un tratado sadomasoquista sobre el sacrificio a todo nivel (personal, sicológico y físico) del artista adolescente para superarse a sí mismo en su cometido (graduarse como músico), en el segundo tiene a la pareja protagónica sacrificando su relación amorosa para consolidar sus carreras y no fracasar (entendido por ellos como no renunciar a su sueño). Es como si Chazelle hablara de sus propios debates y demonios en torno a su carrera en cine como también una postal desde Hollywood a su generación, los treintones, con el propósito de ponerle el hombro a las vicisitudes laborales en la precariedad del mercado. No se puede conseguir todo pero se puede lograr algo, para llegar a ser adulto se tiene que satisfacer el principal de los deseos, lo que implica dejar los demás de lado.
Más acá de posibles lecturas como aquella, vale decir, en el lado del cine, la película toma tal impulso energético que, pese a dividirse en cuatro partes delimitadas por las estaciones del año, pareciera ir en un tobogán ininterrumpido y soleado (da lo mismo si es invierno) y a los 15 minutos demuestra haber explotado los fuegos artificiales (literalmente) del maximalismo para adquirir un tono más íntimo, más pertinente a la historia de amor que desarrolla. Partir por lo alto y saber modular a lo largo del metraje sin decaer habla de la ductilidad del director. Si en Whiplash se asimilaba al intérprete (el baterista), aquí se hace cargo de conducir la orquesta con bastante prolijidad. Pese a todo, en ciertos momentos se esfuerza demasiado. Para mí el mayor ripio se encuentra en toda la secuencia -tal vez la más cinéfila de la película- que homenajea a Rebelde sin causa (Nicholas Ray, 1955). En realidad más que un homenaje pleno es significativo del acercamiento del filme a la idea de lo clásico. Si partimos concibiendo que no necesariamente lo nuevo es siempre bueno (o su complemento, que lo clásico, por viejo, no está impedido de ir por delante de lo moderno) La La Land hace la trampa de cortar la escena del planetario para que los personajes, con escusa de cita amorosa ñoña (research dicen) entran al mismo sitio para que en el número musical pierdan la gravedad y sus sombras bailen en la inmensidad del espacio exterior, entre estrellas y galaxias. Ese momento, que me pareció tan cursi como innecesario desde una perspectiva cinéfila, ponía en evidencia el desajuste entre homenaje sentido y gesto alusivo desapasionado, meramente cerebral, autoconciente. La locación podría haber sido cualquier otro lugar icónico de Los Angeles y no ese en particular.
De pronto, tras los fuegos artificiales, se percibía demasiado el artificio pero sin asumirlo hasta sus últimas consecuencias. Recrear la ciudad de las stars en una comedia romántica aséptica entrañaba dejar de lado la mala conciencia y aproximarse a la condescendencia, después de todo la película funciona como carta de amor a Los Angeles. Ya que se decidió dejar fuera todo rastro de conflicto con tratamiento malicioso (pensemos en Lynch o Cronenberg, e incluso antes, en Wilder, Mankiewicz o Minelli cuando se refieren a Hollywood), sino que esbozando apenas indiferencia dentro de la industria nos quedamos del lado de la imagen oscarizada que Hollywood tiene de sí mismo: el lugar donde los sueños se cumplen si se hace el empeño y el éxito se consigue frustrando historias de amor que no duelen si hay recompensa y reconocimiento. Here´s looking at you, kid. Pero no hay una guerra en medio, solo nuestras carreras.
Es como si Chazalle, en el fondo, al optar por una vertiente del musical clásico -la más acrobática (por ej, Un americano en París)-, aunque sin un elenco protagónico capaz de esa proeza (atrevimiento que logró en el número que abre el filme), la desconociera quedándose en la transición y el primer momento del baile. Recatado y servil a las destrezas de sus actores (con gracia pero no exuberantes) deja la pericia técnica a ojos de la cámara pero no de los cuerpos, y cuando lo intenta, como dije antes, no alcanza a romper del todo el lugar común. La diferencia entre rodar en CinemaScope y exhibir en CinemaScope (hace esto último). Pareciera que, incluso por sobre irse de gira con el músico exitoso, hubiera optado por tocar en la banda de covers a hacer música propia. Con el mejor estilo, claro está, pero sin la intensidad que lo hubiera llevado a realizar un clásico sino que prefiriendo dárselas de clásico, perdiendo de paso el nervio que presentó Whiplash. Espero estar equivocado. Espero poder en algún momento llegar a ver un musical -tal vez menos perfecto, pero sí más emotivo- con la fuerza inspirada de One from the Heart (Francis Ford Coppola, 1982) y su doble militancia entre clasicismo y novedad. Por ahora queda disfrutar de la fotogenia de Emma Stone y Ryan Gosling y revisionar a Fred Astaire, Ginger Rogers, Gene Kelly, Cyd Charisse y tantos otros.
Álvaro García Mateluna
Nota comentarista: 7/10
Título original: La La Land. Dirección: Damien Chazelle. Guión: Damien Chazelle. Fotografía: Linus Sandgren. Música: Justin Hurwitz. Canciones: Benj Pasek, Justin Paul. Coreografía: Mandy Moore. Edición: Tom Cross. Reparto: Ryan Gosling, Emma Stone, John Legend, Rosemarie DeWitt, J.K. Simmons, Finn Wittrock, Meagan Fay, Callie Hernandez, Sonoya Mizuno, Jessica Rothe, Tom Everett Scott, Josh Pence. País: Estados Unidos. Año: 2016. Duración: 127 min.