El hilo fantasma (1) : Mapa del calor
Hay cierta constancia difusa en la carrera de Paul Thomas Anderson. Si nos ubicáramos en el contexto de sus primeros filmes, especialmente Hard Eight (1996) y Boogie Nights (1997), sería imposible prever el estilo en que terminarían decantando sus películas. Visto en retrospectiva, el camino no solo se hace entendible, sino que evidente: cada película parece llevar una marca autoral en agua, visible pero nada molesta, que no entorpece la experiencia del espectador ni obstaculiza la propia narración de la historia, pero a la que se vuelve cada vez que algo en la película nos recuerde o apunte su mano. El hilo fantasma confirma el camino, el viraje que quizá comenzara con Punch-Drunk Love (2002), al mismo tiempo que apunta hacia nuevas vías posibles.
Reynolds Jeremiah Woodcock (Daniel Day-Lewis) es un obsesivo modisto londinense de los años '50. Conoce a Alma (Vicky Krieps), a quien pronto lleva a vivir consigo a su mansión y lugar de trabajo, donde también vive con su hermana, Cyril (Lesley Manville), mano derecha de su hermano, pero además figura omnipresente y pilar en la vida de Reynolds, tanto vocera como comandante del imperio Woodcock.
En el triángulo que forman Alma, Reynolds y Cyril, siempre hay una punta sorda, ausente. Las tres presencias, cada una a su manera, tienen su fuerza particular, entretejidas hacia el centro de la relación tríadica: Woodcock; o la actividad y obsesión de Woodcock, sus vestidos, rituales y supersticiones. La triada lo es en cuanto los tres están dispuestos a reclamar su lugar. Si uno desenfocara la vista puesta en la película vería el borroso que es la fuerza que emiten los tres personajes, como en un mapa de calor muy activo, a veces batallándose entre sí, otras aliándose. Esta es, por seguro, el gran gesto distintivo de El hilo fantasma en relación al resto de la filmografía andersoniana. Más que en cualquiera de sus películas anteriores, aquí dinamiza las relaciones según la posición que ocupan en distintos puntos de la historia, especialmente la pareja de Reynolds y Alma en el espacio doméstico y cotidiano. Si en There Will Be Blood (Petróleo sangriento, 2007) las relaciones de poder tenían por orden la ambición y el alcance público, aquí esta lucha se da entre cuatro paredes, en silencio, donde la ambición es reemplazada por las obsesiones, los esquemas, los anhelos más íntimos. Lo que termina por solidificarse es la convivencia de esas obsesiones, resolviéndose en un pacto (muy a un paso de lo perverso) por la armonía entre los lugares de poder -armonía oscilante y ciclotímica- de la que Alma y Reynolds se hacen cargo a su propia manera, reconociendo mutuamente la oscuridad que reside en ambos.
La primera gran secuencia de la película es la primera cita entre Reynolds y Alma, que comienza como un romance recatado y cae lento hacia una escena en que el romance se difumina hacia la obsesión de su trabajo, todo atravesado, además, por la fascinación e incomodidad que siente Alma, a mismos niveles, por Woodcock. Alma es un personaje complejo, como la gran mayoría en la película (aunque probablemente sea la verdadera protagonista de la historia), pero especialmente inaccesible en comparación al resto. De todas las texturas posibles en un filme en el que vestidos y telas son parte del paisaje, quizá la más característica sea el tono de su voz al responder «Yes» a prácticamente todo lo que Woodcock le ofrece, cuestión que se repetirá en varias ocasiones y que irá adquiriendo un sentido propio, desviado del original. Krieps hace que sea su voz la que destaque entre tejidos y colores, donde además la fotografía tiene tanto de pintura en muchos de sus pasajes. Es casi una pista, un juego en el que se revierte -sin cambiar el tono, su textura- la idea de un «Yes» que bordea lo sumiso, hacia uno con fuerza propia en forma y fondo.
En cambio, un lado negativo surge cuando estas mismas tensiones parecen innecesarias, aunque se justifican en el temperamento de Reynolds. Ahí hay otra cuestión que parece sobrar: la extrema psicologización del personaje de Day-Lewis. Anderson asocia sus obsesiones, y especialmente sus recaídas hacia la ternura durante sus períodos febriles, al trauma de la pérdida de su madre (¿era necesario el fantasma alucinado de la madre?), cuando lo realmente importante ocurre en el presente. De todas formas, todo tiene su lugar en la urdimbre de El hilo fantasma, alejada con consciencia del lugar común, el cliché y la predictibilidad. Incluso esos rasgos en principio sobrantes adquieren sentido eventualmente.
Más que intentar desarrollar ideas, que siempre las hay, Anderson desarrolla personajes, y crea estos monstruos complejos que son Reynolds y Alma, tal como lo hizo alguna vez con Daniel Plainview, Barry Egan, Freddy Quell, entre otros. Al final, quizá no quiera decir más que eso, que el humano es complejo, pero como eso es lo mismo que decir nada, no solo lo enuncia sino que lo demuestra, en contextos diversos, sin explicaciones ni teorías: con preguntas y más preguntas. No las intentará responder, pero sí buscará el destape y la armonía en esas preguntas, como si fuera suficiente con que sus personajes caigan en la cuenta de que hay lugares oscuros e inaccesibles en ellos mismos para llegar a algún tipo de resolución climática. Lo importante, en todo caso, no es la resolución, sino el camino, la pauta narrativa, los altos y bajos. La mano de Anderson no manipula, no maneja títeres, más bien los pinta y los deja inanimados, como si con eso bastara (y le sobra, al final) para darles vida. Más que el entramado narrativo, lo que queda es la enredada vitalidad de Reynolds y Alma -y Cyril y el resto hacia atrás en su filmografía-; sus películas avanzan y alcanzan clímax según el estado emocional de sus personajes, lo que en Magnolia (1999), por ejemplo, hace de superficie y estética.
El hilo fantasma no escapa de esto, aunque aquí el psicologismo y los giros narrativos estén especialmente bien tejidos entre ellos. Lo siguiente es clave: las escenas no se suceden como consecuencia una de la otra, sino como marcas y momentos en la vida de Reynolds y Alma juntos. Entre cada una de las escenas parece haber un mundo entero al que se nos ha negado asomarnos, y donde hay tanto o más que lo que Anderson ha decidido mostrarnos. En esos espacios ocultos e intemporales hay otra película en la que ambos personajes se desenvuelven con mayor o menor drama, y que existe, en su ausencia, como esqueleto del filme.
La música de Jonny Greenwood merece consideración aparte. Aunque, en vez de un párrafo o un ensayo apartado, habría que ubicarlo desde el comienzo de cualquier texto en referencia a Paul Thomas Anderson, hacerlo aparecer en cada párrafo, enhebrar su nombre a lo largo de todo el texto, y quizá terminar con su apellido justo antes del punto final, convertirlo en una presencia total, tal como el director hace con su música para armar la narración en sus películas. Greenwood como el gran hilo-columna desde There Will Be Blood en adelante. Cuesta imaginarse la mitad más reciente de la obra de Anderson sin la música del guitarrista de Radiohead, como si dependiera de él para terminar de trenzar sus filmes. No es difícil pensar que el viraje de Paul Thomas Anderson a, digamos, este tipo de narrativas, tenga algo de la influencia del compositor.
Hay tanto de novedad como de lugar conocido -en el mejor de los sentidos- en El hilo fantasma. Distinta a todas sus anteriores películas, quizá encuentre a un hermano mayor en The Master (2012) o en There Will Be Blood, aunque con cierta distancia, lo suficientemente lejos como para evitar comparaciones injustas. La anécdota será que, de creerle, Daniel Day-Lewis habría actuado en su última película. Si es cierto, es un cierre excelente. Day-Lewis y Anderson (¡y Greenwood!) se merecen entre ellos.
Nota comentarista: 9/10
Título original: Phantom Thread. Dirección: Paul Thomas Anderson. Guión: Paul Thomas Anderson. Fotografía: Paul Thomas Anderson. Música: Jonny Greenwood. Montaje Dylan Tichenor. Reparto: Daniel Day-Lewis, Vicky Krieps, Lesley Manville, Harriet Sansom Harris. Pais: Estados Unidos. Año: 2017. Duración: 130 min.