El sacrificio del ciervo sagrado: Elegante misantropía
El plano de apertura de El sacrificio del ciervo sagrado bien podría pensarse como una provocación de parte de Lanthimos contra quienes han calificado a su cine de cínico y quirúrgico. En un lento zoom-out se nos muestra en detalle una sangrienta cirugía a corazón abierto acompañada por música de Schubert. Quienes estén familiarizados con la obra del griego no serán ajenos ante este solemne y provocador contraste de elementos opuestos.
No sería especialmente aventurado apuntar la posible influencia del austríaco Michael Haneke en este tipo de escenas. Se trata a esta altura de rasgos estéticos reconocibles en cierto cine contemporáneo europeo: el uso del plano fijo, la música clásica y la irrupción de la violencia son algunos de los elementos que ya se han vuelto recurrentes en algunos autores enfocados en retratar la putrefacción de los valores burgueses. Dentro de esta tendencia Lanthimos bien podría ser quien ha llevado este tratamiento a su término más extremo. Las últimas obras del griego se reconocen por presentar extraños ambientes en que los problemas de comunicación interpersonales se transforman directamente en degeneraciones del habla, y donde la amoralidad burguesa se traduce en una progresiva y violenta autodestrucción. Su última obra no solo está lejos de ser una excepción de aquel estilo forjado desde Canino (2009), sino que representa prácticamente un resumen de los tópicos que el director ha tratado en sus últimos filmes.
El sacrificio del ciervo sagrado nos introduce a Steven (Colin Farell), un cirujano de éxito que posee una relación distante, e inusual, con su esposa Anna (Nicole Kidman), y sus dos hijos. Paralelo a su vida familiar, Steven mantiene una misteriosa y más afectiva relación con Martin (Barry Keoghan), un adolescente con el que posee un trato semi-paternal. La relación de Steven con el demandante Martin se mantiene en secreto hasta que este pide conocer a la familia del cirujano. Una vez que el adolescente entra en contacto con estos, la inquietante fijación de Martin con Steven y los integrantes de su familia comienza a volverse más evidente y peligrosa.
Al igual que Haneke en Funny Games (1997), Lanthimos hace uso del esquema de Teorema (Pier Paolo Pasolini, 1968) para diseccionar los valores de la burguesía. La inserción de un ente extraño que desarma los esquemas de una familia “constituida” sirve como estrategia para realizar un desajuste que revele la fachada de los miembros de la alta sociedad. La diferencia en este caso reside en cómo los signos de desintegración familiar se hacen presentes desde antes de la irrupción de Martin en el orden familiar. Al igual que en Langosta (2015) el uso de la interpretación desdramatizada es llevado al extremo, e incluso se incluye una escena que muestra cómo el deseo sexual entre Steven y Anna solo puede ser consumado una vez que ella pretende estar muerta. Estas poco sutiles metáforas de incomunicación social establecen un extrañamiento que hace pensar que Lanthimos no salió completamente del enrarecido ambiente distópico de su película anterior. Los guiños al uso tecnológico en los personajes más pequeños incluso hacen recordar a los comportamientos de la serie británica Black Mirror (Charlie Brooker, 2011-). Si esta falencia comunicacional se presenta de esta manera tan extrema desde antes de la irrupción de Martin, ¿cuál es el nuevo comportamiento que provoca su aparición?
El misterio previo que supone la indeterminación de la relación entre Steven y Martin permite que Lanthimos juguetee por momentos con elementos del thriller y el terror sicológico durante la primera media hora. Una vez que se resuelve este misterio y quedan explícitas las intenciones del misterioso Martin, la película deriva hacia un menos interesante formato de venganza. Esta evolución recuerda nuevamente a algunas estrategias empleadas en Funny Games, especialmente considerando que estéticamente se trata de la obra más hanekianas de Lanthimos, pero el griego prescinde del gesto auto-irónico de aquella película. Si la irrupción de la fuerza externa en Funny Games permitía diseccionar los valores de una familia, en la película de Lanthimos parece más bien la invocación de una fuerza de castigo puro para una familia que se encuentra podrida desde el comienzo de la obra. En los momentos en que empieza a aparecer la violencia de manera más explícita uno empieza a preguntarse por el objetivo de este mecanismo que oscila sin claridad entre la crítica de clase, la reformulación de la tragedia griega y la alegoría social.
Cualquiera sea la respuesta, el resultado de la última obra de Lanthimos se debilita por la propia auto-importancia que el director le entrega a cada una de sus escenas. La densidad narrativa de su relato se subraya a cada segundo a través de los ángulos inusuales de cámara, la irrupción inadecuada de la música clásica, el grotesco diseño sonoro que pone el sonido de unas mandíbulas masticando en primer plano y el exageradamente desdramatizado estilo de “recitado” actoral. Todos estos elementos se conjugan para aumentar el desprecio contra unos personajes que en realidad poco se alejan de la actitud que el propio Lanthimos sostiene para realizar su retrato. Cuanto más absurdo y violento es el nivel que alcanza la autodestrucción de la familia de Steven, menos convincente y profunda se vuelve la reflexión del director griego.
Nota comentarista: 4/10
Título original: The Killing of a Sacred Deer. Dirección: Yorgos Lanthimos. Guión: Yorgos Lanthimos, Efthymis Filippou. Fotografía: Thimios Bakatakis. Montaje: Yorgos Mavropsaridis. Reparto: Colin Farrell, Nicole Kidman, Barry Keoghan, Raffey Cassidy, Sunny Suljic, Alicia Silverstone. País: Estados Unidos. Año: 2017. Duración: 121 min.