La Mirada de los Comunes (9): El cine nace junto a los perros
Lo de Perut+Osnovikoff no es “cine social”, o no lo es en la medida en que no producen una figura de la realidad que permita levantar una denuncia; su cine, por el contrario, es el cine de una contrafiguración. No se trata de hacer que los trabajadores del norte, los admiradores de Pinochet o los perros del parque pierdan sus figuras, no se trata de que se desvanezcan los cuerpos que alguna vez estuvieron llamados a hacer historia. Por el contrario, se trata de mostrar que esos cuerpos pueden perder una figura para adoptar otra, otra figura que forme otros límites y que no dependa ya de aquel relato cuyo orgasmo descansa en el clímax del conflicto central.
Era impensable imaginar que un perro irrumpiese en el salón central del refinado café parisino donde los hermanos Lumière dieron a luz el cine. Una de las primeras piezas que proyectaron ante la curiosa burguesía europea fue la inagotable Salida de los obreros de la fábrica Lumière (1895), un breve filme de un minuto que pone en pantalla la caminata que cierra la jornada de los obreros de la fábrica donde se construyó el cinematógrafo. Ese filme, conocido como la primera película de la historia, no sólo dirige nuestra primera mirada a la caminata colectiva de los explotados, sino que también pone de protagonistas a un par de perros que, jugando con la multitud de obreros que se dispone a regresar a sus moradas, gastaban toda su energía ante la cámara.
No es falso decir que lo primero que filmó el cine fue a unos perros jugando, como tampoco es falso sostener que la palabra “cine” proviene de esa ambigüedad que se da entre las palabras griegas “kínema” (movimiento) y “kynós” (perro): el movimiento de los perros da lugar al cine.
El canónico cineasta católico, Carl Theodor Dreyer, cuya Juana de Arco (1928) fundó la historia de los gestos patéticos en el cine, solía hablar bien de los perros. Decía que los perros tienen la virtud de reproducir los gestos humanos, la facultad de mirar como si quisieran decir algo. Y es que los perros tienen la potencia del gesto en sus cuerpos, de un gesto entendido en su forma primera: el gesto como acción que carece de una finalidad específica. Los perros sólo se mueven, sin que podamos capturar sus intenciones, algo que los convierte en cuerpos específicamente cinematográficos.
Es sobre esa teoría e historia de los perros que Bettina Perut e Iván Osnovikoff producen su obra Los reyes. Un filme que tenía por intención retratar el cotidiano de los skaters que habitan en un parque de Santiago, termina siendo absorbido por la capacidad de dos perros de quitar del centro del relato a los humanos. La Chola y el Fútbol son dos perros que, como los skaters, despliegan su vida social en el Parque de los Reyes: skaters y perros comparten esa liberación de los gestos que logró capturar el cine en sus comienzos. Los skaters y los perros comparten el que sus acciones no apunten a objetivos, sus ladridos y trucos con la tabla no consiguen ordenar un relato de cómo serán sus vidas hacia el futuro; skaters y perros habitan un lugar que carece de fines y proyectos. Son libres, ambos, de la máquina productiva que intenta someter a los cuerpos y sus gestos en la línea de ensamblaje neoliberal. Perut+Osnovikoff logran sacar del centro de su filme a los humanos, no sólo moviendo el horizonte del relato, sino haciendo desaparecer ese horizonte: la voz de los skaters persiste, aunque lo que vemos son los trotes del Fútbol, las persecuciones de la Chola, las moscas en las fauces de ambos perros. Y es que el discurso del skater puede ser puesto como discurso en las fauces de un perro: en algún momento el sueño de ser skater profesional se romperá y luego se desvanecerá, a fin de abrir espacio para el sometimiento del cuerpo bajo el trabajo asalariado; mientras tanto, skaters y perros comparten esa potencia que les permite moverse de manera libre por el parque.
Perut+Osnovikoff utilizan constantemente en sus obras el acercamiento que desfigura: esa grabación de los cuerpos de tan cerca que el cuerpo mismo pierde su forma. Lo hicieron en La muerte de Pinochet (2011), donde mostraban las bocas gigantes de quienes defendían incluso después de su muerte al dictador; lo hicieron en Surire (2015) donde las burbujas o los ojos de los perros aparecían tan gigantes como los desiertos que cubren el imaginario límite entre Chile y Bolivia. Con esta operación de filmar a los cuerpos de cerca, Perut+Osnovikoff borran el horizonte propio de los relatos, permitiéndose liberar a sus protagonistas de cualquier historia fantástica acerca de la realidad: lo de Perut+Osnovikoff no es “cine social”, o no lo es en la medida en que no producen una figura de la realidad que permita levantar una denuncia; su cine, por el contrario, es el cine de una contrafiguración. No se trata de hacer que los trabajadores del norte, los admiradores de Pinochet o los perros del parque pierdan sus figuras, no se trata de que se desvanezcan los cuerpos que alguna vez estuvieron llamados a hacer historia. Por el contrario, se trata de mostrar que esos cuerpos pueden perder una figura para adoptar otra, otra figura que forme otros límites y que no dependa ya de aquel relato cuyo orgasmo descansa en el clímax del conflicto central.
En particular, los perros de Los reyes de Perut+Osnovikoff no son los representantes de un perro que se encuentre fuera de la película o de algún discurso que en el filme tome la consistencia de la carne. Perut+Osnovikoff se sientan en la cabecera opuesta a la que ocupa Samuel Fuller, quien en 1982 estrenó su White Dog: la historia de un perro que había sido entrenado por su amo, un supremacista blanco estadounidense, para atacar sin piedad a todo quien tuviera la piel negra. La historia del perro racista de Fuller nos remite constantemente a la idea de que los perros pueden ser la metáfora de otra cosa, sustentado en la tesis de que los gestos de los perros se parecen a los gestos de los humanos. Mientras Fuller manipula los gestos de los perros para mostrar un problema de la sociedad moderna, Perut+Osnovikoff liberan al perro de esa carga de tener que mostrar un problema. Más aún, Perut+Osnovikoff liberan a los perros de toda tarea, a fin de mostrarnos que nuestros propios gestos, en el fondo de un parque, son libres también.
Porque los perros no son pobres, no son sufridos, no son la imagen de la desesperanza, ni son una metáfora de la explotación del hombre por el hombre. Los perros tampoco, como afirmaba el filósofo Ludwig Wittgenstein, nos pueden esperar en un parque un día miércoles. Los perros, simplemente, ladran y su ladrido no tiene aún la forma de una denuncia.