1976 (2): Investigación de una mujer
En una lectura pesimista, lejos de una salvación por haber tomado conciencia, ese es el horizonte (social, ideológico) crepuscular que mira al personaje de Carmen. Los barrotes de esta mujer son aquellos quienes supuestamente más la quieren, los que suponen a una igual dentro del teatro familiar. Esa es la amargura del plano final, feliz cumpleaños a ti que sabes que debajo de tu piel no eres la misma, ya eres otra.
Sabemos que no es así en los números, pero 1976 vendría a darle razón a los que dicen que el cine chileno siempre habla de la dictadura. No hay fastidio en mi aseveración, es más bien interrogarme: ¿podría el cine chileno dejar de hablar de eso? Ad portas de la conmemoración de 50 años del golpe de estado y con un portazo al reemplazo de la constitución de la dictadura cívico-militar, parece que la memoria y la acción son insuficientes para el cambio de la sociedad. Al trabajo amnésico al que estamos asistiendo estos días cuya finalidad es la minimización de la revuelta de octubre de 2019, constitutivo de la “intermedialidad” que evapora la vida cotidiana contemporánea en general -el medio ambiente tecnologizado donde la imagen precede a la realidad, donde lo performativo es la forma del “deber ser” para desplazarse en la realidad-, a ese olvido hay que oponer otras imágenes, las que siempre han estado -esas monumentales y memoriales (la Moneda bombardeada, la represión)-, y unas nuevas: varias vienen de la televisión y el cine, por ejemplo, las de esta película.
No voy a detenerme en aspectos biográficos que inspiraron a Manuela Martelli para concebir la película, en cambio voy a darle una mirada cinéfila tal vez algo despistada de otros hallazgos posibles de visionar en ella. Martelli tiene conciencia de hacer una película tanto con referentes históricos como con los de parte de la historia del cine. Los primeros son los menos: la época, ciertas alusiones a la situación del país, imágenes de archivo que se ven en tv, lectura de noticias de los diarios (y una en particular, que hablaremos después); los otros tienden a ser marcas del cine moderno que la crítica y la teoría han enumerado de Bazin y Rivette a Deleuze y Bordwell.
Llama la atención que 1976 parece que se desprende de anteriores ficciones chilenas sobre la dictadura; que viene a la siga de algunos trabajos de Andrés Wood y Pablo Larraín. El inicio de la película es decidor sobre este punto. Sobre una imagen turística sacada de un libro de arquitectura de una ciudad italiana el personaje de Aline Küppenheim (Carmen) quiere obtener un color para pintar una pared de su casa de veraneo. Ese específico color pastel entre rosa y naranja, llamémoslo “ocaso veneciano”, dice relación con una postura pasiva y estetizante de la protagonista. Como tantos personajes femeninos de la historia del cine antes de ella, su horizonte vital está estructurado en un orden que se identifica con la belleza, la pacificación de los instintos, la mantención del status quo. Carmen aspira a la idealización de un cliché social (el aspiracional “ser como los europeos”), que es también el punto de caída del personaje, quietud que ve su imposibilidad apenas gotea la pintura, se mancha el aspecto impecable, y que poco a poco irá corriendo el tupido velo de la clase social que propició y se benefició con la dictadura. Por tratarse de una actriz que ya fue la encarnación del fascismo o la intolerancia clasista en una de las imágenes más memorables de Machuca (2004), la directora Manuela Martelli y su guionista Alejandra Moffat, no tienen que partir con representar esa intolerancia en su rostro. Maticemos con que tiene personajes que van por el otro extremo del arco político, pero ese rostro exaltado quedó bien guardado en mi memoria. Este podría ser el mismo personaje tres o cuatro años después del filme de Wood, más bien es uno similar, no idéntico
El trabajo atmosférico de la imagen opera de forma paralela en cuanto busca oponer esa búsqueda de orden y belleza antes nombrada -que bien puede ser un simple deseo de “siútica”, si lo vemos con otros ojos- a la fealdad o tonalidad, densa grisácea que se cuela en el cotidiano de 1976, labor en fotografía de Soledad Rodríguez que viene a rescatar algo de la visualidad de Tony Manero (2008) y Post mortem (2010) de Larraín y su director de foto Sergio Armstrong. Esa luz setentera, opaca, que atañe a los años de plomo como al sombrío ánimo de toque de queda legal y existencial, aparte del cine también remite a la fotografía epocal, hay un tinte “fotográfico” similar al relieve que entre la concentración de luz y el desgaste temporal que encontramos en ciertos segmentos o figuras cuando tomamos una vieja foto analógica. Hay momentos en que Carmen se sobre dibuja en la imagen, muchas veces en exteriores, su cariz resulta con mayor volumen y luminosidad que el resto del encuadre, gana una suerte de tridimensionalidad que llama la atención sobre sí misma, dado que genera una sensación de latencia que sobrepasa la bidimensional de la imagen en movimiento. La dramaturgia pictórica, por llamarla de alguna manera, de la película se hace más evidente que la narrativa. La demora en las situaciones, los encuadres y reencuadres, las salidas de personajes, los espacios fuera de campo mientras se mantiene la voz en el espacio, junto con la ya mencionada iluminación, son recursos que se van manteniendo, refinando hasta el punto de establecer el lazo epocal completo: sí, es una película de época. Si bien hay una apuesta por coquetear con el género thriller político junto con el melodrama, está, además, la intención de hacer cine cómo se podía hacer en 1976, con los recursos del cine moderno.
Junto a las pistas propias del cine chileno que ya indicamos, el casting, la apropiación de atmósferas de películas anteriores, surge otro diálogo, relativo al orden del retrato de una clase social, que Martelli establece con Marcela Said, una directora que ha retratado a mujeres de la misma clase social que Carmen y que mantiene en perspectiva un presente atravesado por ecos patentes de la dictadura. En películas de Said, como Los perros (2017), el pasado histórico problemático surge rondando las habitaciones, locaciones y relaciones de unas protagonistas que tienen problemas para mantener la compostura o mantenerse en personaje como demanda su rol cultural y de clase asignado. En este sentido, la referencia más evidente de 1976 sucede cuando Carmen literalmente vomita producto de las estupideces que dice el personaje de su amiga, interpretada por Antonia Zegers. El discurso clasista, aporofóbico -e insoportablemente ridículo- se ciñe casi idéntico al de las cuicas pinochetistas del documental I love Pinochet (2001).
A partir de ese momento está claro que tendría que venir un salto a lo grotesco, al esperpento, pero la película sabe guardarse hasta el diálogo final, en que los rostros se deforman, no por ceguera ideológica, sino por angustia. La propuesta de Martelli viene, entonces, a descubrir su manierismo, como si partiera en los primeros minutos pintando un retrato de “mujer cuica casada” en forma clásica; después, entrando la medianía del relato, adopta una moderna y, por último, pasa a exhibir el gesto, a demostrar que está cargado, que el gesto está hecho con rabia, con dolor. Finalmente, tiene que haber una deformación al remarcar el dibujo. Me puedo imaginar que el personaje de Martelli en Machuca u otras de las adolescentes que interpretó al comienzo de su carrera como actriz de cine, toman control de la ficción, como dobles invisibles de la directora adulta.
Pero más allá de una directora imaginaria, lo llamativo de 1976 proviene de la forma en que somete al juego del género policial con economía austera y le basta unos encuadres, iluminación y saber disponer a los personajes para transmitir la amenaza y la susceptibilidad. De un principio la película deja claro que hay bordes desdibujados, que va entrar y salir por zonas liminares, a veces dejando fuera de foco elementos periféricos del encuadre, con solo el centro en foco, otra haciendo foco en un personaje, sobre todo como recurso para el diálogo plano/contraplano y establecer una jerarquía, concreta y simbólica: la superioridad neurótica de la patrona frente a la servil y amante empleada; la soterrada relación lacerante con el marido y los afectos contradictorios con sus hijos. Esos bordes a veces se van acercando, y plantean un acecho, que es la vigilancia de la trama criminal paranoica (la mujer da servicios médicos a un joven herido en la clandestinidad política y se da cuenta que alguien la sapea y su entorno se vuelve amenazante). A veces parece un poco una escena de sueño, como la del bosque y los nietos, otras la aparición donde no debe estar “una mujer de su clase”, como es la escena del bar. Se da una errancia y un desvarío, un ir y venir motorizado muchas veces, pero sin dejar de andar a pie en otras, cuyo punto cúlmine extrañamente no se da hacia el final, sino más bien mediando la película, de una manera anticlimática.
Por la ladera por la que se baja a la playa aparecen la mujer y sus nietos. La cámara se mueve tanto para dejar pasar a los personajes como para reencuadrar con zoom lo que está abajo y al fondo, justo al lado de donde golpea el oleaje. Los personajes desaparecen y nos podemos enfocar en esa otra escena distante. La mujer es consciente de que ha visto algo que los niños no deberían ver y por eso escapa con ellos. La representación es una alusión al hallazgo de la detenida desaparecida Marta Ugarte, cuyo cadáver devuelto del mar, fue encubierto en la mentira de los medios de prensa, que la hicieron pasar por víctima de un femicidio (“crimen pasional” según la jerga de la época). Esa fake news es confirmada por la película más adelante, por su seguimiento en radio y diario, lo que echa un inquietante sospecha sobre la protagonista: ¿podría ella llegar a ser víctima de agentes de la dictadura?
Afortunadamente la película no sigue un derrotero que habría necesitado de otras estrategias para una historia así. Basta con que sume a la amenaza que se cierne sobre la mujer, en este caso la más verídica, menos abstracta que la “dictadura en general”. Si bien el caso de ayuda a gente en la clandestinidad ya sea de civiles o de miembros y parte de la institucionalidad de la iglesia católica es indesmentible, el que no se ancle a un caso particular, como el de Marta Ugarte, sirve para los propósitos de la película, cuyo objeto siempre es Carmen. Después de todo es sobre esta mujer, esta esposa, madre, abuela, de clase alta, lo que trata 1976. No se trata de comparar la triste situación de una mujer prisionera de su clase y el rol familiar inescapable que cumple, cuyo drama será paradojalmente la toma de conciencia, con la de una víctima de violencia de estado, que es una tragedia personal, familiar y, en última instancia, nacional, propia de los derechos humanos, que es algo, para colmo de males, irreparable. Carmen va en dirección opuesta a la que propone el estudio de enajenación que termina por empantanar la psiquis y moral de la protagonista de La mujer sin cabeza (Lucrecia Martel, 2008).
Aquí saltamos de liga y llegamos al final del camino con este paralelo entre 1976 y del cine chileno contemporáneo pasamos a la historia del cine. A casi un siglo de distancia, Carmen le hace guiño a esa madre fundacional del cine moderno que fue Ingrid Bergman en Europa’51. El gesto fundador de Rossellini en esa película fue mitificar y desmitificar a la mujer burguesa. ¿Loca, santa? ¿Se redime de su pecado de clase o se condena por su obstinación? Lo cierto es que su aparente libertad era la inconsciencia, le permitía ejercer su posición de poder (y de sujeción patriarcal y económica) cumpliendo su rol de ángel del hogar con sofisticación. Cuando el velo ideológico, de clase y de moral que recubre a la mujer cae, aparece su versión institucionalizada: si su rol no puede ser reconvenido en la caridad hipócrita, entonces no le queda otra que ser una de las tantas mujeres de clausura. En una lectura pesimista, lejos de una salvación por haber tomado conciencia, ese es el horizonte (social, ideológico) crepuscular que mira al personaje de Carmen. Los barrotes de esta mujer son aquellos quienes supuestamente más la quieren, los que suponen a una igual dentro del teatro familiar. Esa es la amargura del plano final, feliz cumpleaños a ti que sabes que debajo de tu piel no eres la misma, ya eres otra.
Título original: 1976. Dirección: Manuela Martelli. Guion: Manuela Martelli, Alejandra Moffat. Fotografía: Yarará Rodríguez. Montaje: Camila Mercadal. Reparto: Aline Küppenheim, Nicolás Sepúlveda, Hugo Medina, Alejandro Goic, Carmen Gloria Martínez, Antonia Zegers, Francisco Ossa. Año: 2022. Duración: 95 min.