Indiana Jones y el dial del destino: Pequeñas lecciones de historia del cine

La nueva película parece entender el sentido de historia que hay en la serie. Es un ejercicio que utiliza la estructura de remake bajo el tono de homenaje. La repetición del esquema solo tiene el añadido del paso del tiempo, los chistes sobre la edad del protagonista. Es casi un sarcófago de lujo para Harrison Ford.

Siguiendo el chiste que lanza Helena Shaw (Phoebe Waller-Bridge) a Indiana Jones (por supuesto, Harrison Ford) durante la sesión de puja de reliquias al mejor postor en el mercado negro de Tánger, “así funciona el capitalismo”, uno puede imaginar que la reliquia es una película y el traspaso de la mercancía pasa de manos de una vieja casa productora como Paramount a un conglomerado del entretenimiento que la colocará por un tiempo en un servicio streaming para luego guardarla en sus alacenas, repitiendo el efecto de la imagen final de Los Cazadores del Arca Perdida, aquel galpón del gobierno estadounidense, donde iba a parar el Arca de la Alianza, en el que se guardaban en secreto miles de tesoros. Su valor es de una mercancía que reluce y provoca codicia. Poseerla da poder. En este caso es el poder sobre el tiempo. Lo que la quinta, y final, entrega de Indiana Jones establece de cara a su lanzamiento, su resultado mediocre en sus finanzas y su buena recepción crítica y de estima de la audiencia es que el cine como máquina del tiempo sigue en funcionamiento. Como la Anticitera de Arquímedes, su promesa en apariencia es un viaje que es en exteriores pero que más profundamente es interdimensional, más vertical que horizontal. Hacia dentro de la imagen que entre imágenes.

Por supuesto, más abajo en la escala piramidal del capitalismo y de estos negocios globales de la industria del entretenimiento está Indy, uno de tantos trabajadores al que liberaron para una última aventura. A lo que voy es que el artefacto Indiana Jones ha sabido muy bien reflejar su tiempo, fundando junto a Star Wars y Volver al futuro, parte importante del entretenimiento contemporáneo, y de lo que habla esta quinta parte es del tiempo que pasó y al que se mira con melancolía.

Indiana Jones y el dial del destino de hecho se permite elucubrar teóricamente —a la pasada obviamente— con la rapidez del latigazo, sobre el sentido de la temporalidad histórica. En ella vemos cómo tres tesis sobre la historia compiten. Una es la del malo de la película, el nazi Woller (Mads Mikkelsen), que la entiende en términos absolutistas y de conquista: quiere viajar al pasado para recomenzar y no cometer los errores que Hitler cometió (ya no matar a Hitler para liberarse de él y su legado, como tantas ucronías han propuesto). La otra funciona de manera capitalista, según la entiende Hellen. Ofrece al mejor postor lo que ha pasado robado de mano en mano; ya no hay dueño original, su validez es cronológica: es tan antiguo que es histórico, el valor de cambio es lo único que importa (y así puede generar una ilusión: la misma historia se puede contar una y otra vez, siempre a precio más alto y con el riesgo de la bancarrota; sólo la casa gana). Por último, la historia, como la entiende Indy, pertenece al museo imaginario de la historia del cine (habría que hacer un “Indiana Jones y los fantasmas de la Cineteca”), con él como parte de la exhibición, ya que pertenece al pasado glorioso. Por eso él quiere quedarse a pasar sus momentos finales contemplando el pasado remoto, invisible, al que buscó y encontró por huellas: un detective que sueña con cosas hechas del material de los sueños. Las tres, reescritura, plusvalía y monumento, por supuesto, se encarnan (y se han encarnado) en la historia y en la producción industrial del cine.

¿Y la historia? ¿Cuál es la historia? Hagamos memoria recorriendo la serie. En Los cazadores del Arca, el traidor francés acariciaba la idea de abrir el Arca de la Alianza con avaricia (esa vertiente de la Hybris es el pecado capital contra el que advierten estos cuentos de hadas), para luego exclamar que “nosotros simplemente pasamos por la historia, pero esto (el Arca) es historia”. La historia se materializa, se iconiza: es un poder, un objeto, un personaje. Indiana Jones es historia del cine y los McGuffins de las tramas son lo que pasa. Detrás de la voluntad fabuladora está el poder icónico levantado por la serie. La narrativa robustece las secuencias de acción, las somete a un régimen de exacerbación, lo que era un escollo se multiplica, las peripecias se complejizan producto de su propia serialidad. El movimiento no se puede detener hasta que ya de inflado no sea posible que aguante. El ritmo acelerado, para existir, debe conocer la inercia y la gradualidad ascendente y descendente. El ritmo cuenta la historia.

El icono puesto en movimiento se asimila con la rapidez del latigazo: es propio de un cómic. Es Bugs Bunny y es Corto Maltés, es Batman y Tintín, Lucky Luke y The Spirit. Los Cazadores del Arca lo dibuja un par de veces: como una sombra en una pared, al amanecer contra el horizonte. Una iconografía que se realza con su versión de profesor. Ese héroe colonialista, que se muestra emparentado con James Bond en la segunda película, encuentra en la tercera parte una “historia de origen”, muy del gusto de Lucas, que lo edipiza. Ese efecto se proyecta al personaje de Karen Allen, Marion, en su regreso para la cuarta edición y se revela, en la quinta, como la imposición de la Story (y no la History) para el happy Hollywood ending: el romance, que era algo que le estorbaba al personaje en su función icónica-serial. La cadena casarse-trabajar-tener hijos-jubilar-morir se contradice a la eterna disposición aventurera, que es, en el fondo, escapar de casa. Volver a casa es el fin, de la aventura, del relato. Esa era la lección que aprendió el joven Indy de River Phoenix y que la serie televisiva tímidamente desarrollaba. El hogar no es exótico, el hogar pertenece, en principio, a otros géneros (el melodrama y el terror principalmente). Jones es la historia, es el afuera. La gracia de Marion era que podía estar afuera también. Esa fue la lección que la cuarta película no pudo dar y que la quinta reconvirtió en el personaje de Phoebe Waller-Bridge. Por supuesto que en parte porque las mujeres en el cine de acción (estoy generalizando) cumplen la misma función que los héroes masculinos, algo que dice más sobre nuestros tiempos que sobre la historia de las formas, porque eso sería contestar la forma predominante de este tipo de cine de acción.

Si algo afecta a la cuarta entrega, El reino de la calavera de cristal, es el decorado digitalizado, que rompía el ejercicio de puesta en escena. Se notaba demasiado que era animado, falso. Lo falso puede ser la historia, los momentos inverosímiles pero que por su fuerza exigen la creencia del “da lo mismo”. Si lo que se muestra se ve mal, deja de fascinar a los ojos. El otro elemento era el descuido narrativo de los personajes. No estaban bien guionizados los momentos en que se forjara el lazo entre padre e hijo, entre hombre y mujer (o, para el caso, padre y madre). Para alguien que entiende tan bien los conflictos de familia como Spielberg, aunque sea de manera superflua como en esta película, queda como su muestra más deslavada. Pudo ser más impersonal El templo de la perdición, pero es un ejercicio perfecto.

La nueva película parece entender el sentido de historia que hay en la serie. Es un ejercicio que utiliza la estructura de remake bajo el tono de homenaje. La repetición del esquema solo tiene el añadido del paso del tiempo, los chistes sobre la edad del protagonista. Es casi un sarcófago de lujo para Harrison Ford. Eso lo hace sin la grandilocuencia ni la truculencia de la tercera trilogía de Star Wars. Basta poner las notas al pie y dejar que la acción siga. Una lección de La última cruzada. Por eso basta como gesto final colgar el sombrero. No hay ambigüedad, por el contrario, esto siempre fue el reino de las certezas. El bueno siempre se salva, los nazis siempre son lo peor, hay que combatirlos a combo limpio. 

Una última lección. El cine ha cambiado con sus espectadores. Cuando niño fui testigo de ese momento cúlmine de River Phoenix entrando despavorido a su casa con el tesoro robado a los ladrones, esperando la recepción paterna, pero no estaba presente su imagen, solo su voz. Da la espalda y manda para afuera, da órdenes. La pantalla era la libertad de vivir cualquier cosa, por más inverosímil que fuera. Parecía no tener más orden que su propia voluntad narrativa. La ilusión era monolítica, como una montaña, como el logo de Paramount. Ese fue el cine que miró la mayoría de las infancias, cinéfilas o no. Hoy no estoy tan seguro de esa formación cinematográfica. En los ochenta el cine competía con la televisión. Hoy casi no compite, el cine como arte popular está sumergido en las redes de información. Es un banco de de datos más, aunque su imaginario sigue siendo dominante. Reescritura, plusvalía, monumento y nostalgia.

En resumidas cuentas, no dije mucho sobre Indiana Jones y el dial del destino. No hay mucho que decir, más bien hay que dedicarse a disfrutar. Aunque Jones ha estado al comienzo de parte importante del entretenimiento multimedial de los últimos 40 años —en cierto aspecto rivaliza con Star Wars, o más bien es su complemento— que se piense el presente estreno como punto final implica hablar del tiempo, de lo que fue y deja ya de ser. De la muerte. De la memoria. De la historia del cine. Lo que quiero dejar claro es que esta serie belongs in a museum, al museo imaginario del cine. Su sección es la de “Formas del cine como imagen-movimiento”.

 

 

Título original: Indiana Jones and the Dial of Destiny. Dirección: James Mangold. Guion: Jez Butterworth, John-Henry Butterworth, James Mangold. Fotografía: Phedon Papamichael. Música: John Williams. Reparto: Harrison Ford, Phoebe Waller-Bridge, Mads Mikkelsen, Toby Jones, Ethann Isidore, Boyd Holbrook, John Rhys-Davies, Antonio Banderas, Karen Allen. País: Estados Unidos. Año: 2023. Duración: 154 min.