The Amusement Park: Perdido y encontrado
Este Romero autor, que subvierte el encargo al llevarlo más allá de la buena conciencia, y que sin embargo pierde su obra al quedarse sin estreno porque no es dueño del material, reaparece como la figura que ganó renombre con su trayectoria. En este campo abonado por la posteridad, la película rinde frutos alegóricos como en cualquier otro de sus trabajos, aunque acá todo sea más conciso, imposible más evidente. Junto con ser una fábula sobre la tercera edad y una especie de pieza didáctica sobre la postura de la sociedad respecto a los ancianos, es una pesadilla que dibuja el vértigo de la modernidad setentera que va camino de estrellarse con el final de las ilusiones contraculturales.
Mientras esperamos que trabajos inconclusos o apartados de cualquier escrutinio público sean puestos en circulación en este mundo -pandémico o no- de imparable intercambio de imágenes, hay tentempiés que se agradecen y nos permiten sobrevivir con una pierna en el pasado y otra en el presente, ajenos a esa espera de un futuro medido sin afán de posteridad sino únicamente volcado a la inhumana estadística y memoria de consumo volátil. Así, mientras nos mantenemos en la eternizada cuarentena, y esperamos que se logre financiamiento para una versión completa y restaurada de El realismo socialista de Raúl Ruiz o por fin venza el plazo para poder acceder de alguna forma al material entero de The day the clown cried de Jerry Lewis, resulta que los detentores del legado de George A. Romero, incluida su viuda, han estrenado vía streaming The amusement park (El parque de diversiones), producción para televisión que le fue solicitada en 1973.
Si bien ya se había exhibido desde hace un par de años antes en festivales, esta versión restaurada en 4K presenta aquel film comisionado por la Sociedad Luterana de Pittsburgh que, luego de ver el resultado, al ser dueña del material, optó por esconderlo bajo siete llaves. El objetivo del encargo era que funcionara como llamado de atención al cuidado y respeto por la tercera edad, pero la película, de algo menos de una hora, le pareció tan escandalosa y contradictoria con los fines previstos a los promotores de tal iniciativa publicitaria, en principio caritativa y concientizadora, que el asunto se archivó. Ese mismo año Romero estrenó The Crazies -variante de su filmes de zombies y su postura antimilitarista (un poblado se enfrenta a la ataque de conciudadanos convertidos en bestias rabiosas y violentas debido a la viralización de un experimento que maneja a escondidas el ejército)- y al parecer no dio pelea por la exhibición de esa otra, pequeña, película.
Con dos fracasos a cuestas, estrenados el año anterior Season of the witch y There's always vanilla (un par de dramas, con un ojo puesto en algo de crítica social y perspectiva femenina), además sin haber logrado capitalizar el posible negocio de La noche de los muertos vivientes (1968) por motivos de falta de inscripción del título, a Romero se le abriría una brecha de casi cinco años antes de poder volver a la realización, en un regreso con dos títulos que saltan el cerco de su género y pelean -a mi juicio- entre lo mejor de la historia del cine: la famosa y definitoria El amanecer de los muertos y la prestigiosa pero soterrada Martin, ambas de 1978. Sin abandonar del todo el reducto de la independencia, continuando en labores de edición y guion, y con diversos compañeros de ruta importantes (Stephen King, Dario Argento, entre otros), Romero volvería una y otra vez al género, ampliando su saga zombie en medio de otros títulos del terror, en un mundo que cada vez más le iba dando la razón. Como dijo un amigo: Romero pone el espejo, y la sociedad reflejada es horrenda y peligrosa; los espectadores nos miramos y no hay nada para salvar.
Entrando en materia, The amusement park, vista a la luz de las obras completas de Romero, es decir, como el volumen que faltaba, atrae a los fans como moscas con el añadido de la edad (casi 50 años) y la leyenda (la obra oculta). Por fortuna, el hallazgo no desentona y revela los rasgos autorales con familiaridad. La alegoría social, el ataque a las instituciones sociales, la violencia, la pretensión contracultural, la imposibilidad de una escapatoria en un mundo que se cae a pedazos, están presentes; como también varios rasgos estilísticos, como el manejo "documental" del registro visualy sonoro, el montaje abrupto, la historia acotada y simple, con espacios y personajes bien delimitados. Todos componentes que de tan directos se transmutan en el comentario ampliado de lo particular a lo general, del cuento a la sociedad, que arman la mirada de Romero.
Como adelantamos, acá el énfasis es sobre la vejez. El protagonista es un anciano que va de paseo a un parque de diversiones y queda de inmediato en evidencia la separación y diferenciación entre adultos mayores y el resto de la sociedad, ya sean niños, jóvenes o adultos. Sobre esa brecha discriminatoria se van sucediendo episodios, relativos a los distintos espacios que componen el parque -los juegos, los espacios de dispersión y descanso- que van manifestándose de maneras diversas como segregadores, a medida que se van aplicando más variables: a la edad se le puede sumar, raza, género, clase social, habilidades sociales. Pese a que la película sigue a un anciano, no es el único que enfrenta la discriminación, en segundo plano otros ancianos que se pasean en el parque también sufren maltratos. Pero algo más ocurre y por ahí corre el carril más perturbador de la película, mientras se van sucediendo los eventos dentro de la imagen surge una rarificación que irá en aumento. Al principio el protagonista -y con él, el espectador- parece el único o al menos el primero en notarlo, ya que la mayoría de las acciones vejatorias y violentas contra los ancianos resultan desagradables no solo por lo degradantes que son en sí mismas, sino que además suceden abiertamente, con impunidad, ya que el resto de los individuos que circulan por el parque, es decir, los que no son viejos, son indiferentes, ninguno se detiene a ayudar e incluso, si alguien nota a un anciano en problemas será para aprovecharse o culparlo de algo que no hizo.
Este pequeño universo cerrado que resulta el parque de diversiones captado cámara en mano y mediado por un montaje agresivo, slasher, que salta de un lado a otro mientras sigue al protagonista va dejando notar de a poco situaciones extrañas que van de lo bizarro a lo macabro. La muerte en la película se hace literal en un sentido casi bergmaniano y la violencia, sin ser gore o explícita, se hace intolerable porque aparece dispuesta en esa extrañeza. Ya sea para la mirada incrédula al principio y después suplicante del personaje, es el espectador el que se ve implicado en última instancia ante las imágenes. Bastaba revolver un poco el gallinero para que este espacio de diversión familiar se convierta en el infierno de algunos. Pero demos un paso atrás y miremos de nuevo el lugar.
Al inicio de la ficción hay un anciano sufriendo, tiene vendas en la cabeza por alguna herida y está despeinado. Está sentado en una habitación completamente blanca y va vestido de blanco. Se abre la puerta y entra otro anciano, también vestido de blanco, pero se le ve entero, jovial. Ambos usan ese tipo de trajes del Coronel Sanders de Kentucky Fried Chicken. El que recién ingresó intenta hablar con el otro pero finalmente solo recibe una desesperada advertencia de que no salga al parque, no le gustará, no hay nada que ver o hacer allí. Sin tomarlo en consideración, el hombre sale por la puerta por donde ingresó pero al cruzar el umbral ya está en el parque. De ese limbo, sala de espera, se pasa sin solución de continuidad a ese lugar de la ficción siniestra ya descrita. Es como si hubiésemos sido testigos de una introducción tipo La dimensión desconocida o visitado una habitación liminar, como las de Kubrick pero con bastante menos presupuesto. La verdadera advertencia entonces es programática, sugestiva: lo que viene a continuación es perturbador. Pese a su gusto por los juegos de masacre, Romero, en cuanto demiurgo, como Rod Serling, tiene en estima a su espectador y no busca manipularlo bajo excusas mentirosas, aquí la falsedad es verdadera: "esto es una ilusión".
Esa ilusión terrible, terrorífica, se da bajo otro manto si vamos aún más atrás. La película tiene un prólogo: en este será el mismo protagonista, pero como actor -y no como personaje-, el que se presente a sí mismo y hable a cámara comentando quién es, qué hace ahí, de qué va lo que vamos a ver. En otras palabras, define el horizonte de la película: no es un simple espectáculo de distracción televisiva, sino una moraleja que busca crear conciencia sobre el respeto y cuidado por los ancianos, no abandonarlos, tenerlos en consideración, hacerlos parte, efectivamente, de la sociedad que los aparta e invisibiliza. Si bien resulta moralizante, machacón y paternalista a nuestros ojos del siglo XXI, se puede tomar por otro lado. Al menos así, algo distraídamente, me impuse este prólogo como más reporteril que "documental", como parodia del cliché televisivo y biempensante. Me asaltó en la memoria los falsos documentales de Peter Watkins, suponiendo que Romero había construido esa introducción ya como ficción, simulando el discurso moralizante de los conductores de la tv, que al estar corporeizado por el mismo actor de la ficción, hacía de efecto distanciador (de todas formas, algo de eso hay, como se puede inferir de lo que vengo escribiendo). Todo me cuadraba desde el principio: este señor es tanto el actor protagonista como el Santiago Pavlovic y el Rod Serling de la película; Romero delega en él -en cuanto guía- la fuerza de su ficción, de este encargo presbiteriano.
Este Romero autor, que subvierte el encargo al llevarlo más allá de la buena conciencia, y que sin embargo pierde su obra al quedarse sin estreno porque no es dueño del material, reaparece como la figura que ganó renombre con su trayectoria. En este campo abonado por la posteridad, la película rinde frutos alegóricos como en cualquier otro de sus trabajos, aunque acá todo sea más conciso, imposible más evidente. Junto con ser una fábula sobre la tercera edad y una especie de pieza didáctica sobre la postura de la sociedad respecto a los ancianos, es una pesadilla que dibuja el vértigo de la modernidad setentera que va camino de estrellarse con el final de las ilusiones contraculturales. Es justamente lo que está al medio de sus dos primeras películas de zombies y su desvío con The Crazies, anticipa el mundo familiar quebrado, solitario, incomunicado de Martin (film que rescata en su casting al actor anciano), que puede entenderse como espejo inverso, juvenil y drogadicto. En ese tiempo, poco antes de la mitad de la década, Nixon habría de dimitir en escándalo, Estados Unidos empezaba a salir de la guerra contra Vietnam, se venían crisis económicas, se aplastaba a las fuerzas revolucionarias y quedaba al interior de la sociedad estadounidense esa "mayoría silenciosa" abocada al consumo y a los temores suburbanos. Todo apunta al conservadurismo de la clase media y la despolitización de la juventud.
Los ancianos nunca fueron parte de la confrontación dualista gobierno-reformismo (o poder contra subversión) porque solo contaban solo como votos seguros para un bando o como parte del enemigo reaccionario para el otro. En terminos generales, la vejez nunca ha sido un tema explorado con abundancia por el cine, menos en una época -los sesentas y setentas- donde se impuso lo joven, juventud que al crecer será desplazada por la adolescencia de fines de los setenta, la de los primeros blockbusters, y la de mall ochentera (tipo Fast Times at Ridgemont High, Amy Heckerling, 1982). Curiosamente, a fines de los setenta ocurre esa oleada de películas de catástrofe (capitaneada por el productor Irwin Allen), películas corales y de apelación transversal, donde elencos reciclados del cine clásico hollywoodense dieron algunas de sus últimas entregas, junto a rostros juveniles o televisivos, una serie de filmes que más de un sentido le deben al trabajo de Romero, aunque sin su descarga crítica.
Pareciera que Romero estuviera trabajando dentro de una intuición de alguien como Baudrillard cuando describe el paisaje simulacral de Estados Unidos. Ese escenario es el trasfondo espacio-temporal plastificado de The amusement park, donde motoqueros golpean ancianos o la amenaza de la supresión libidinal juvenil los escoge como chivo expiatorio. Solo los que tienen dinero se pueden dar algún lujo, queda más que claro en un momento. Este señor de blanco, este hombre blanco heterosexual anglosajón, pero de la tercera edad, ve como el sistema se le vuelve encima. Sin revolución a la vista, algo que no importa, ya que tampoco lo considera (ser viejo es ser parte de la reacción), es testigo en carne propia de la gran estafa del american dream. Su imagen se duplica y repite dentro de la película como un Sísifo de teatro del absurdo, a la vez que su sombra sale del film para ir a contagiar a otras esferas del audiovisual y, más allá, en una realidad que ya se sospecha como gran puesta en escena del poder abstracto: temas que el cine estadounidense toca en esa época con El amanecer de los muertos (del propio Romero), The Parallax View (Alan J. Pakula, 1974), Nashville (Robert Altman, 1975), Network (Sidney Lumet, 1976) o La invasión de los ursurpadores de cuerpos (Philip Kaufman, 1978). Eso sí, si lo pensamos un poco, junto con todo eso, Romero hace que miremos furtivamente a otros que ni siquiera les da para comensales de la tierra de las oportunidades, a los marginales de la edad que llevan aún más marcas que el señor de esta fábula. Pero la imagen llega hasta ahí, hay terrores que son inimaginables y la ficción bien hace entonces en irse a negro. El purgatorio no es para todos.
Título original: The Amusement Park. Dirección: George A. Romero. Guion: Wally Cook. Fotografía: S. William Hinzman. Montaje: George A. Romero. Reparto: Lincoln Maazel, Harry Albacker, Phyllis Casterwiler, Pete Chovan, Marion Cook, Sally Erwin, Michael Gornick, Jack Gottlob, Halem Joseph, Bob Koppler, Sarah Kurtz, Aleen Palmer, Georgia Palmer, Arthur Schwerin, Bill Siebart, Gabriel Verbick. País: Estados Unidos. Año: 1973/2019. Duración: 54 min.