La casa (2): Intento de contener un lugar asediado

La casa para mí es una novedad en la filmografía de los directores y, al mismo tiempo, un debilitamiento de lo que ha vuelto potentes sus anteriores trabajos. Novedad porque la pareja no es aquí un simple indicio, fuera de campo o rasgo del registro sino su contenido mismo, en un autorretrato parcial y en un modo literalmente excéntrico. Debilitamiento, por otra parte, porque la posible carga crítica o incomodidad potencial de la película queda atrapada en un modo de contención que termina cuidando a la clase social que busca exponer.

Hay una escena en Surire (2015) de Bettina Perut e Iván Osnovikoff, en la cual el techo de la solitaria casa altiplánica de la señora Clara Calisaya empieza a echar humo. La casa, de piedra y paja, es registrada en un amplio plano general fijo, al lado de un cerro y de un camión oxidado, mientras Clara, en esa distancia, se mueve intentando apagar el fuego, respirando con dificultad y soltando de vez en cuando un “puta mierda.” Recuerdo esta escena por la inquietud que me produjo la primera vez que la vi, la sensación de crueldad que me transmitía —sensación no ajena a la filmografía de Perut y Osnovikoff—, y como reacción un impulso a darse vuelta en la silla, buscar a quienes registran, decirles que ya fue suficiente, que ayuden a apagar el incendio mejor. Una tensión por reaccionar.  En La casa, el reciente estreno de la pareja de directores, hay también una escena en la que la superposición de una casa (la que le da título al filme y que es el hogar de ambos), contra un humo lejano, podría producir la ficción de que está en llamas. No lo está, sin embargo, y si lo estuviera probablemente llegaría alguien a apagarla.

Extrañamente promocionada como una suerte de comedia o sátira de una clase social (si queremos usar esa palabra desgastada después de El conde) a partir de un chat grupal vecinal, La casa para mí es, en cambio, una novedad en la filmografía de los directores y, al mismo tiempo, un debilitamiento de lo que ha vuelto potentes sus anteriores trabajos. Novedad porque la pareja no es aquí un simple indicio, fuera de campo o rasgo del registro sino su contenido mismo, en un autorretrato parcial y en un modo literalmente excéntrico. Debilitamiento, por otra parte, porque la posible carga crítica o incomodidad potencial de la película queda atrapada en un modo de contención que termina cuidando a la clase social que busca exponer.

En cualquier caso, no se trata de una comedia. Los audios de whatsapp de un grupo de vecinos son el relato de la película y desde allí, quizás, la trampa publicitaria parte de la propensión al humor que estos generan, reflejada en la conocida rutina humorística de Jorge Alis sobre el grupo de apoderados o páginas de Instagram como Estimados Vecinos que rescatan los bizarros momentos de dicha interacción virtual. Estoy seguro de que pocos grupos de whatsapp sobreviven al silenciamiento que permite la aplicación, abrumados sus usuarios por el volumen de notificaciones que producen y que, entre ventas de ropa, gatos perdidos, portonazos, gente "sospechosa", escombros y discusiones bizantinas, se pueden volver inmanejables. Son conversaciones que tienden a desbordarse, salirse de los márgenes, escapar por líneas paralelas o volverse infinitas en una cascada de diálogos.

Este tipo de comunicaciones son fundamentales para La casa, sin embargo, su modo de funcionar en la película es muy distinto y concuerda con el esquema fílmico fundamental que a mi parecer se despliega en ella. La casa de La casa no es cualquier casa, se ubica en un condominio exclusivo de la región metropolitana, con amplias áreas verdes e interiores magníficos, llena de objetos y materiales estéticamente armonizados, anchos ventanales y emplazada en un recinto cerrado con seguridad, cámaras y la necesidad de servicios de mantención y cuidado. Al escuchar las inflexiones de voz de los primeros audios de whatsapp ya podemos confirmar que la comunidad a la que pertenece es parte de la clase alta chilena (o al menos hablan como si lo fueran). En esos primeros mensajes abundan las quejas entre vecinos, dirigidas contra aquellos que no pagan los gastos comunes, que pasean a sus perros sin correa, o que no detienen a los niños que juegan de forma peligrosa. No tendremos el contexto, las palabras o los stickers que reaccionaron a estas voces, ni tampoco importa. Lo que importa aquí no es el desborde posible de la conversación, sino la cita como un material contenido, controlado, el muestrario de una forma de vida sostenida a pesar de atravesar una época de cambios y peligros.

En concreto la historia podría ser: hay una casa y es la casa de los directores, dos perras viven en esa casa, chola y chiqui, y están al cuidado de una joven porque al parecer la pareja se encuentra de viaje. Un incidente termina con esa situación, a lo que le sigue la llegada del estallido social, la experiencia de la pandemia y el encierro, así como el primer proceso constitucional y su fracaso. Para conducirse por estas líneas históricas la película, y en concordancia con el estilo visual que los directores han cultivado desde Welcome to New York (2006) hasta Los reyes (2018), recurre al plano fijo y el macro como operaciones fundamentales. Todo movimiento, toda circulación, se encontrará allí contenida en sus propios límites, ya sea los que define el cuadro, la delicada zona de enfoque ofrecida por la macrofotografía o el inicio y el fin de un audio.

La casa es una especie de fuga cinematográfica, en el mismo sentido en que Noticias (2009) o una sinfonía de la ciudad como Lluvia (Regen, 1929) de Joris Ivens lo son, donde la casa y su entorno material constituyen líneas paralelas que trabajan en distintos niveles y confluyen en un licuado existencial de ambiente, animales, personas e historia. Las voces humanas actúan como punteo de una peculiar historia reciente de Chile que engloba el autorretrato de los directores, tomando los espacios y vitalidades en torno a su casa como referencias. Sin embargo, el discurso es solo un retazo, cosas oídas que actúan fuera de campo como comentario dislocado de la visualidad. En cambio, dentro de las reglas visuales del filme, conjuntos de elementos actuarán como un catálogo de lo que habita la casa. Dos tipos de animales serían el primer conjunto a distinguir, por una parte, las dos perritas, animales domésticos que son sujetos de ciertas conversaciones en off, preocupación constante de los humanos al tiempo que persiguen sus pequeños placeres. Por otro, los animales salvajes, hormigas y pájaros, como un elemento natural que desafía los límites de la casa asediando su separación del espacio circundante desde distintas estrategias, sisifiana en el caso del pájaro y subterránea para las hormigas. Un segundo conjunto visual es representado por los objetos de la casa y sus espacios interiores, abundando los planos que atañen a los muebles, los cuadros y fotografías, alfombras, cepillos de dientes o máquinas de afeitar, que enfatizan su desgaste o uso. Lo mismo podría decirse del conjunto de materiales, herramientas y máquinas del exterior de la casa, el zumbido eléctrico, los goteos o el óxido, también como ritmos o detalles que ilustran la vulnerabilidad de la vivienda o su posible exposición a una intemperie.

Finalmente, hay un conjunto de personas que entran al cuadro y que son, con excepción de una breve escena de los directores en la terraza, quienes ejercen las labores exigidas por la mantención de su funcionamiento y comunicación con el exterior. Se trata de cuerpos sin mucha voz. Es decir, tienen voces, pero lo que habita en ellas es el trabajo, a diferencia de las voces de los miembros de la comunidad. Y particularmente en sus voces a veces lo que hay es angustia o disculpas: escuchamos a la joven que cuida los perros enviar un mensaje lleno de perdones por la destrucción que la perrita ha ejercido en una alfombra; o a una señora que ahora se encarga de la limpieza de la casa, excusándose de no poder asistir debido a las restricciones por el covid-19.

La delimitación de estos conjuntos no es estricta y los lugares se contaminan y se cruzan, se obstaculizan y mezclan. Las hormigas agujerean las paredes, la chiqui es atrapada en un bozal, la señora del aseo resulta comparada con una máquina de limpiar vidrios. Habría que recurrir al cliché para decir: la protagonista es la casa, pero la casa en tanto excusa construida por todo lo que habitándola discute la casa en tanto casa. De partida, la presencia necesaria de sus dueños que se reduce a un doble afuera, el afuera de su fuera de campo como directores del filme y su afuera como la puesta de sí mismos externalizada en sus objetos propios y el entorno que han construido. Quizás como notoria excepción aquel plano de ambos en la terraza y en otro, apenas perceptible y en medio de la pandemia, algo así como una discusión distante entre ambos, sin mucho detalle.

Una comparación temática con otra película reciente con parejas y casas se vuelve relevante: en La memoria infinita, dirigida por la productora de La casa, Maite Alberdi, podemos ver algunos planos secuencia que recorren los interiores de la casa de sus protagonistas, permitiendo percibir su estética y detalles. Allí el movimiento ofrece un diálogo con el tema de la memoria y su pérdida, la casa al mismo tiempo como origen de una historia familiar y posibilidad de su conservación. En La casa, en cambio, podemos preguntarnos por los efectos del plano detalle y su fijeza sobre un hogar que resulta transformado en fragmentos, pedazos u objetos a fotografiar que ilustran otro modo de ocurrir la vida. En ambos casos, apreciamos un intento por contener y controlar la representación de un espacio íntimo y doméstico, y aún, cabría agregar, una profunda dificultad para suponer la identificación de una gran masa de espectadores posibles con ese tipo de espacios interiores, precisamente por su opulencia.

Quizás por ello, octubre llega de noche. A lo lejos y entre luces anaranjadas se oyen explosiones, quizás bombas lacrimógenas o latas de desodorante reventando en alguna barricada. Los audios, en cambio, nos hacen ingresar en las fuerzas detrás del violento despertar que tuvo el sueño del estallido social, la rabia reaccionaria y seudoilustrada alimentada por un miedo securitario que recorre las voces del whatsapp, preocupadas de los posibles saqueos, rumores de sabotaje o guerra civil, el deseo de irse del país y el llamado a ejercer en venganza el monopolio estatal de la fuerza. Aquí vuelven a despertar visualmente los animales y —como un recurso que ya recordamos de Surire—, los borboteos, acumulaciones de tensiones que podrían estar metaforizando lo que queda ausente. Las hormigas en particular son el contrapunto de estas voces, en su movimiento frenético y colectivo. Sin embargo, uno puede preguntarse si bastan ellas para replicar a estos decires paranoicos o si el incansable estrellarse del pájaro contra la ventana hace justicia de esa ausencia.

Porque, si bien los niveles del filme dialogan y se contaminan, es imposible abstraerse de la contención que impera en las operaciones estéticas de la película y el encauzamiento que le ejerce a sus conjuntos. Uno podría recordar otros tantos intentos que en el cine han abordado cruces entre espacios domésticos y vida cotidiana, como los producidos por Ignacio Agüero en El otro día, Louis Malle en Place de la République, la reciente serie documental How to with John Wilson de John Wilson y también la mismísima El astuto mono Pinochet contra La Moneda de los cerdos (2004). En todas ellas la apertura del gesto fílmico a una interacción con el mundo y su consecuente indeterminación son cruciales. La posibilidad de terminar en aquello que no se estaba buscando y el riesgo de cruzar ciertos límites produciendo la incomodidad propia de la extrañeza, es también una referencia para pensar La casa. Porque dichos gestos no son impropios al cine de Perut y Osnovikoff, donde la producción de una tensión traspasada a los espectadores —como en mi recuerdo al inicio de este texto— o de reacciones contra cierto patetismo en la representación del personaje, como en Un hombre aparte (2002), nos indicaban a partir de estas incomodidades que no se trataba de un mero modo observacional sino de su uso para tensionar la ya conocido y lo ya filmado; y aquello es lo que encuentro hoy debilitado en La casa.

Hacia el final de la película escucharemos un mensaje que dice algo así como que la normalidad es un caos contenido. La casa logra expandir la exploración de la cotidianidad mediante otras escalas, difuminando los límites definitorios de lo doméstico a través de los caos naturales que le recorren, pero sin embargo no deja de contener una homogeneidad ideológica en la relación entre voces e historia sin contrapunto. ¿Quién se incomoda cuando el habla y la imagen están contenidas sin réplica ni riesgos? A pesar de que por sí solas las voces muchas veces son su propia broma, no hay un marco de comparación que permita volverlas patéticas. Así, La casa lamentablemente podría contener una fantasía de continuidad para una clase social que ha experimentado la historia reciente del país como un caos que debe ser re-encauzado, contenido o exterminado. Y le ofrece, por tanto, una memoria que transforma en excepción un tiempo que implicó las esperanzas de los audios que no se escuchan.

 

Título original: La casa. Dirección: Bettina Perut, Iván Osnovikoff. Fotografía: Pablo Valdés. Montaje: Bettina Perut, Iván Osnovikoff. Sonido: Iván Osnovikoff. Casa productora: Dirk Manthey Film, Perut + Osnovikoff. País: Alemania, Chile. Año: 2023. Duración: 72 minutos.