La Mirada de los Comunes. Lucrecia Martel: ¿Qué es una atmósfera?
Martel, a fin de mostrar cómo la producción de una atmósfera exige algo distinto de los y las espectadoras, exige su imaginación, su emancipación. ¿Emancipación de qué? De la tiranía del sentido, del significado, de la verdad y del juicio: sus filmes no son mejores que otros, no representan más o menos a los indios del corazón de América, no nos entregan de manera limpia el significado de nuestras existencias, como tampoco denuncian sin matices las opresiones del mundo contemporáneo. Lo que hacen las atmósferas es obligarnos a explorar, a leer un mapa que no está dibujado sino sobre el territorio: una atmósfera nos obliga a leer.
En la versión del año 2014 del Festival Internacional de Cine de Valdivia, Lucrecia Martel dictó una charla cuyo concepto central era el de phonurgia. La cineasta en suspenso, cuya filmografía se acercaba veloz a cumplir una década de inactividad, pretendía mostrar una idea simple, polémica y difícil de tragar: que el cine no se trata de imágenes. O, al menos, que puede no basarse en las imágenes, entendidas como el camino más fácil que nuestra cultura tiene para comunicarse (“nuestra cultura”, aclara, es la de europeos y latinoamericanos, pero también la de los chinos y los indios). Para evidenciar su punto —un punto muy lejano a la demostración científica clarifica con la precisión de una exploradora— realizó un experimento: a cada participante del encuentro le entregó un trozo de papel en el que debían dibujar “una mujer mirando un reloj” y, en el anverso, “una mujer escuchando un reloj”. El dibujo debía ser esquemático, es decir utilizando la menor cantidad de recursos, y de este dibujo —ese era el ejercicio— dependía la libertad de los asistentes: quiénes lo lograran con éxito podrían salir ilesos de una prisión imaginaria. Este simple ejercicio despertó la facultad imaginativa de las y los asistentes, de modo tal que elucubraron, junto a Martel, diversas teorías sobre la percepción, la iconografía, la cultura, la escritura y la lectura. Que todos los dibujos dispusieran a la mujer a la izquierda y el reloj a la derecha se debía a nuestra forma de leer, o bien a que la premisa misma ponía la mujer antes que el reloj; que la mujer estuviera sobre el reloj cuando miraba, pero bajo él cuando escuchaba, daba cuenta de la disposición activa del mirar y de la disposición pasiva del escuchar; que los relojes fueran analógicos daba cuenta de nuestras estructuras comunes de imaginación, quizá formateadas por un complejo de experiencias comunes que poco varían de una persona a otra. Sin embargo, lo que le interesaba a Martel era demostrar otra cosa: que nuestros modos de experimentar el mundo están normalizados, las experiencias y los gestos capturados por un modo unitario de sentir, de percibir, de mirar.
«El cine del final desprecia el presente», dice Martel para referirse al cine imperial de Hollywood, ese cine que bombardea los cines con sus películas idénticas unas a otras. El cine que busca contar un final, del cual las series son su mejor versión y Disney su gran campeón, no consigue comprender que lo que se comunica no es un mensaje, sino una experiencia. Tampoco se comunica una experiencia, en la medida en que podamos reproducir en otros lo que hemos vivido, sino que el cine produce una relación con sus espectadores y espectadoras: esa relación puede ser embrutecedora, en la medida en que le expliquemos de manera detallada cómo es que cada elemento tiene un rendimiento productivo en relación con el final, que es lo único relevante; pero también esa relación puede ser emancipadora, «política» dirá Martel, en la medida en que genera una atmósfera. El cine que reposa sobre un final bien contado comprende la narración como algo simplemente resumido en la trama: «En este tipo de cine no se puede separar la trama de otros elementos normativos que generan la atmósfera», dice Martel a fin de mostrar cómo el cine es algo más complejo que una serie de imágenes que producen ciertos efectos. Pero, ¿qué es una atmósfera?
En 2017, en el Centro Cultural La Moneda, en Santiago de Chile, Martel estrenaba su adaptación de Zama, aquel libro tan literario de Antonio di Benedetto del que muchos ya anticipaban su imposibilidad de ser traducido al lenguaje del cine. Y claro, pensaba Martel, no se trata de traducir la trama sino de producir una atmósfera. En esa visita, Martel portaba una cajita transparente en la metía un teléfono celular con su linterna encendida y decía: «¡Esto es el cine!». Rechazando las lecturas colonizadoras y simbolistas de su obra, Martel decía que su único esfuerzo consistía en producir una atmósfera. Por atmósfera se refería a un campo complejo de relaciones entre elementos que interactúan entre ellos de maneras que, a veces, no podemos comprender del todo. «Como el ruido que sentí de niña en Salta, un gran UUUUUUUHHHHHHHUUUUUUU, del que primero pensé que era el diablo, pero luego constaté que se trataba de Dios. Luego confirmé de nuevo que no era Dios, sino un calefón», dice Martel a fin de mostrar cómo la producción de una atmósfera exige algo distinto de los y las espectadoras: exige su imaginación, su emancipación. ¿Emancipación de qué? De la tiranía del sentido, del significado, de la verdad y del juicio: sus filmes no son mejores que otros, no representan más o menos a los indios del corazón de América, no nos entregan de manera limpia el significado de nuestras existencias, como tampoco denuncian sin matices las opresiones del mundo contemporáneo. Lo que hacen las atmósferas es obligarnos a explorar, a leer un mapa que no está dibujado sino sobre el territorio: una atmósfera nos obliga a leer.
«Mucho se ha dicho y escrito sobre la escritura, pero como cultura hemos pensado poco en la lectura», dice Martel. Porque leer es difícil cuando el texto que se lee no está escrito en nuestro idioma. El mundo no nos habla en nuestro idioma y eso es cansador, razón por la cual Hollywood se ahorra la tarea y hace que todo sea digerible sin mayores esfuerzos. Leer, para Martel, es la manera en que se explora una atmósfera. Por eso, en el corazón de su obra se encuentra La niña santa (2004), un filme sobre la lectura: ¿cómo vamos a poder leer de manera correcta la señal divina? ¿Cómo sabremos leer el momento en que Dios nos interpele, nos haga el llamado? Y en el corazón de este corazón hay una escena que articula toda la atmósfera marteliana: luego de discutir con sus compañeras de pastoral sobre los criterios para leer la vocación que el plan divino les depara, Amalia se queda obnubilada en la calle por una interpretación en theremín de la Aria de la suite número 3 de Johann Sebastian Bach. En esa pequeña multitud que se aglutinó para contemplar al artista que tocaba ese instrumento que según Lenin no se puede tocar, un hombre, el doctor Jano, se aprovecha para posarse detrás de Amalia y puntearla, frotar su pene con su culo, mientras suena la Aria. Mientras el acoso acaece, el rostro de Amalia se ilumina con una luz reflectada por algún espejo, un rostro que no busca venganza ni castigo al girarse, sino gratitud: su vocación había sido develada por Dios. Lo que hizo Amalia fue leer una atmósfera, la atmósfera en que estaba inmersa, y es en ese momento en que comienza su exploración sexual, corporal, interpersonal y religiosa. Es el momento en que Amalia lee el mundo, y es la manera en que Martel lee el cine: el cine se lee leyendo, pero leer no es una actividad pasiva, como tampoco lo es la escucha.
El nombre “Phonurgia” Martel lo obtiene de un tratado de acústica publicado en el siglo XVII, titulado Phonurgia Nova, escrito por el padre jesuita Athanasius Kircher. En este tratado el padre Kircher se proponía repensar el mundo a través del sonido, ideando complejísimos sistemas de tubas y cuernos, de megáfonos y trompetas, que conectasen los sonidos de toda una ciudad, de modo tal de hacer que la ciudad y cada uno de sus edificios y estatuas estuviesen siempre emitiendo algún sonido. Lo que se proponía Kircher era romper con el predominio del icono, para dar lugar al sonido. Esta compleja teoría del sonido como iconoclasia es lo que Martel recupera como proyecto político. El cine, entendido como atmósfera, requiere de una operación de inmersión: caemos en una atmósfera y estamos forzados a trabajar por entender algo. Los ruidos nos descolocan, porque el predominio de las imágenes nos ha convertido en animales principalmente visuales. De hecho, la misma palabra “ruido” nos señala una dimensión externa a nuestro campo habitual de experiencias: un sonido no es un ruido, porque al sonido le podemos atribuir un sentido y un origen, cosas que solemos descartar con el ruido. Los ruidos nos molestan porque no sabemos leerlos, lo que no significa que no podamos.
En Zama, un filme cuya atmósfera húmeda y calurosa nos obliga a sumergirnos en una lectura del presente, destaca un ruido: mientras doña Luciana conversa banalidades con don Diego de Zama, un par de negros aparecen en el segundo plano moviendo unas inútiles planchas de madera y paja que servían tanto como un ventilador apagado. Más que hacer viento, el movimiento de las planchas hacía ruido, el ruido chillón del frote entre las maderas húmedas. Ese ruido ordena toda la atmósfera: nos recuerda el calor, la humedad, pero también la esclavitud, la opresión de los negros, la crueldad de los servidores y servidoras del imperio; nos recuerda que una atmósfera no es solamente una cuestión de calor o frío, sino un reparto político de las maneras en que sentimos y experimentamos el mundo. Una atmósfera nos recuerda que vivimos un presente, que también es una atmósfera. Resulta gracioso que, para echar a los negros del salón, doña Luciana les diga que ya no quiere ventilación. Cesa el ruido, cesa la farsa del viento, se refuerza la opresión esclavista: se constituye la atmósfera.
En sus notas del rodaje de Zama, reunidas bajo el nombre El mono en el remolino, la escritora Selva Almada apunta cómo es que Martel necesita producir una atmósfera. Esta atmósfera si bien es distinta de la atmósfera propia de Formosa, toma sus elementos para hacer de ellos otra cosa, para «proyectar un ayer desde el hoy», como dice Martel, «para leer el presente». Almada cuenta una anécdota: «En el casting, Lucrecia Martel les pedía a los postulantes que le contaran un sueño. Un hombre contó que volaba en un caballo blanco, sin alas, y llegaba a un mundo lejano, otro planeta, un jardín de árboles alineados, manzanos, perales, naranjos, un jardín de frutas deliciosas. El caballo corcovea y él cae. Ahí terminaba el sueño. En ese momento el hombre se tapó la cara y se puso a llorar, porque se acordó de su padre muerto, que una vez le dijo que él tenía un don».
Los lentes de Martel
Martel repite una escena a lo largo de sus filmes: aquella en la que ocurre algo detrás de un vidrio, de una ventana. Algo así como ver el mundo a través de unos anteojos que permitan marcar una distancia entre nosotros y la atmósfera. O quizá sea esa la manera en que Martel confirma que estamos inmersos en una atmósfera: haciéndonos olvidar que frente a nosotros hay un vidrio, un espejo, una pantalla.