La Mirada de los Comunes (29): La constelación y el cosmos
Dejando de lado el juicio inocente que denuncia la poca fidelidad del filme de Franco con los “verdaderos movimientos sociales” de estos tiempos, como son las protestas de Chile y las inmensas mareas feministas en Argentina, resulta provechoso fijarse en la liviandad con la que se aborda el problema de la representación de las luchas de los pueblos: si el pueblo es figurado en los rostros de los pobres, pareciera que un filme está más cerca de “la verdad” que si sólo realiza la operación burlesca de representar la violencia de las grandes masas populares.
En una entrevista para el diario francés Le Monde, de abril de 1980, un pensador anónimo respondía algunas preguntas bajo el seudónimo de filósofo enmascarado. Este “filósofo” cuenta la anécdota de unos psicólogos que fueron a presentar un cortometraje en un lugar perdido en la última colonia europea en África. El corto ponía en escena tres personajes que se relacionaban de cierta manera, se acercaban y alejaban mientras se comunicaban algo. El experimento de los psicólogos consistía en demostrar las diferencias de interpretación entre el “mundo civilizado” y el “mundo primitivo” al momento de ver una representación cinematográfica. Una vez finalizada la función, los psicólogos pidieron a la audiencia que relatara la historia de estos tres personajes, tal y como fue presentada en el filme: para sorpresa de los europeos, la comunidad tribal no se dio cuenta siquiera que había personajes en el filme, reparando casi exclusivamente en el paso de las sombras y las luces detrás de los árboles.
Algo que muestra esta anécdota es la distancia entre las intenciones y los efectos, entre la voluntad de ordenar y la disposición de armar simples constelaciones: mientras los científicos europeos buscaban dar un orden a ese caos que se presenta entre un filme y lo que cualquiera puede llegar a ver en ellos, los africanos demuestran que siempre se puede articular una constelación de elementos que permitan leer de otra manera lo que se pretende ordenado de antemano. Esta metáfora, astronómica y cosmológica, nos muestra la relación entre el cosmos y la bóveda celeste donde descansan las estrellas esperando ser leídas: el cosmos, palabra latina para el orden universal de las cosas, está en relación con esa manera de ordenar el cielo que se presenta en la forma de breves constelaciones de elementos estelares. El gran orden del cosmos se relaciona con el pequeño orden de la constelación: mientras el cosmos pretende dar un lugar a cada elemento del universo, la constelación se conforma de un puñado de elementos que parecían no estar relacionados hasta ese momento. Es interesante que el cosmos no pueda ser figurado, mientras que las constelaciones se articulan en función de una figura cuya lectura requiere un cierto grado de imaginación: ver una osa o un centauro está determinado más por la facultad imaginativa de los pueblos que con la fidelidad a una cierta imagen presente en la naturaleza.
Esta tensión entre el gran cosmos y la pequeña constelación, entre lo que querían mostrar los científicos y lo que pudo leer el pueblo africano, está presente en el filme Nuevo orden (Michel Franco, 2020). Este filme, polémico incluso desde la liberación de su tráiler que fue entendido como una obra por sí misma, ha suscitado una reacción policial de los jueces que se enmascaran con el nombre de la crítica: de manera casi unánime, esa crítica ha definido al filme como uno que, «sin lugar a dudas» y «sin admitir una segunda lectura», se trata del temor que las élites dominantes tienen a las revoluciones, del conservadurismo de una clase que no logra figurar sino caricaturizar a los pueblos insurgentes, de una advertencia del derrumbe de las democracias en favor de las dictaduras. Estas lecturas presentan un relato uniforme del filme de Franco: un matrimonio de la clase alta que se ve interrumpido por las protestas de una revuelta que, frenéticamente, da lugar a un nuevo orden político. El motivo por el cual los ricos no sabían de la protesta de los pobres no es nuevo y está relacionado con una incapacidad de lectura, una forma específica de ceguera o de analfabetismo: los ricos no tienen idea de la vida de los pobres, en ellos sólo ven una amenaza a sus privilegios.
Esta hipótesis, de la ceguera de clases, puede ser traducida como la ausencia de un orden común para la experiencia de ricos y pobres: pareciera que los ricos leen el mundo de manera diferente a la de los pobres, y esa diferencia estaría dada por una diferencia constitutiva entre las experiencias a que cada clase se encuentra sometida de manera cotidiana y sistemática. El juicio al filme de Franco, en este punto, es moral: poner en pantalla un pueblo sin forma, como si de una fuerza sin rostro se tratara, que se lleva por delante todo lo establecido, significa enarbolar un discurso conservador, en la medida en que la violencia de ese pueblo sólo puede dar lugar a una dictadura militar que traiga el orden. Dejando de lado el juicio inocente que denuncia la poca fidelidad del filme de Franco con los “verdaderos movimientos sociales” de estos tiempos, como son las protestas de Chile y las inmensas mareas feministas en Argentina, resulta provechoso fijarse en la liviandad con la que se aborda el problema de la representación de las luchas de los pueblos: si el pueblo es figurado en los rostros de los pobres, pareciera que un filme está más cerca de “la verdad” que si sólo realiza la operación burlesca de representar la violencia de las grandes masas populares.
Un pueblo sin rostro parece estar por debajo de los rostros del pueblo. Esta fórmula, sin embargo, no consigue problematizar de una manera que no sea superficial la relación entre las protestas y la puesta en escena de las protestas: pareciera que los pueblos que protestan están ya definidos y asentados sobre una fuerte teoría ideológica que permite reconocer hacia dónde son sopladas las velas de sus barcas revolucionarias. Esta idea de un pueblo que puede ser “mal representado” en el cine requiere de una certeza poco plausible: que el pueblo, ya ordenado, tenga un nombre y se le pueda reconocer en el rostro de cualquiera que lo conforme. Este problema, en todo caso, no es nuevo en lo absoluto: es justamente lo que tienen en común Parasite (Bong Joon Ho, 2019) con El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1972), Borgman (Alex van Warmerdam, 2013) con Funny Games (Michael Haneke, 1997 & 2007), La cérémonie (Claude Chabrol, 1995) con Next Floor (Denis Villeneuve, 2008), Porcile (Pier Paolo Pasolini, 1969) con Salò o le 120 giornate di Sodoma (Pier Paolo Pasolini, 1975).
Lo que tienen en común estos filmes, que juntos conforman una pequeña constelación de la representación de la lucha de clases, es que los pueblos no están predefinidos como una unidad previa al conflicto: se van articulando en función de los gestos y distancias que los ciegos no consiguen ver. Todos estos filmes, en su estructura, están determinados por la lógica del señorío y la servidumbre, la cual, como demostró Hegel, es una lógica en la que es difícil determinar si el explotado es el esclavo o el amo: mientras el amo obliga al esclavo a trabajar, éste aprende a construir los grilletes con los que pronto someterá a su amo. Quién es amo y quién esclavo no es tan claro, razón por la que sería interesante preguntarse si acaso Nuevo orden puede servir como mito y fantasía de una revolución total, como la que supuestamente requiere un Capitalismo global: el filme de Franco termina con la tortura y exterminio sistemático de todos los ricos, produciendo un nuevo orden militar, gracias a la fuerza sin límites de los pobres.
En este sentido, la producción de un nuevo orden puede también ser leído como el desastre de un orden viejo: mientras más se profundiza en la idea de un cosmos que sustituye a otro, menos interés cobran las luces y los árboles que pasan por detrás de la revolución. ¿No será que Nuevo orden nos muestra algo del modo en que leemos el presente, enfocados en los grandes sucesos y los rostros protagónicos? ¿Será que asumimos muy rápidamente que la violencia necesita de un orden que la canalice sin que se desbande? ¿Por qué tenemos que juzgar la representación de un pueblo con los criterios de un pueblo verdadero, el cual no existe, y que en caso de existir se devela como farsa? ¿Es tan fácil asumir la voz de un pueblo y decir en su nombre lo que se puede y lo que no? ¿No será que al momento de leer un filme como Nuevo orden tenemos muy asentada una idea de lo que el pueblo debe ser, el cual a su vez nos responde con mensajes crípticos sobre aquello que aún no somos?
Un caso interesante en este punto es el filme Die Kinder der Toten (Kelly Copper, Pavol Liska; 2019), basado en la novela homónima de la comunista austríaca y premio Nobel de literatura, Elfriede Jelinek. El filme, de manera sumamente curiosa, explora en las profundidades de un pueblo austríaco comprometido en lo profundo con su pasado nazi. En el filme, hecho a la forma de las antiguas películas mudas, aunque con sonido y color, intercala escenas violentas y grotescas con situaciones absurdas que escalan hasta derivar en la resurrección de todos los muertos. El acontecimiento de la resurrección permite poner en escena a los difuntos soldados nazi bailando un vals con las víctimas judías del holocausto. Esta escena, que ya le había valido a Jelinek que su libro no se tradujera fuera del alemán, resultó indigna de ser vista por gran parte de la crítica mundial, sin tomar en consideración el estatus que los zombies tienen en el cine: George A. Romero, al diseñar sus sagas de muertos vivientes, pensaba en la comunidad de los pueblos muertos como aquellos que no tienen nada que perder, ya que perdieron junto con la vida todas sus cadenas. Pero lo interesante de los zombies de Romero radica, no en su capacidad para darles rostro, sino justamente en poder presentarlos como una masa que funciona más como una ameba que como un partido político.
Die Kinder der Toten puede ser pensada como una burla de aquello sobre lo que hay que guardar solemnidad, de esa solemnidad que impide el aparecimiento verdadero de los pueblos en la risa desatada de los carnavales. Ponerle hora de término a los carnavales del pueblo, esos en los que los rostros se desfiguran por entusiasmo, es verdadera expresión de conservadurismo, tal como lo es negarle a un cineasta o a cualquiera la capacidad de reírse de lo que está prohibido. Este nivel de censura, oculto bajo las lógicas de un juicio, es más peligroso que la revolución que atemoriza a los conservadores: impedir la risa, negar el escándalo y censurar los bailes es la manera en que se ata de manos todo cuestionamiento de los límites de ese campo en el que somos una comunidad. Sin ir más lejos, caemos en la ordenada pregunta conque la ultraderecha recibió el premio Nobel de Jelinek en Austria: «¿A usted le gusta Jelinek, o el arte y la alta cultura?». Misma pregunta que los tribunales le hicieron a Pasolini tras intentar estrenar Salò: «Un hombre de su cultura no debe olvidar que el arte no se construye sobre la mierda y las perversiones». Pasolini y Jelinek, ambos exmilitantes de sus respectivos partidos comunistas, no hicieron más que reírse. Tal como lo hizo el filósofo enmascarado cuando su identidad fue revelada por aquellos que querían encontrar el verdadero orden de su nombre autoral.