Dolor y gloria (1): ¿Qué sabes tú de la autoficción?
Antonio Banderas es un director de cine llamado Salvador Mallo. Recibe una llamada de la filmoteca madrileña porque quieren restaurar una vieja película suya llamada “Sabor”. Allí el protagonista fue un actor llamado Alberto Crespo, el que luego no fue a su estreno ya que se peleó con Mallo. Después de 32 años el director quiere que se presente esta película junto a su actor principal, con quien no habla desde ese entonces. Así comienza narrativamente Dolor y gloria, la historia del presente y pasado de un director de cine español famoso que actualmente vive deprimido y estancado creativamente.
Pedro Almodóvar pareciera presentarnos la película más sincera de su filmografía. Si el director retratado en la película es él mismo poco importa, el relato se vale por sí mismo y no necesita justificaciones desde el exterior. Allí es justamente donde una posible biografía se diferencia de la autoficción, mientras la primera necesita validarse a partir de la veracidad o plausibilidad de sus objetos y fuentes, la segunda explora libremente en la fantasía, la exageración y el sueño: no le debe nada a nadie. Dolor y gloria se sostiene en mecanismos muchísimos más atractivos que una simple autobiografía, algo que ha sido obviado por la recepción periodística, asidua al titular efectista.
Lo magistral de la película se ve reflejado en los distintos procedimientos formales que ocupa Almodóvar. El empleo de voz en off para los flashbacks y que afianza la sensación de pasado, el uso de animación para explicar en el inicio cuáles son las dolencias físicas del personaje pero también las razones de su estado depresivo. El juego con la puesta en escena teatral en el monólogo de Alberto Crespo también es una proeza en sí misma.
Pasado y presente se entrelazan constantemente a partir de distintos objetos: la música del piano, un dibujo, una foto, una caja. Los objetos son depósitos del recuerdo y escamotean al presente de pasado. Dichas elipsis, al apoyarse en los objetos cotidianos, evaden la torpeza de intertítulos, capítulos, cortes o cualquier tipo de procedimiento extrafílmico. Almodóvar mantiene así al relato imbuido de sí mismo, logrando un equilibrio perfecto entre pasado y presente cuyo verdadero peso -y genio- se revela en el final, en una simple transición de zoom, procedimiento tan utilizado en el cine sin intención expresiva alguna, que aquí pasa a ser la gloria misma del director dentro y fuera de la película.
Los elementos que contiene el encuadre -el color, los objetos y cuadros- siempre han tenido un lugar privilegiado en la plástica Almodóvar, basada en el destello cromático y el exceso. La innovación es que esta vez elige centrarse en el desajuste, en la antítesis de su entorno y Salvador Mallo, quien mantiene una expresión facial mínima, coqueteando con la parálisis. La casa de Mallo pareciera su extensión, la imagen de sí mismo plasmada en todas partes, dice incluso “en esta casa me he gastado todo el dinero que he ganado con las películas”. Constantemente existe una correspondencia entre la vestimenta de Banderas y su entorno, pero siempre es su expresión la que se encarga de poner en cuestión dicha coherencia aparente. De esta forma la puesta en escena supera extensamente lo decorativo, como si Salvador Mallo se sintiese preso de su propia estética, incómodo por no hacerle justicia. La manera en que las elipsis cambian las relaciones entre la casa, la ropa y el rostro es otro botón de muestra de que Almodóvar está encima de todo, en control absoluto.
En Dolor y gloria no hay un discurso prefabricado, no presenciamos una fábula de superación y autoayuda propia de Pilar Sordo. Salvador Mallo es el sujeto más consciente de su dolor, sus fuentes, significancias y consecuencias. Dolor del presente, de la adicción, la soledad, la columna, la vejez, la depresión, la muerte de la madre. El estancamiento creativo, la parálisis expresiva encarnada en un cuerpo muchas veces al filo de la catatonia. El rostro de Banderas, preso del encierro, rigidizado, paulatinamente se suelta y torna expresivo. Incuba el dolor y en un principio lo niega para después derechamente evadirlo con heroína, sabiendo que en algún momento va a pasar. Presenciamos el dolor de un hombre que ya aprendió a sufrir, que entiende que aquello forma parte de toda vida, aguardando ese cúmulo de voluntad que demora pero siempre llega.
Almodóvar provoca también, como siempre, pero de una manera sutil que le permite evadir posibles lecturas moralistas. Concatena las secuencias de consumo de heroína con los recuerdos de infancia más significativos. En ningún caso está haciendo una apología del consumo, pero evita a toda costa una posible demonización. Deja toda la responsabilidad de eso en el personaje, quien está completamente al tanto del efecto de la droga en sus estados psicosomáticos. El consumo comienza por la necesidad de evasión y termina cuando aparece un viejo amor -Federico- que le mueve el piso, que le hace sentir algo distinto al placer propio de los medicamentos opiáceos y la heroína. Allí comienza la gloria, seguida tan cerca del dolor, que incluso pareciera que los espacios entre las palabras Dolor y Gloria no le hacen justicia a su verdadera proximidad. Lo dice mejor el mismo Almodóvar en una columna que hizo en El País: “La auténtica droga de la película es el cine, no la heroína, la verdadera dependencia de Salvador es la de seguir haciendo películas”.
En algún momento Salvador Mallo le dice a Alberto Crespo, actor con el que trabajó en “Sabor”, que los mejores actores no son los que lloran por todo cuando quieren, sino los que saben aguantar mejor las lágrimas. La recomendación viene de cerca, la manera en que Banderas aguanta las lágrimas toda la película es hermosa, superando sus buenísimos papeles en otras de Almodóvar como Átame (1989) o La ley del deseo (1987). Su actuar es realmente conmovedor, pero no es la única performance que destaca: Leonardo Sbaraglia, Asier Etxeandia, Julieta Serrano y Penélope Cruz también aportan muchísimo al relato con sus breves apariciones.
Hay algunos aspectos que dan para hablar mucho más: la parodia a la conferencia virtual de Godard en Cannes, las conexiones literarias que se esbozan a partir de las lecturas de Salvador Mallo, la exploración del deseo como eje de la vida creativa, la curiosidad infantil, las referencias cinéfilas -desde Robert Taylor a Lucrecia Martel-, la relación edípica del creador, la cantidad de cuadros y esculturas distintas que dialogan con el personaje y un largo etc. Dolor y gloria merece ser vista más de una vez.
Cerca del final hay una escena en la que Salvador Mallo habla con su madre, próxima a morir en el hospital. Ella le cuenta que a sus vecinas del pueblo no les gusta la manera en que las retrata en sus películas, pues piensan que se les ríen en la cara, y de paso señala algo negativo sobre la autoficción. El hijo responde “Mamá, ¿qué sabes tú de la autoficción?”. No hay necesidad de hacerle esta pregunta a Almodóvar, después de ver las casi dos horas de Dolor y gloria, lo sabe todo.
Nota comentarista: 9/10
Título original: Dolor y gloria. Dirección: Pedro Almodóvar. Guion: Pedro Almodóvar. Fotografía: José Luis Alcaine. Música: Alberto Iglesias. Reparto: Antonio Banderas, Asier Etxeandia, Penélope Cruz, Leonardo Sbaraglia, Julieta Serrano, Nora Navas, Asier Flores, César Vicente, Raúl Arévalo, Neus Alborch, Cecilia Roth, Pedro Casablanc, Susi Sánchez, Eva Martín, Julián López, Rosalía, Francisca Horcajo. País: España. Año: 2019. Duración: 108 min.