La Mirada de los Comunes (24): Pinochet y sus tres generales. La risa como forma de resistencia
Lo interesante de este filme que lo distingue del texto maquiaveliano es la forma teñida de ciertas dosis de comicidad en la que muestra el mito del poder de Pinochet y sus tres generales. En ese sentido, se hace de la propia disposición cómica que caracteriza a cualquier pueblo para provocar en él una reacción identitaria que permita dejar al desnudo las operaciones del poder.
Se dice que en Chile sólo existirían filmes que muestran la historia del poder, y no las historias de resistencia: desde La batalla de Chile y La spirale, pasando por la trilogía de Pablo Larraín, hasta El diario de Agustín y la última trilogía de Patricio Guzmán. Quizá el recién estrenado filme El negro (2020) sea el que inaugure el trazado de una línea subterránea que anude las interrupciones a ese gran relato instalado por la Dictadura y administrado por los gobiernos sucesivos. Porque si hay algo que se ha extirpado exitosamente de la memoria chilena son aquellos esfuerzos atomizados pero sostenidos de oponerse al cruento dominio de la Economía sobre (y a costa) de nuestras vidas. Sin perjuicio de participar de esta colección de filmes sobre la historia del poder, vale la pena volver a Pinochet y sus tres generales (2004) de José María Berzosa porque puede ser visto, en primer lugar, como una explicación de la causa en virtud de la cual no hemos podido recuperar esas historias mínimas de resistencia; y, en segundo lugar, como una provocación que nos invita, si no a recuperarlas, a suspender jocosamente la lógica del poder que todo homogeniza.
En el filme se nos muestra a los cuatro miembros de la Junta Militar, César Mendoza, Gustavo Leigh, José Toribio Merino y Augusto Pinochet desprovistos de aquello que los inviste en el cargo: casi siempre en la intimidad de sus hogares, sin usar los uniformes que los caracterizan, y respondiendo junto a sus cónyuges preguntas acerca de temas misceláneos aparentemente ajenos a los que se entienden como “políticos” que son, precisamente, los que los mismos golpistas acusan de haber llevado al país al descalabro. Salvo por una mención sintomática y sulfurada de Pinochet en contra de la Democracia Cristiana, el filme presenta a un poder desnudo que intenta ponerse fallidamente a la altura de lo que supuestamente implica alzarse como la reserva moral de la Nación: contestan seriamente preguntas sobre la música que prefieren, sobre los libros que leen, sobre qué es la felicidad, sobre su gusto por los caballos, las aves, los peces o los perros, sólo por nombras algunas.
Este procedimiento de poner en escena al poder desnudo es similar al utilizado por Maquiavelo en el El príncipe. Según la lectura de Antonio Gramsci, este último es un libro vivo porque adopta la forma del mito entendido como creación que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado con el objetivo de suscitar su manifestación colectiva. Lo que quiere decir que no es un manual dirigido a las clases gobernantes, sino que está destinado a las personas que “no saben” para hacerlas reconocer el modo en el que piensa y opera el poder para conseguir determinados fines. Frente a lo anterior, Gramsci se pregunta “¿quién es, pues, el que ‘no sabe’?” a lo que responde enérgicamente: el “pueblo”. Lo interesante de este filme que lo distingue del texto maquiaveliano es la forma teñida de ciertas dosis de comicidad en la que muestra el mito del poder de Pinochet y sus tres generales. En ese sentido, se hace de la propia disposición cómica que caracteriza a cualquier pueblo para provocar en él una reacción identitaria que permita dejar al desnudo las operaciones del poder.
Sin embargo, como decía Pasolini “el pueblo no es humorístico, en el sentido que se puede hablar de humor de un escritor del siglo XVII, de un Cervantes, de un Ariosto, de un Dickens, etc. El pueblo es cómico, chistoso (spiritoso)”. Si seguimos esta distinción entre humor y comicidad, es evidente que el filme se inclina más por el primero que por la segunda en la medida en que se requiere de cierta agudeza intelectual para participar de la puesta en ridículo de los líderes golpistas, dando lugar a lo que Bajtin llama una “risa reducida” en oposición a la risa desenfrenada que identifica a un carnaval.
Con todo, la imposibilidad de entender este filme definitivamente como una comedia es también una muestra del resultado de la operación del poder que marcha puertas afueras para destruir cualquier vestigio de pueblo. De hecho, en muchas ocasiones el filme produce un efecto sobrecogedor que emerge del contraste entre las ridículas escenas de los cuatro poderosos con los crudos testimonios de las víctimas de sus acciones. No obstante ello, ese contraste produce también una risa nerviosa que tiene la potencia de anticipar la carcajada carnavalesca que recuerda a dicho pueblo mostrado en el filme La batalla de Chile (1975-1979) que la Dictadura pulverizó. Que se manifieste aquel pueblo-espectador riéndose del poder (en vez de lamentándose por él), de ese poder que persigue “hacerlos descansar de la política” como declara el propio Merino en el filme, es la forma en la que se puede comenzar a recuperar esa imaginación que es la única capaz de revertir los efectos de la neutralización de la política a la que aún asistimos.