David Lynch, The Art Life: Retrato del artista cachorro
Hace unos pocos años, luego de Inland Empire (2006), David Lynch anunciaba que ya no haría más películas en favor de una cruzada por la meditación, a la vez que su labor artística se concentraría mayormente en la pintura y la música. Su filmografía se cerraba entonces a un corpus de 10 largometrajes, mientras tanto su trabajo del año 2001 Mulholland Drive aparecía canonizado como unos de los mejores filmes del siglo XXI. Circundando su retorno televisivo, 25 años después, con la tercera temporada de Twin Peaks, dos documentales vieron la luz resaltando su figura creadora. Uno es Blue Velvet Revisited (Peter Braatz, 2016), registro de la producción del ya clásico y fundamental filme de 1986, y el otro es el que revisamos aquí, David Lynch: The Art Life, recorrido de talante autobiográfico en voz del propio director sobre sus años de formación, en un arco que va desde su infancia, pasando por el desarrollo de su vocación artística, hasta su entrada al cine luego del estreno de Eraserhead (1976). Llegando a los 70 años el autor deja atrás la timidez referente a su obra (previos son un par de documentales para televisión y el libro Lynch por Lynch, editado por Chris Rodley) dando paso a la administración retórica de su legado. ¿La sombra de la muerte que se aproxima?
Documental indispensable para cualquier fan y estudioso de Lynch, el visionado de David Lynch: The Art Life deja en claro la consistencia de su producción artística al mismo tiempo que establece sus fuentes vitales (basadas en aspectos biográficos), sus rupturas, crisis e inflexiones conformando un devenir en base a mutaciones y experimentación que van de la mano con motivos fuertes y obsesiones temáticas y sensoriales. Lo que hace esta película es, en definitiva, un recorte temporal, una narración -si se quiere usar ese término- que al enfocarse en sus años formativos deja en evidencia todo un sistema lyncheano que, apoyado en la mirada retrospectiva, no vincula la producción artística propiamente tal -esto es, la pintura- con la realización cinematográfica -que el documental deja prácticamente fuera-, y sin embargo el paralelo entre ambas se hace presente. De ahí que postulemos la idea de "sistema".
El documental dispone de la casa de Lynch y su presencia performativa, ya sea hablando a cámara (como entrevista a la que eliminaron la parte de las preguntas), dirigiéndose desde un micrófono radial antiguo, usando su voz off mientras trabaja en distintas obras, rebuscando entre diversos objetos y pinturas, solo o en compañía de su hija menor (a la que está dedicado el filme), haciendo música, o simplemente fumando y sentado en un sofá. En medio imágenes en 8mm de la familia del director, fotografías y tomas de algunas obras -enteras o en detalle- aparecen de forma regular. Lynch va relatando cronológicamente su vida mientras reflexiona sobre tal o cual recuerdo, o sobre la vida y el arte en general y su propia obra en particular. Se le nota observador, curioso, inquieto, reflexivo, serio y divertido; todo por separado o simultáneamente en lo que parece un apacible retiro de lo mundano a la vez que ocupado en su quehacer creativo. Se trata de lo que define como “the art life”, siguiendo el título de The Art Spirit, libro del pintor Robert Henri que marcó su formación como joven artista. Si no estuviera la cámara parecería que el director de Wild at Heart se mantendría para sí, especulando en silencio, solo compartiendo y dialogando con su pequeña hija Lula.
Vinculado con lo sensible y la experiencia artística desde niño, Lynch recuerda en los primeros momentos de la película que se bañaba en un agujero que sus padres cavaron en el patio de su casa, sintiendo la mezcla de barro y agua, y cómo su madre lo dejaba dibujar y pintar sin recurrir a los típicos álbumes infantiles para colorear, con la excusa de no coartar su creatividad espontánea. Esos primeros años son rememorados por Lynch como seguros, felices, de mucha libertad, junto a sus hermanos y con constantes cambios de ciudad debido al trabajo paterno. Pequeños pueblos de la América profunda, como los que aparecen en algunos de sus filmes, en los que poco a poco se va descubriendo un trasfondo bizarro y esperpéntico (como la vez en que ante él y un hermano se les apareció de la nada algo semejante a una visión: ¡una mujer enajenada, sangrando y desnuda!). Años después, por medio de un amigo, llega a conocer a un pintor y encuentra su vocación: las artes plásticas. En su adolescencia empieza a escaparse de su casa, hace extrañas amistades y cuesta no reconocerlo como un antecedente para el personaje que interpretará Kyle MacLachlan en Blue Velvet, Jeffrey Beaumont.
Decidido por estudiar arte se va a Boston, luego tiene un fallido intento, junto a su amigo Jack Fisk, de viajar por Europa, partiendo por Austria para conocer a Oskar Kokoschka, uno de sus héroes, que dura apenas dos semanas. Termina por irse a Philadelphia, gran ciudad que lo aprisiona y lo vuelve algo ermitaño, y que le dejará una impresión que lo afianzará en su búsqueda y experiencia artística, a la vez que amorosa, dejando claro que la vía académica y profesional no es lo suyo. De todas formas su paso por la ciudad es importante ya que lo nutrirá de experiencias que luego decantaran en sus obras.
La configuración del relato en su voz y la narración de clave formativa, marcada por diversos hitos biográficos y experienciales, en tanto acaba con un momento clave, su confirmación como director de cine, tiene como moraleja el dictamen que el propio Lynch hace al comienzo del documental acerca de la preponderancia del pasado como fuerza promotora del devenir temporal de una vida, aplicada a la suya y a su desempeño artístico. Lynch parece no haber dejado de ser un viejo chico (o continúa siendo un niño grande) que utiliza el asombro, la sensibilidad y la reflexión, sumadas a la meditación zen, para volver una y otra vez a recrear, representar, remontar obsesiones que parecen fijadas en la niñez, adolescencia y juventud. ¿Qué subyace a todo esto? Hay todo un complejo Sistema-Lynch que el documental nos permite avizorar, el que está relacionado con su consecuente búsqueda por encontrar una idea y darle forma sensible. Pero eso no quiere decir que se remita a la ilustración de un concepto para sus pinturas o la reproducción de una anécdota para sus películas, lo que implica es, ni más ni menos, una idea tan simple -aparentemente-, como enjundiosa: a la caracterización del artista y el arte se les puede concebir en tanto resultan ser la adaptación secular de motivos religiosos: creador y creación.
Habiendo visto el documental a la luz de los 18 nuevos episodios de Twin Peaks no me dejó de resonar la idea de transposición de un medio a otro, de la pintura al cine, aunque también de otros, como el diseño de muebles y la música, que redunda en la categorización de Lynch como artista, en una suma totalizante de “autor”, “artesano”, “pintor”, “director”. Pareciera que ninguna expresión le es ajena en tanto la noción de “genio” no enmascara la condición experimental con que se aboca a cada realización. Entiéndase por experimental no la definición avant garde (aunque sin duda la comparte hasta cierto punto) que plantea la fusión arte y vida, ni la que se relaciona con el academicismo del profesional del arte. Dado el reconocimiento global hacia Lynch en la esfera del arte y el comercio (galerías y museos), la industria y los festivales de cine, puede imponerse a esas categorías lo mismo que las incorpora sin encadenarse a ellas.
Aquí entramos en el rasgo de la autonomía del arte respecto a la vida y el axioma moral que de ahí se desprende. Formado en la academia pero renunciado a ella, como deja claro el documental, es que pudo dedicarse a la investigación formal bajo un personalismo resistente a los corsés de la teoría, la formación profesional y el mercado del arte que luego negoció con la industria del cine hasta doblarle la mano. En Lynch hay una autarquía que busca asentarse a su modo en ambos sitiales para usarlos como plataformas de exhibición de su trabajo. Asume su identidad en términos de esteta y para quien vea sus películas queda clara su impronta de pintor, a la vez que al contemplar sus pinturas se hace evidente la relación que tienen con la imagen en movimiento. Tomando en cuenta distintas materialidades para un mismo fin estético se puede apreciar que la experimentación formalista acepta grados de separación cuando se avoca a la producción en uno u otro medio. Así se puede vislumbrar como su primera obra pictórica fue desarrollándose hasta concretarse en esculturas animadas (Six Figures Getting Sick) bajo la ausencia del sonido, y de ahí pasar al cine (imagen-movimiento + sonido) con sus primeros cortometrajes. La caracterización vanguardista de esos cortos, de herencia surrealista y duchampiana, posteriormente se extendió al trabajo casi solipsista, si bien comunitario dado que es cine, de Eraserhead, suerte de corto extendido, narrativo aunque profundamente anclado en las nociones espaciales del marco cinematográfico (en desmedro de la temporalidad). La producción de ese filme duró cinco años y es reconocido en el documental que a la locación principal se la trató más como un taller que como un set propiamente tal.
Al fin llegamos al axioma que más arriba anunciaba, si bien por parte de Lynch hay un favoritismo por la estética, en su obra no se deja de significar el alcance moral que articula su imaginario simbólico; sus pinturas espesas y texturadas con todo tipo de materiales, nobles o de desechos, muchas veces acompañados por una línea de texto, configuran representaciones de lo siniestro. Por más surreal, fragmentario, opaco o inconsciente sean, son las apariencias, el mundo sensible, lo que rige la verdad formal. Por debajo o yuxtapuesto al mundo diurno y normal se encuentran los sueños, las pesadillas, la anormalidad. Todas ellas forman en conjunto la realidad. El mundo nunca es unívoco, es siempre, al menos, dual o complejo, interpenetrado. De ahí la necesidad de reconfigurarlo en un sentido moral.
Ese camino desemboca en la entrada al cine comercial y al Olimpo de los autores sin deberle a la vertiente neorrealista o documental del cine, localizado en un pequeño plano donde todo puede pasar. Territorio que va, como cuando describe en el documental su barrio de infancia, entre el local de abarrotes y las casas de sus vecinos, un domicilio privado y a la vez universalista, no meramente fantástico, vanguardista y extravagante, deudor de tantas historias, mítico junto con folclórico, como el que conocimos por TV como Twin Peaks o el que reconocemos como fábrica de sueños, sea Hollywood (Mulholland Drive) o un falso remake (la película dentro de la película en Inland Empire) cuya versión “original” se hizo en Polonia. El artista, finalmente, conquista el mundo.
Nota comentarista: 7/10
Título original: David Lynch: The Art Life. Dirección: Jon Nguyen, Rick Barnes, Olivia Neergaard-Holm. Fotografía: Jason S. Edición: Olivia Neergaard-Holm. Música: Jonatan Bengta. País: Estados Unidos. Año: 2016. Duración: 88 min.