Nobuhiko Ōbayashi (1938-2020): El maestro amateur
El tipo de experimentación aplicada por Ōbayashi lo posicionaba en un lugar intermedio que, excluyendo su primer período catalogado como “experimental”, hacía difícil incluirlo en una etiqueta. Casi todos sus rasgos visuales característicos tenían que ver con el uso acumulativo de novedades y excentricidades técnicas. Sin embargo, Ōbayashi iba y venía del terreno de la publicidad, por lo que hacía pocas distinciones entre el uso pop y el uso vanguardista de estos elementos. En vez de pensar el vínculo entre ambos lenguajes como una relación parasitaria donde la publicidad se alimenta de la vanguardia, como a menudo se plantea, el uso amateur que le daba a estos elementos demostraba cómo la urgencia por utilizar una novedad técnica podía dar resultados estéticos similares entre lenguajes disímiles.
En el 2018 formé parte del programa Young Film Critics del Festival de Cine de Rotterdam, un laboratorio de crítica de cine dirigido a jóvenes. Dentro de las actividades que el taller nos encomendaba, la principal consistía en participar de las discusiones del jurado FIPRESCI para otorgar un premio a alguna película de la competencia Bright Future, dedicada (casi) exclusivamente a películas de cineastas debutantes. La cantidad de películas a ver no era menor, por lo que el tiempo disponible para bucear por otros sectores de la programación del festival se volvía acotado. En mi caso, las exigencias del programa y mi mala organización del tiempo me permitieron asistir solo a dos de mis prioridades marcadas con antelación, ambas coincidentemente japonesas: Night is Short, Walk On Girl (2017) del animador Masaaki Yuasa y Hanagatami (2017) de Nobuhiko Ōbayashi.
La primera de estas cumplió, a grandes rasgos, con lo que se podía esperar de alguien como Yuasa. Night is Short era absurda, multiforme, un poco incoherente, y estaba animada con una libertad y desprolijidad que la separaban de cualquier estética que se pueda identificar en el anime mainstream. Hanagatami, en cambio, casi no guardaba paralelos con nada que haya visto antes. Si bien la desquiciada Hausu (1977), el clásico de culto del japonés, me había preparado para la mezcla excesiva de trucajes técnicos y diversos tipos de collage que aquí aparecían, la permanente sensación de presenciar una realidad alterada me descolocó durante las más de tres horas que duraba Hanagatami. Ōbayashi parecía asumir de frente la inestabilidad material que implica la imagen digital, modificando y creando a su gusto los colores, texturas y dimensiones de cada objeto y paisaje. Sus personajes, por otro lado, se mantenían “materialmente” estables, con sus cuerpos prácticamente flotando sobre cada espacio diseñado.
Según el programa, la película iba a ser introducida por el mismo Ōbayashi. Sin embargo, en vez de contar con la presencia física del director, en la sala se proyectó un breve video introductorio donde este excusaba su ausencia debido a motivos de salud. Ōbayashi nos contaba que se encontraba en una fase avanzada de un cáncer de pulmón y que le habían dado tres meses de vida mientras preparaba la película. Los tres meses, sin embargo, ya habían pasado y Ōbayashi estaba ahí, si bien no presencialmente, contándonos su hazaña con orgullo. El sentimiento agridulce de la presentación se extendió durante toda la película, haciendo más patente aún el peso de la mortalidad en una obra que tenía como tema la juventud arrebatada de quienes se encontraron de pronto con la Segunda Guerra Mundial.
A los jóvenes de ayer
Cuando comenté la película con mi amiga y colega del taller Paige Lim (quien se perdió parte de la premiación para poder ver la película), ambos coincidimos en un punto: la película de Ōbayashi poseía un espíritu juvenil más visible que el de cualquiera de las obras que habíamos visto en Bright Future. Entendíamos que el paralelo era injusto, se trataba de una comparación entre la película de un realizador veterano y una serie de filmes primerizos. Sin embargo, la película de Ōbayashi no sorprendía por su “maestría” o, peor aún, por “demostrar oficio”. La acumulación de efectos utilizados por el japonés se mantenía casi siempre en el límite del ridículo, combinando diferentes niveles de “éxito” en la veracidad de cada efecto. En el cine de Ōbayashi, incluso en un punto avanzado de su carrera, la curiosidad se posicionaba por encima de la experiencia, la fascinación por lo nuevo se volvía más importante que la experticia.
Si bien era difícil salir de esta fascinación técnica durante la primera hora, Hanagatami también se revelaba como una reflexión profunda, pesada y triste sobre una generación entera. Los personajes de la película pueden parecer extremadamente cándidos y unidimensionales, pero unidos a la falta de realismo de los espacios se entiende que estamos en el terreno de la fábula. En ningún momento Hanagatami intenta dar una imagen fidedigna de la guerra, sino más bien varios fragmentos imaginarios e idealizados de cada joven que aparece. El espacio virtual en que se desenvuelven es, finalmente, el terreno del cine, donde se mezclan los recuerdos y fantasmas sobre el canvas de la pantalla verde. En el fondo, aunque su irreverencia lo ocultara, la casa “maldita” de Hausu cumplía una función parecida. No sería descabellado decir que Ōbayashi compartía ciertos rasgos con Fassbinder en estas películas, funcionando como una especie de recordatorio molesto de lo que lo que el milagro económico, en este caso japonés, había ocultado. Detrás de toda esta fachada, los fantasmas no se habían ido. Si se empezaba a levantar la tierra se podía encontrar un cementerio.
Lo que en Hausu parecía delirio puro, era una forma de trasladar esta idea a otro territorio. El clásico de Ōbayashi, una película que en cierta forma ha eclipsado buena parte de su carrera, utilizaba el cliché de la casa embrujada para ajustarse a las exigencias de hacer una película de terror, al mismo tiempo que introducía la memoria de la guerra como una forma de embrujo. El exceso de ingenuidad de este grupo de chicas adolescentes funciona de nuevo como un reflejo de quienes vieron ese período truncado, por lo que aparecen siempre como un lamento idealizado y abstracto. Ōbayashi alguna vez comentó que La tumba de las luciérnagas (1988), el clásico de su amigo Isao Takahata, nunca fue la historia de un hermano tratando de salvar a su hermana de los horrores de la guerra, sino la historia de cómo el egoísmo de este la mataba. La inocencia de sus personajes bien podía ser el reverso de su nula inocencia respecto a las consecuencias de la guerra.
Laberintos de cine
El tipo de experimentación aplicada por Ōbayashi lo posicionaba en un lugar intermedio que, excluyendo su primer período catalogado como “experimental”, hacía difícil incluirlo en una etiqueta. Casi todos sus rasgos visuales característicos tenían que ver con el uso acumulativo de novedades y excentricidades técnicas. Sin embargo, Ōbayashi iba y venía del terreno de la publicidad, por lo que hacía pocas distinciones entre el uso pop y el uso vanguardista de estos elementos. En vez de pensar el vínculo entre ambos lenguajes como una relación parasitaria donde la publicidad se alimenta de la vanguardia, como a menudo se plantea, el uso amateur que le daba a estos elementos demostraba cómo la urgencia por utilizar una novedad técnica podía derivar en resultados estéticos similares entre lenguajes disímiles. El canibalismo pop de Ōbayashi ponía cada elemento en un mismo nivel, por lo que incluso sus películas masivas protagonizadas por idols adolescentes, como su adaptación de La chica que saltaba a través del tiempo (1983), mantienen el mismo nivel de delirio técnico que Hausu.
En esta última idea de combinatoria pop, la idea y el peso gravitante de Estados Unidos pasaban a ser otro elemento esencial de su imaginario. Si, como indicaba Serge Daney, decir “cine estadounidense” era una especie de redundancia, el espacio fantasioso de las películas de Ōbayashi siempre estaba contaminado por esta idea de cine que remite a las fantasías americanas. Si los cielos imposibles del japonés eran capaces de hacer que los de Douglas Sirk parecieran realistas, era justamente debido a que sus personajes imaginaban a través de la herencia del cine. Los tonos del Technicolor volvían con una intensidad inédita. Los nombres de las chicas de Hausu (Kung Fu, Fantasy, Melody, Sweet y Mac) eran otra muestra de esta imposibilidad de escapar del imaginario conformado por el país “enemigo”.
Por si el rodaje de Hanagatami no fuese suficiente hazaña, Ōbayashi fue capaz de terminar otra película que, como ocurre con algunas obras finales, pareciera resumir todos estos temas, al menos por lo que sugiere leer su sinopsis. Volviendo a Onimichi, su ciudad natal, Laberinto de cine (2019) trata sobre un grupo de jóvenes que recorren eventos de la historia japonesa a través del cine. Nuevamente el cine aparece como la fantasía ideal para perseguir el imposible de recrear las consecuencias de la bomba atómica. Las películas finales de Ōbayashi, siguiendo el hilo conductor de su primer largometraje, siguen intentando traer de vuelta a los jóvenes de ayer.
He visto solo cuatro de los más de cuarenta largometrajes producidos por Ōbayashi. Con su muerte, si tenemos suerte, quizás empiecen a aparecer más películas disponibles dentro de lo poco que se encuentre en la red. Hasta que eso ocurra, la importancia y particularidad de Ōbayashi serán todavía una tarea pendiente.