Solanas: Huérfanos a contrapelo
Las imágenes de Solanas nos remiten a un pasado y presente incómodo de asumir, acaso desde el lugar de quien no teme enunciar, mostrar y demostrar, otorgando prioridad al análisis de los conflictos sociales, la retórica elocuente del proyecto y la búsqueda de “dar voz” al pueblo que padece de los excesos de injusticia. Con un celoso juicio partidario, pero cuidando no dejar de lado la universalidad del proyecto social que defiende, el cine del último Solanas gana urgencia y posición política, ahí donde el cine contemporáneo ha desechado por completo esa necesidad de inteligibilidad que aparece en la más alta “hora de los hornos”.
Hace pocos días fallecía en Francia el cineasta Fernando Solanas, fruto del nefasto virus que nos asola. La noticia pegó fuerte, por tratarse de un pilar fundamental en la historia del cine latinoamericano, pero también porque a sus 84 años “Pino” se encontraba en pleno ejercicio creativo y político, dejando atrás casi una década de senador y otros tantos años como diputado (desde la década del noventa). Para varios amigos argentinos, de talante progresista, era una figura incómoda por las diversas y contradictorias alianzas desarrolladas en su carrera política, así como su crítica sin rodeos al kirchnerismo. Todo ello se combinaba con una clara postura de intervención y contingencia, de toma de la palabra y acción comunicativa, de las cuales el cine parecía ser una extensión más.
Sobre su cine se ha derrochado mucha tinta y pixel, no quiero aquí repetir el rol que tuvo La hora de los hornos (1968) y el trabajo desarrollado junto a Octavio Getino y Gerardo Vallejo en el grupo Cine Liberación entre fines de la década del sesenta y setenta para la historia del cine latinoamericano y global, acuñando la categoría de “Tercer cine”. Así tampoco, volver a revisar toda una extensa filmografía, incluida esa faceta autoral y alegórica que empieza con Los hijos de fierro (1975) y se extiende desde el exilio en El exilio de Gardel (1985) y Sur (1988), en una poética vernacular donde el tango tomaba el protagonismo de una imaginación popular y, a la vez, modernista.
Fruto de mis propias deudas y cierto pesar por su pérdida, sentí que era necesario escribir de su obra más tardía, que se inaugura con la crisis del 2001 en Argentina. Durante este trayecto Nicolás Prividera escribió una columna que me llamó la atención, desde la pregunta por la recepción crítica de la tradición y la necesidad de hacerse cargo de ello. Le sumo haber dedicado muchas críticas a las ideas de Solanas (dediqué una tesis a eso) e incluso una crónica de su visita el 2013, la que recuerdo como una insoportable arenga autorreferente. Nada de esto me sacaba la sensación de estupor. Germán Scelso, amigo documentalista cordobés, me decía por whatsapp que le pasaba algo similar, agregando: “es la edad”. ¿Cómo no reconocer su trabajo? ¿Y qué haremos hoy, nosotros, los huérfanos -a contrapelo- de Solanas? ¿Contra quién discutiremos? Una idea se afirmaba en mi mente, no se podía ser indiferente a su fallecimiento y, como sucede en estas ocasiones, era necesario pensar (una vez más) en cómo íbamos a situarnos frente a su obra quienes nos quedábamos del lado de los vivos. Silenciarse al respecto me parecía un acto conservador: es la incomodidad de su figura de lo que hay que hacerse cargo. No voy tan lejos como Prividera al situar el problema en lo que considera una despolitización de parte de lo que llama una “cinefilia retro-moderna”, pero sí me interesa plantear ese acto de transferencia para desactivar la idea patrimonializante de una obra que no es ni solamente argentina ni del pasado, pertenece de lleno a la memoria política del cine, una memoria que se actualiza de forma permanente.
Curiosamente se ha escrito poco de su “tercer período”, quizás por tratarse de un cine “sucio”, “directo” que puede confundirse -y esto lo ignoro- con sus actividades políticas. Lo cierto es que el ciclo que empieza con documentales como Memoria del saqueo (2004) o La dignidad de los nadies (2005) y culmina con Viaje a los pueblos fumigados (2018) se trata de un período en que el director alivianó sus procesos de producción para acercarse a los conflictos de un país en el marco de un ciclo de auge y crisis del neoliberalismo. Se trata de un ciclo de veinte años que Solanas supo retratar a la perfección, amoldando sus intereses a una pregunta urgente sobre modelos sustentables de producción, el consumo de energías y la necesidad de volver a pensar el país desde la infraestructura. Se transita en este grupo de filmes desde el primer estallido social del milenio latinoamericano -la crisis del 2001- para pasar por las “mareas rosadas” y llegar a una crítica actualizada al llamado “neo-extractivismo”. En todos ellos Solanas está presente, acercándose a lo que Nichols llama “modelo interactivo” de representación: el realizador se hace presente, interviniendo directamente con su cámara y punto de vista.
Los trazos de La hora de los hornos, a su vez, se encuentran por doquier en este grupo de documentales. Ahí están esos montajes fragmentarios de la multitud, los textos en pantalla interpelando al espectador e incluso ese didactismo cívico en el cual Solanas desplegaba una retórica explicativa de la historia, no sin un dejo de autoridad. Si cierro los ojos, mi memoria relaciona esos planos líricos con fondo industrial de Los hijos de Fierro, con imágenes de trenes en La próxima estación (2008), con reflexiones sobre el desarrollo en Argentina latente (2007), pero sobre todo con las masas obreras de El legado estratégico de Juan Perón (2016), sobre la que vuelvo más abajo. Destila aquí el proyecto inconcluso de la nación a la luz de la privatización neoliberal, particularmente, durante el menemismo. Nuevamente, cierro los ojos y veo las extensas secciones de Memoria del saqueo y La dignidad de los nadies dedicados al estallido de la multitud el 2001, la represión policial, los transeúntes devenidos manifestantes bajo el lema “que se vayan todos”. Asocio ello, de nuevo, a las masas que son transportadas en el servicio de trenes en La próxima estación que abarrotan día a día la ciudad, así como a las masas populares que rescata en El legado estratégico. El cine de Solanas monta, superpone y vincula el latir de las masas urbanas, interroga los motivos de su estallido social, buscando explicar las razones de su fervor. Su cine se posiciona del lado de la narración, y él mismo, tomando la posición de narrador.
En todos estos documentales Solanas hace uso de la edición-shock, que bien gustaría conducir a un cine-acto: no es que falten golpes bajos de emocionalidad, si no que esta emoción está dada por la frustración, la rabia y la tristeza frente a acontecimientos sociales concretos. Al comienzo de La guerra del fracking vemos tomas aéreas de bombas explotando en parajes interiores de Argentina; en Viaje a los pueblos fumigados los imponentes aviones disparando a mansalva pesticidas tóxicos para las poblaciones que rodean las plantaciones de soja. Aquello que nos impacta en imagen luego es explicado (como en La hora...). El fracking es un método extractivista de combustibles no-tradicionales que destruye el medio ambiente y vuelve tóxico todo el entorno, de forma irreversible. Acompañado de Maristella Svampa (destacada investigadora sobre el tema), busca ver cómo ha afectado a las poblaciones cercanas de sectores donde esta política se ha implementado, dando testimonio de diversos activistas, entre ellos una mujer mapuche luego fallecida fruto del deterioro tóxico de su cuerpo. En Viaje a los pueblos aborda una situación similar, poniendo en evidencia la indiferencia de las industrias agrícolas respecto a los efectos de químicos en poblaciones aledañas. Ambos filmes terminan con la necesidad urgente de repensar otros modelos de desarrollo energético y producción agrícola, pensando la sustentabilidad y la posibilidad de transformarse en un país -y continente- que tome la delantera al respecto.
El legado estratégico de Juan Perón se trata, sin duda, de una de sus películas más personales. Aquí -como Patricio Guzmán en La memoria obstinada (1997) y Allende (2004)- Solanas se pone de frente a su pasado político, para proyectar una memoria en presente (nuevamente, siempre como aquella “voz autorizada”, como señala Mariano Veliz en un bello artículo). Se trata de revisar a “su” Perón, para lo cual echa mano a varios elementos. Lo primero: su cercanía al general, y una serie de entrevistas que desarrolló junto a Getino durante su exilio en Madrid, de lo que se desglosa como el proyecto truncado de una película cuyo objetivo era preparar su retorno (sobre esto ver aquí). El documental se enuncia, a su vez, desde el “Museo histórico 17 de Octubre”, que está emplazado en la “quinta” donde vivían Eva y Perón, lugar en que Solanas se acompaña de un grupo de jóvenes que lo escuchan atento, mientras él les muestra las cintas de las conversaciones que tuvo con el general. Esta posición vertical, siguiendo a Mariano Véliz, se basa en una estructura vertical de traspaso de conocimiento, ahí donde emana una “fuente” de autoridad.
El filme no esconde su intención: defender el legado del peronismo, criticando tanto a sus desvíos como sus opositores. Sus palabras más duras van contra el menemismo, pero así también contra el kirchnerismo reciente, sin embargo, es en la fotografía interna del “desvío”, las “zonas grises” del peronismo donde Solanas logra mantener firme lo que llamará “la estrategia” de Perón. Centralmente, se tratará, para Solanas, de una “tercera vía” al desarrollo (equidistante del capitalismo como del comunismo), desde una perspectiva antiimperialista y de vocación social. Esta idea la desarrollará a lo largo del filme tomado de las palabras del general, situando históricamente las medidas de su mandato. Los “años obscuros” de la dictadura son retratados con crudeza, así también la llamada “masacre de Ezeiza”, que para Solanas va de la mano con la Operación Cóndor que se ciñe sobre el continente. ¿Fue el justicialismo un proyecto revolucionario? ¿Se puede pensar a Perón como un estratega similar a Lenin o Mao? Solanas no deja de contrastar lo que considera “su proyecto” -una Argentina socialista- con el de Perón: un proyecto de unidad nacional, de vocación solidaria (“el goce” del otro). Pero se trata, a su vez, de una unidad que se mueve serpenteante entre las diversas alianzas de sectores y grupos sociales con el objetivo de crear un frente popular. Con sumas y restas, Solanas no terminará de apostar por este proyecto en un texto muchas veces evocativo, donde instala a Perón como la gran figura política argentina del siglo XX.
Las imágenes de Solanas nos remiten a un pasado y presente incómodo de asumir, acaso desde el lugar de quien no teme enunciar, mostrar y demostrar, otorgando prioridad al análisis de los conflictos sociales, la retórica elocuente del proyecto y la búsqueda de “dar voz” al pueblo que padece de los excesos de injusticia. Con un celoso juicio partidario, pero cuidando no dejar de lado la universalidad del proyecto social que defiende, el cine del último Solanas gana urgencia y posición política, ahí donde el cine contemporáneo ha desechado por completo esa necesidad de inteligibilidad que aparece en la más alta “hora de los hornos”.
¿Qué hacemos, nosotros, que no queremos guardar silencio? La imagen de los escuchantes pasivos de su documental sobre Perón abre la veta de un disenso imposible en la “estructura sensible” de su discurso, la relación entre aquellos que saben, otros que no, los que debemos asumir su razonamiento y escuchar en silencio. Aquella típica “bajada de línea” que, así como abrió frentes, generó enemigos y debates ásperos en el período setentista. A la luz de los trayectos, Solanas se ganó el nombre de su época -y ahí está ese reader académico sobre La hora de los hornos salido hace pocos años que vuelve una vez más sobre este indiscutible cánon-, pero ya es también momento de releerla y discutir su legado a partir de sus sesgos, vacíos y exclusiones, explorando la posibilidad de estructurar nuevas relaciones sensibles entre las imágenes y la política.