La Mirada de los Comunes (19): Willem Dafoe, la temporalidad de un rostro
Ciertamente el rostro de Dafoe está lejos de ser aquel que exhibían los neorrealistas por el simple hecho de haber sido concienzudamente entrenado en sus años con la troupe. Sin embargo, tampoco responde a la lógica inversa que es la que convierte a un rostro en la estrella de su propia trama de luces que excede la del filme. Se podría decir que el rostro de Dafoe tiene la potencia de aparecer en la fisura entre esos dos mundos, y en esa medida realizar la exigencia de encarnar a un Jesús que pertenece tanto al mundo terrenal como al mundo celestial.
¿Qué tienen en común Cristo, Pasolini y Van Gogh? Se podría decir que los tres comparten el haber reingresado a nuestro presente en el rostro de Willem Dafoe. Desoyendo a quienes realizan aquel funesto acto de categorización relegándolo al catálogo de “villanos”, lo paradójico es que frente a la pantalla el rostro de Dafoe se convierte en ordinario por su radical singularidad. Y es que a pesar de distinguirse por ese amplio espacio entre dos de sus dientes frontales; ese contorno delineado por huesos prominentes; ese pronunciado pliegue que marca el nacimiento de una nariz puntiaguda; esos ojos de azul cielo, brillantes y muy abiertos; esa piel tan elástica como la plastilina, las líneas de expresión que anudan cada uno de esos rasgos parecen contener las cicatrices que marcan la vida de cualquiera.
Es como si con dichas líneas se trazara una continuidad con el curso ordinario de las cosas que fuera capturado por el recién inventado cinematógrafo: el tren en movimiento, los y las trabajadoras saliendo de la fábrica, el niño haciéndole una jugarreta al campesino que riega, son las escenas mínimas con las que se inauguró la breve historia del cine. Escenas en las que reverberan actividades cotidianas como la de un pescador dejando caer su red al mar, la de una prostituta caminando entre la multitud bajo la luz del sol saliente, la de un feriante gritando precios a la salida del templo que fueron, según Auerbach, por primera vez tratadas seriamente en esa nueva historia producida por el Nuevo Testamento. Un parecido de familia que permite redefinir el nacimiento del cine como una recuperación de los detalles cotidianos que los grandes relatos ignoraban. Pero, así como a un recién nacido no puede pedírsele que se mantenga fiel a la pureza de su primera mirada, la historia del cine se ha ido constituyendo en la alternancia entre esta inclinación originaria por los fragmentos de la vida popular y la imitación de los relatos trágicos o épicos promovida tanto por el gigante soviético como por la máquina industrial hollywoodense.
Siendo testigo de la coexistencia de este par de mundos en uno, el joven Dafoe se unió a una troupe llamada The performance group (conocida luego, desde 1975, como Wooster Group) para, según dice, “hacer cosas que la gente no quería ver”. Cosas que no se querían ver, oír o sentir eran justamente el objeto de las escandalosas prédicas-performance de Jesús a quien Dafoe no tardó en dar su rostro unos años después en La última tentación de Cristo (1988) de Martin Scorsese. Ese rostro que antes se diluía en el tiempo de la performance que coincide con el tiempo de lo real que todo homogeniza, adquirió singularidad al ser puesto frente a una cámara. Por medio del encuadre y del montaje esas expresiones que movilizaban los rasgos de Dafoe se comenzaron a mostrar en su duración, conectándose con diversos acontecimientos dispuestos en el flujo temporal del propio filme.
Ya en los años veinte se había tomado nota de la importancia de dicha conexión. Según se cuenta, el cineasta Lev Kuleshov -maestro de Pudovkin y Eisenstein- realizó un experimento en el que conectó el mismo primer plano frontal del rostro del actor Mozzhujin con tres planos extraídos de otras películas: el primero mostraba un plato de sopa sobre una mesa, el segundo una mujer en un ataúd, y el tercero una niña jugando con un peluche. Al proyectarlas el público no tardó en atribuirle a la misma expresión de Mozzhujin diversas emociones según cuál fuera la escena con la que inmediatamente se conectara. A pesar del hallazgo de una suerte de sintaxis cinematográfica, con el fin de la segunda guerra mundial algunos/as provocativamente decretaron la prohibición del uso del montaje. Según decían, este último favorecía la atribución de un único sentido a las imágenes atentando contra la polisemia con la que carga la propia realidad de un rostro. En vez prefirieron usar el plano secuencia que se caracteriza por no estar sujeto a corte alguno, y en él volvieron a poner en escena a los rostros humildes que configuraron -aunque desde el anonimato- ese primer pueblo que salía de la fábrica. El rostro dejaba así de ser un elemento de utilería que estaba al servicio de la producción del sentido dramático de una historia para fundirse en el ambiente miserable en el que día a día era relegado.
Ciertamente el rostro de Dafoe está lejos de ser aquel que exhibían los neorrealistas por el simple hecho de haber sido concienzudamente entrenado en sus años con la troupe. Sin embargo, tampoco responde a la lógica inversa que es la que convierte a un rostro en la estrella de su propia trama de luces que excede la del filme. Se podría decir que el rostro de Dafoe tiene la potencia de aparecer en la fisura entre esos dos mundos, y en esa medida realizar la exigencia de encarnar a un Jesús que pertenece tanto al mundo terrenal como al mundo celestial. En efecto, en este filme Scorsese pretende mostrar el conflicto que subyace al dogma de la doble naturaleza de Cristo. A pesar de que al principio del filme se declara no estar basado en los evangelios, sino que en la exploración ficcional de Kazantzakis sobre el conflicto espiritual eterno (esta “incesante batalla entre la carne y el espíritu”), paradójicamente muestra el lado humano de Jesús para terminar enfatizando su extraordinaria y única aptitud sacrificial que lo convierte en divino.
Lo opuesto se podría decir que hizo dos décadas antes Pier Paolo Pasolini en El Evangelio según Mateo (1964) en el que sí utiliza el texto del evangelio sin modificarlo más que sacando algunas de sus partes. Dice que eligió el atribuido a Mateo por considerarlo el más revolucionario de todos al estar escrito como si estuviera dirigido directamente al pueblo. El asunto del rostro de Cristo fue también central para Pasolini, quien pensaba que para encarnarlo no bastaba con la inocente expresividad de la naturaleza de un “hombre de la calle”, sino que había que agregarle “la luz de la razón” y entonces le ofreció el rol a destacados poetas. Tras varios intentos fallidos, terminó por elegir a Enrique Irazoqui, un joven español dirigente del Sindicato Democrático de Estudiantes de Barcelona. Para interpretar a todos los que no fueran integrantes de la familia de Jesús, sus apóstoles o los fariseos eligió a campesinos y campesinas que utilizaron frente a la cámara las ropas que vestían a diario. Con estas elecciones no se trataba de volver actual la experiencia de Cristo, sino que de leer la forma de la vida humana como inseparable de una cierta percepción del tiempo. Esa percepción del tiempo es sintetizada en el filme al inscribir el pasado del Evangelio en el presente de los rostros, produciendo entonces una temporalidad que conecta tiempos heterogéneos.
Este mismo cineasta, que declaraba que sus ídolos no eran Cristo, Marx o Freud sino que la propia realidad, fue también encarnado en el rostro de Dafoe en el filme Pasolini (2014) dirigido por el autodenominado “maestro de la provocación” Abel Ferrara. En él se nos muestra los dos últimos días de la vida del cineasta hasta ser brutalmente asesinado. Con la exactitud del aburrido cronista que rinde culto al archivo, se combinan escenas de su cotidianeidad con la puesta en imágenes de proyectos manuscritos en los que -también se muestra- Pasolini trabajaba justo antes del acaecimiento de su muerte: su “antinovela” Petróleo publicada 16 años después, y el guion ilustrado Porno-teo-kolossal. La única operación de la que se hace este filme que se podría reconocer en la propia obra cinematográfica de Pasolini -y que merecería, entonces, el adjetivo “provocadora”- es la de invocar a Pasolini en el rostro de Dafoe que no sólo tenía impreso la imagen de Cristo, sino que cargaba con esa misma fuerza de la naturaleza que irrumpe hacia el final del filme Anticristo (2009) de Lars Von Trier, en el que encarna a un psicólogo que fracasa en su intento de oponer su racionalidad a la irracionalidad de la naturaleza, binomio que ocupa un lugar protagónico en el pensamiento pasoliniano.
Que sea el rostro de Dafoe y no otro contribuye a leer la propia vida de Pasolini que el filme interroga como una manifestación de eso que el cine puede: generar un efecto de realidad convocando al pasado para dar una lectura que transforma nuestro propio presente. No por casualidad en otro filme, titulado La sombra del vampiro (2000) de Elias Merhige, en el rostro de Dafoe apareció el actor Max Schreck mientras rodaba el filme Nosferatu (1922) de F.W. Murnau en el que interpretaba al conde Graf Orlock. El filme hace eco de una de las hipótesis que se barajaron durante muchos años en torno a la figura de Schreck: se decía que era un vampiro real con el que se encontró Murnau en una de sus tantas experiencias esótericas.
Esta posibilidad de reflexionar con una cámara sobre los propios mitos a los que ha dado lugar el cine se reconoce también en una entrevista en la que le preguntan a un jocoso Dafoe por la razón por la que todos sus personajes mueren en escena. El conductor le sugiere que habría algo en su rostro que lo condenaría a cargar con ese fatídico final, desde Cristo hasta el Duende Verde en la saga de Spiderman (2002 y 2004). Es una pregunta interesante si se considera las muchas veces que se han comparado las operaciones del cine con la muerte, incluido el mismo Pasolini que decía que el montaje es a la película lo que la muerte es a la vida: tanto el montaje como la muerte son necesarios para dar sentido. Quizá uno de los pocos personajes que no muere es Bobby, administrador de un motel que colinda con Disney World en el filme El proyecto Florida (2017) de Sean Baker. A propósito de Bobby, que se podría decir que es el punto de unión de todas las personas que se cruzan en el filme, Dafoe declaró que allí pudo notar con mayor claridad lo que para él es la actuación. Dijo que en dicha oportunidad no desempeñó tanto a un administrador como a sus deberes porque, según piensa, los personajes se revelan en su compromiso con las acciones que realizan.
Y es que el rostro de Dafoe se parece más al de un bailarín que reacciona a una música que desconoce que a la de un actor profesional que responde a un método. Su modo de estar frente a la pantalla está determinado por ese hacer que se constituye en el encuentro entre cuerpos y cosas que habitan el mundo del filme. Dicho de otro modo, la singularidad de su rostro no se sostiene en esa “sonrisa de demonio” como afirman algunos de los así llamados críticos. Más bien esa sonrisa de demonio aparece cada vez que lo exige la acción a través de la cual se muestra el personaje que encarna. En ese sentido, se podría decir que el de Dafoe es un rostro cuyos gestos anudados nos dan la posibilidad de producir una historia alternativa del cine que no es más que la historia de ese rostro singular que se conecta con el rostro de cualquiera.