El cuarto azul (Mathieu Amalric, 2014)
Todo comienza fuera de campo. La cámara como una fantasmagoría se presenta a tientas, sin ser advertida, desplazándose en puntillas, deteniéndose a ratos, dándole información y nombre al presente, dándole forma de paredes, perlas y ventanas a una profusión de gemidos intangibles. Es el preludio de El cuarto azul de Mathieu Amalric. Un espacio vasto, en donde caben la sonoridad de una pieza musical ambiental y melodramática, al más puro estilo del Almodóvar más atmosférico que conocemos, la luz desvestida en la paleta azul de alguna provincia francesa durante el otoño, y la geografía aún no descubierta de dos amantes famélicos y devorados a las vez.
La primera muestra de talento de Amalric es aquella habilidad que pocos tienen de reinventar aquel espacio vasto que es la praxis fílmica, para hacer de ella una retícula, dividirla en pequeños microcosmos que luego serán reordenados según la ontología de este intrincado sistema llamado cine. Será siempre así durante el resto del film, cuando aquellos amantes, que ya advertimos por algunos retazos de guión son amantes furtivos, respectivamente casados, se vean desfigurados por los imperativos de la investigación policial en la que ambos se ven envueltos.
Es que El cuarto azul es, como dirán algunos, esencialmente un thriller. Sin embargo un ruido extraño, aquella cámara que atraviesa el espacio como una fantasmagoría, una obsesión por detenerse en la periferia de las cosas, hace que el thriller no parezca ser más que ese MacGuffin hitchcockiano que soporta sobre sus espaldas sólo el anodino afán de haber desatado culpas que lo exceden. Hay en el film de Amalric una serie de operaciones que exceden los límites del género, una búsqueda orientada a satisfacer una visualidad nueva, emparentada con aquel lugar centrípeto de la imagen, en donde todo lo que la compone se aúna en su centro para potenciarla, resignificarla, devolverle su estatuto. Hablaría de la historia, de esta relación híbrido de amor y de odio que surge entre Julien y Esther y que devendrá también híbrido, en victoria y tragedia en partes iguales. Hablaría de un supuesto crimen, de una serie de pistas que van configurándose en un raccord que logra a ratos ser narrativo y otras veces policial, pero lo haría si intuyera que la voluntad de Amalric es la de contar una historia, la de concluir, la de fabular. Pero cuando especulo acerca de este vasto espacio fílmico, diseccionado y reordenado luego bajo una voluntad más plástica que literaria, lo hago para buscar y encontrar, de ser posible, todos aquellos espacios donde la historia cede, para dar lugar al cine; al cine entendido como progenie de la pintura, de la fotografía, al cine, en diálogo abierto con la luz, con el encuadre, con las formas bajo los dominios de algo puramente fenoménico que la esculpe. A lo largo del film veremos una serie de flashbacks, fragmentos de un encuentro amoroso donde es el mismo cuerpo que como materia desmembrada, se muestra inerme en el plano. Aquí la protagonista es la luz, es ella quien cuaja la materia y la bautiza manos, piel, sangre, la que abrillanta el sudor, la que enaltece la palidez o hace explotar la carne en el azul de una tormenta. La misma luz que modeló las formas del impresionismo hacia finales del siglo XIX, es la que ahora a través de la luz reivindica una mirada autoral frente a la naturaleza del amor y de los cuerpos. De esa forma el fragmento como flashback, no solo aparece como la representación narrativa de un recuerdo, como la representación de una veracidad histórica, si no como una forma de instalarse frente a un momento, cuya identidad está dada por los códigos con los que cuenta quien la mira, instalado en ese presente ineludible. Así como Theo Angelopoulos a través de sus viajes mentales elabora nuevos métodos de “recordar” en el cine, Amalric explora las formas en que el presente reelabora la memoria, de la misma manera como lo hace la luz con las formas que recrea: “la vida es diferente cuando la vives que cuando la cuentas después”, dice Julien al juez que lo interroga. Y es diferente también, a veces incluso irreconocible, cuando se la recuerda.
El cuarto azul no es, ni mucho menos, una película revolucionaria. No tensiona los límites del lenguaje fílmico, pero es capaz, a ratos, de concesionar el género, utilizarlo como excusa para deformarlo, hacer pequeñas inserciones en el verosímil, observar a través de ellas, para subjetivar la realidad, cosa que sólo es posible tras dar ese primer paso: constatar la enorme cantidad de verosímiles disponibles, y la enorme cantidad de ellos que aún pueden crearse, justo allí, donde pensábamos que no crecería nada.
Nota comentarista 7/10. El cuarto azul (La chambre bleue) // Año: 2014 // País: Francia // Director: Mathieu Amalric // Duración: 76 mins.// Guión: Mathieu Amalric, Stéphanie Cléau (adaptación de novela homónima de Georges Simenon) // Fotografía: Christophe Beaucarne // Reparto: Mathieu Amalric, Léa Drucker, Laurent Poitrenaux, Stéphanie Cléau, Mona Jaffart.