La invención & la herencia (9): Crónica Canettiana
El 25 de Octubre participé en la gran manifestación de la oposición chilena, un millón doscientas mil personas insinuó la prensa. Y lo que más me llamó la atención es que se trataba de una muchedumbre que no se colocaba detrás de bandera alguna, tampoco coreaban consignas patrioteras. La tónica dominante: todo el mundo buscaba registrar el momento, se olía que era algo histórico, que de esto se hablaría como sucede con los terremotos. Un referente que todos conocen y que utilizaremos cada vez que queramos iniciar una conversación con algún desconocido, “¿y que hacías tú ese día?”. Al menos una selfie que señale presencia, o aquella imagen de mujeres que danzan enlazadas cantando sentidas canciones que las hacen reír. Es que la concentración se realizaba en el momento cumbre de las redes sociales, que también sirven para convocar. Y se realizaba en el paraíso de los celulares, más cámaras de fotos que alzadas en millares de manos alzadas para captar más territorio, más jolgorio, más gente con rostros pintarrajeados.
6 Noviembre 2019
Conocí a Elias Canetti un tórrido verano hacia 1987. Estaba veraneando con mi familia en un pueblito a orillas de la desembocadura del rio Aconcagua, que se llama Con-Con, y que algunos confunden con Hong Kong, tremendo error. Este sector habitacional estaba enclavado en un bosque de eucaliptos y sus calles eran de tierra. Recuerdo que existía una cancha de tenis cerca de nuestra cabaña, que me gustaba ir con mis niños. Acabábamos de llegar de Canadá, mi mujer y mis dos hijos, y aún no terminábamos de retornar, por eso escogimos este tranquilo rincón que parecía un campamento de verano, niños que corrían en bicicletas sin temor alguno, con botecitos para llegar hasta la rompiente del rio en su encuentro con el gran océano. El bosque de eucalipto servía para esconder la presencia cercana de una refinería de petróleo, que eludíamos cuanto podíamos, pero qué lástima, habíamos llegado al país donde todo se mezcla, nada se preserva. Aún así, en la abstracción, yo fui a buscar a mi mamá que vivía en Valparaíso, a 40 minutos, aproveché de comprar pastel de choclo, que lo vendían en pocillos de barro, y llegué de vuelta a casa para saborear un plato típico con el cual soñábamos en Quito comiendo en el Rincón chileno-ecuatoriano entre una nostálgica concurrencia. Admito que este pastel de choclo era mejor, que mi madre como buena sabedora se repitió.
Conocí a Elias Canetti ese verano porque la cabaña donde alojábamos la habíamos arrendado a un profesor universitario. Y para mi alegría tenía una gran biblioteca, tal vez su mayor patrimonio. Con la biblioteca tuve una suerte de flirteo. Primero fue sorprenderme por su descubrimiento, cubriendo por entero una muralla de madera. Ese primer día fue de instalación, así que miraba los libros de reojo, sin fijarme en ninguno en particular. Más bien me hacía el tonto porque lo que en realidad pensaba era tener una oportunidad para rastrear sus anaqueles. Ese momento llegó al día siguiente en que mi familia decidió ir a la playa cercana, con mi madre, y me quedé para hacer aseo. Desde luego que tenía otra intención. Apenas pude me abalancé a la susodicha biblioteca. Recorrí ansiosamente las repisas. Pero un libro en particular impresionaba mi retina, los folículos oculares saltaban. Recuerdo que era de un color naranja furioso, más ancho que la mayoría de sus congéneres, que me demandaba, así que lo cogí, lo acerqué y leí su título antes de conocer el autor. Masa y Poder señalaba una poderosa tipografía, de negras letras sobre un fondo apastelado. Enigmático título para una tarde calurosa, no sabía si sería un buen panorama asomarme a sus páginas. Abajo decía Premio Nobel 1981. Recién ahí reparé en el autor, otro enigma Elias Canetti. Libro adentro me enteré que el autor era un judío español nacido en Bulgaria, y eso me interesó. Así que progresé llevando el libro a un cómodo sillón de mimbre con reposadera, me instalé solo a hojear el texto, a leer su índice que es lo primero que leo al conocer un libro. Parecía un libro técnico por aquellas descripciones minuciosas del orden que siguen las masas. Yo tenía una idea general de qué se consideraba una masa, en particular desde la lectura de La rebelión de las masas, Ortega y Gasset, que había leído en la universidad. Hojeándolo descubrí numerosas citas históricas, antropológicas, religiosas, que me interesaron vivamente. Aún leía sobre metamorfosis entre los bosquimanos cuando mi familia llegó de vuelta, mis hijos retozando con sus cuerpos arenados, mi madre cansada, mi mujer que llegaba a organizar lo que yo había abandonado, por lo cual me forzaba a dejar de leer y volver a tomar una escoba y terminar de hacer el dormitorio que seguía deshecho. Debo confesar que aquellos apartados que hablaban sobre el poder no habían conseguido retener mi interés.
Esa semana logré leer lo sustancial del volumen de más de 400 páginas y pude abandonar el libro en el anaquel del cual lo había sacado, para tranquilidad de mi conciencia. Tomé la clara determinación de buscarlo en librería y comprar un ejemplar. Digo esto porque no siempre ha sido así. Corría 1975 y yo había decidido dejar el país, contaba los días para tomar el avión que me llevaría a Canadá. Entonces vivía en un departamento en una pequeña calle cerca de la Plaza Italia, sitio que se haría célebre como escenario de la subversión chilena. El departamento lo había abandonado un militante de izquierda que debió huir al momento del golpe militar. En forma apresurada se lo dejó a un compañero de partido, con la indicación de que viviera en el departamento y lo cuidara. Por contactos mutuos llegué a esa casa y logré que el compañero cuidador me arrendara una pieza. En ese departamento filmamos con Cristián una escena del film con el cual nos titularíamos de cineastas en la Universidad Católica. Era la última etapa que me exigían antes de dar mi examen de grado. Pero ya tenía boletos de Air Canada para viajar a Montreal rumbo al exilio. Pues bien, en ese departamento había una extensa biblioteca que pertenecía al dueño de casa ausente en Europa, abogado de profesión. Tuve suficiente tiempo para revisar aquellos libros buscando lectura para calmar algo aquella desazón que se apoderaba de uno. Eran tiempos rudos, con desapariciones, toque de queda, incertidumbres, irse o quedarse, si te quedas no será para hacer la guerra sino para sobrevivir. Eran tiempos que limaban toda heroicidad, sabíamos que el país entero había sido secuestrado y que una casta gobernante se atrincheraba de por vida en el poder. Sabíamos que el poder no es fácil de asaltar y que cuando se lo ha perdido es difícil de recuperar. Nuestro estado de ánimo era la resiliencia con el cual buscábamos capear el tsunami. Ya no sabíamos qué era ser fuerte: o dar la batalla frontal o el repliegue por más duro que fuere. Hay algo que debemos agradecer a la estirpe mapuche: el arte del repliegue, supieron replegarse para tener en jaque a los soldados españoles por tres siglos, los ganaron por cansancio. Yo había decidido replegarme, algo había que hacer con la vida que quedaba. Y en eso estaba, haciendo maletas, cuando me encontré frente a frente con la biblioteca de aquel militante licenciado en ciencias políticas, alcé la vista y me topé con un texto que pasaba desapercibido por lo modesto de su presentación y en cuyo lomo logré leer El ser y el tiempo. Abajo el inconfundible logo de Fondo de Cultura Económica. Lo tomé con tranquilidad, como hay que tomar lo desconocido. Abrí las páginas que ya lucían añosas, paginas amarillentas, otras todavía cerradas sin experimentar el paso del abre páginas, y me encontré con un texto académico que presentaba sus contenidos por capítulos. El primero decía: “Necesidad, estructura y preeminencia de la pregunta que interroga por el ser”. Inmediato al acápite venía una bajada de línea que anunciaba: “Necesidad de reiterar expresamente la pregunta que interroga por el ser”. Guau. No supe si me interesaba pero su lectura resultaba un desafío. Yo estaba marchando al exilio y me encontraba con un escritor llamado Martin Heidegger, que me imaginaba un catedrático severo, un cerebro enorme, con una “gran cabeza” como hubiera dicho mi profesor de filosofía, el querido Pepe Jara. Leer sus primeras páginas sin entender en absoluto, volver a releer y seguir sin entender no fue suficiente para abandonar el libro. Yo creo que buscaba evadirme del momento, meterme en una dinámica que me exigiera, venía de terminar de redactar la tesis que versaba sobre el cine de indagación de Raúl Ruiz. Y el ámbito intelectual me llamaba, me acuciaba, en medio del desconcierto en que se encontraba la sociedad nacional. Es curioso, pero uno creería que en tales circunstancias sangrientas y temibles, todos estaríamos destruidos, destrozados, aniquilados, detenidos. Acongojados estábamos, habíamos sido atormentados, una querida compañera de la escuela de cine había sido detenida y estaba desaparecida, ella nunca apareció. Pero el estado de resiliencia que es activo nos mantenía vivos y expectantes. Todo esto se coló en el film que hicimos en esa misma época, Vías Paralelas, crónicas de un momento acuciante, sin perder la lucidez ni la ternura, viviendo aquella otra vida que nos construimos los sobrevivientes, que no significa mirar para el lado sino quedar rezagado para otros momentos. Estábamos aprendiendo que nada es eterno, materia que no se aprende en la universidad, solo los momentos históricos que a uno le toca vivir. Que la vida no es una tómbola pero sí un círculo que gira igual que los planetas, inalterablemente en su eternidad, lenta y serena. Y si somos polvos de estrella, como le gusta designar el profesor José Maza, algo tendremos de planeta. Me encanta la digresión, se lo debo a Raúl Ruiz. A Heidegger lo retomé varias noches buscando domarlo con enérgica voluntad. Pero la bestia era difícil. Dejaba un capítulo y buscaba otro pensando que sería mas digerible. No podía ser más iluso, todo el texto era intragable, me limitaba a pensar cómo se puede escribir quinientas páginas con tal suerte de idioma intrincado sin encontrar una sola frase que tuviera sentido, para mí por supuesto, lego en la materia. Sin embargo, el texto tenía un olor de prestigio, me imaginaba que cuando algo entendiera sería el cineasta más inteligente de la tierra, conocería profundidades inconmensurables, entraría a una dimensión metafísica que me explicaría toda la existencia. Así de desubicado me encontraba. He aprendido con los años que, sin renunciar al pensamiento filosófico, hay otros pensadores más amables, con más sentido vital y que llegan a serme más útiles. Para terminar el capítulo Heidegger, me encontré con el día de partida a Canadá, luego de dar mi examen de grado y graduarme, chico formal a pesar de todo. Y en el velador dormía aquel libro que tomara con ilusa reverencia, El ser y el tiempo, sin saber qué hacer, lo devolvería o no a la estantería. En último momento tomé el libro y lo metí en la maleta diciéndome que seguiría martirizándome. Y prometiéndome que esto sería un préstamo que me hacía el compañero militante, que ya no se acordaría en Paris de Heidegger, o que compraría una versión más inteligible en Europa. Lo cierto es que el libro cayó dentro de la maleta a última hora. ¿Para qué? Heidegger nunca llegó a ser un autor de mis preferencias, siempre estuvo en un horizonte nuboso, siempre le guardé gran distancia. El libro recorrió conmigo Montreal, Madrid y Quito, llegó conmigo a Santiago, nunca he podido encontrar a su legítimo dueño, y tampoco me interesa, porque si debo devolverlo constituirá un alivio.
Heidegger ha sido una digresión tanto en la vida real como en este relato. Lo que me interesa es volver a Elias Canetti. Lo haré con esas transiciones que suele usar Raúl Ruiz. Raúl me advirtió un vínculo entre Canetti y la villa de Cañete de la Frontera, al sur del país. Yo conocía el pequeño pueblo de Cañete, situado en la cordillera del Nahuelbuta, más bien en la planicie costera de Arauco, pero del Marqués de Cañete ni idea. Este marqués llamado Diego Hurtado de Mendoza y Cabrera, había recibido el marquesado de Cañete de manos de Carlos I el 7 de Julio de 1530, según consta en Wikipedia. El Marqués de Cañete fue enviado a hacerse cargo del virreinato del Perú, con el encargo real de apaciguar y fortalecer los límites del virreinato, amenazado tanto por infundios que se prodigaban los súbditos españoles entre ellos, y que amenazaba con desbaratar lo conquistado, como la resistencia que imponían los aborígenes conquistados. Hurtado de Mendoza había escrito al rey que la mayoría de los españoles que habitaban el virreinato carecían de patrimonio y de empleo, razón por la cual se dedicaban a revolver la perdiz. Era necesario “desaguar” la tierra de tantos elementos ociosos. En 1560 el marqués envió a su hijo García Hurtado de Mendoza para apaciguar y fortalecer las difíciles fronteras que mantenían los araucanos en pugna con las tropas españolas. El territorio conquistado por Pedro de Valdivia al sur del Bio Bio, recibió especial atención de García Hurtado, quien decidió fortalecer este flanco como cabecera del territorio, fundando la villa de Cañete de la Frontera, allí donde Valdivia había instalado el fuerte Tucapel. La villa recibió el nombre de Cañete como un homenaje filial, de quien fuera enviado para esta difícil empresa. ¿Y qué tiene que ver esta estratégica fundación con el respetado Premio Nobel? Pues me aseguró Ruiz que Canetti y Cañete tenían un mismo origen familiar, los Canetti, judíos españoles que españolizaron el apellido como Cañete. Será. De este modo resulta que un Cañete termine apareciendo en una ciudad al sur del mundo, sin que lo sepa Canetti, lo cual hubiera sido muy entretenido. Canetti cuando fue a Marruecos a filmar un documental se dedicó a visitar la judería, se adentró en la ciudadela llamada Melah para conocer la diversidad de judíos, blancos, negros, bereberes, y observar como los judíos conservaban su particularidad racial en cualquiera circunstancia. Lo que más retuve de Las voces de Marrakech fue su cuento La saliva del morabito, genial, modelo de observación, ojo antropológico. Una joyita de relato. “Masticaba con cuidado, como si de un rito se tratara. Esto le deparaba a ojos vistas un gran placer, y mientras lo observaba, me llamó la atención su saliva, que debía ser abundante… me dirigí algo tímidamente hacia él y puse una moneda de veinte francos en su mano. Los dedos permanecían extendidos; en efecto, no podía cerrarlos. Elevó la mano lentamente y se la llevó a la boca. Apretó la moneda contra sus gruesos labios y la hizo desaparecer en la boca”. Cáspita, lo que masticaba con fruición este ciego eran monedas. Sí, sucias monedas que él movía al interior de su boca antes de escupirla y guardarla en un morral. No diré qué asco, porque no lo vi. Canetti que sí lo vio y observó es condescendiente con el ciego, pero igual es difícil de tragar la escena. Un mercader se acercó al estupefacto Canetti para decirle al oído: “es un morabito”. Está bien: los morabitos son hombres santos a los que se les atribuye poderes especiales. ¿Pero por qué se mete la moneda en su boca?, ”lo hace siempre”, respondió el hombre, como si fuese lo más natural del mundo, aunque tal vez sea lo más natural del mundo, no para nosotros. Veamos: el morabito es un hombre santo, ¿no es cierto?, entonces también su saliva es santa. Claro, cómo no haberme dado cuenta. Todo queda en la esfera sagrada, diría Mircea Eliade, que a todo esto es tan búlgaro como Canetti. En cuanto las monedas entran en contacto con su saliva, el morabito le dispensa una bendición especial a los donantes, la entrada al Paraíso. Los devotos corren a depositarle monedas al morabito, en la seguridad que están ganando la vida eterna. Canetti señala que el morabito luego desapareció de la faz de la tierra, tal vez el morral estaba demasiado lleno.
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Me he desviado un poco, digresión diría Ruiz, de porqué saltó Canetti a la palestra. El 25 de Octubre participé en la gran manifestación de la oposición chilena, un millón doscientas mil personas insinuó la prensa. Y lo que más me llamó la atención es que se trataba de una muchedumbre que no se colocaba detrás de bandera alguna, tampoco coreaban consignas patrioteras como suele ser en los encuentros de la selección nacional, aquí se juntaban moros con cristianos, viejos tercios con millennials, destartaladas cassetteras y costosas minicomponentes all in one, jóvenes en scooters versus motoqueros vintages, abuelas que arrastraban a los nietos y madres que conversaban con sus amigas. Todo en buena onda: o sea, nadie osaba acusar al prójimo, todos dejando hacer, utilizando altas dosis de tolerancia hasta con unos travestis desubicados que insistían en mostrar sus calzones. La tónica dominante: todo el mundo buscaba registrar el momento, se olía que era algo histórico, que de esto se hablaría como sucede con los terremotos en que todos se preguntan: ¿qué estabas haciendo en ese momento? y todos recuerdan indefectiblemente. Ese recuerdo indeleble se estaba gestando ese día para todos los concurrentes. Un referente que todos conocen y que utilizaremos cada vez que queramos iniciar una conversación con algún desconocido, “¿y que hacías tú ese día?”. Al menos una selfie que señale presencia, o aquella imagen de mujeres que danzan enlazadas cantando sentidas canciones que las hacen reír. Es que la concentración se realizaba en el momento cumbre de las redes sociales, que también sirven para convocar. Y se realizaba en el paraíso de los celulares, más cámaras de fotos que alzadas en millares de manos alzadas para captar más territorio, más jolgorio, más gente con rostros pintarrajeados.
Pero la manifestación no era solo una fiesta, que lo era, un carnaval, sino también una protesta masiva, las masas que rugían. Y ese carácter de masa fue lo que me envolvió y golpeó. Me hizo sumergirme en un marasmo, perder el sentido de individualidad, sentir un mismo latido con los prójimos que me rodeaban. Todos sabíamos que la masa era enorme, que se desparramaba por cuadras y cuadras, pero era inútil intentar asomarse para captar el inmenso conjunto, solo Dios debería estar contemplándolo a piacere. Yo me limitaba a sentir con los próximos, mi mujer y su hermana, amigas que nos acompañaban. Y a la distancia llamando a mi hija que se había juntado con su lote de amigas y no salía de su emoción. Me conecté con un momento semejante un Año Nuevo en Valparaíso, en que abrazaba a mi mujer y frente a la bahía pletórica de fuegos artificiales mientras sostenía una conferencia telefónica con mi hija, pura emoción por un nuevo tiempo que venía. En el momento en que también mi hijo llamaba entusiasmado por el gentío. Sí, ese era el estado de ánimo: el de los nuevos tiempos que vendrían, al menos debe haber sido el pensamiento dominante, sino, ¿para qué juntarse con tanta gente anónima que nunca más llegarás a ver? La gente así reunida se prende con una cantidad enorme de confianza, vuelve a creer en la humanidad. Escuché que alguien dijo: “Chile es extraordinario, cuando menos se espera despierta”. Quiso decir, los chilenos son seres inesperados porque la semana pasada estaban todos callados y ahora de golpe llega un millón de personas sin que haya una voz única que lo haya convocado, este era un incendio de combustión espontánea, como cuando en los veranos tórridos surge uno, tres, cientos de focos de incendios en los secos bosques chilenos, y se dice que no es posible, que hubo una mano concertada que produjo los focos, deben haber sido los mapuches dicen algunos malintencionados. No, fue un 30-30-30 perfecto, dice un aprendiz de meteorólogo. Algún día sabremos con certeza cuál fue nuestro 30-30-30 que incendió a los millones de ciudadanos que de porrazo se asomaran al mismo punto de la capital, haciéndola hervir de fervor.
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¿Y qué diría Canetti al respecto? Poseedor de una mezcla de culturas, testigo privilegiado de un mundo a la deriva, a Canetti le tocó presenciar y vivir el surgimiento de los regímenes totalitarios en Europa, observar como se incubaba el holocausto en los años 30, cuando Hitler llegaba al poder, se producía la noche de los cristales rotos y el linchamiento y ataques a los comerciantes judíos, cientos de sinagogas quemadas, muertos y arrestados por doquier, frente a la complacencia de las autoridades nazis. Eran tiempos recios que soplaban por todos los países europeos, que obligaban a los judíos a frecuentes desplazamientos. Hay en Canetti una concepción peculiar de la historia que me gusta, aquella historia oral tan propia de la cultura latina de donde procede, acostumbrado a exponer las experiencias de la vida y agregar moralejas a los relatos. Su preocupación por el conflicto entre individuo y colectividad, los desvaríos del poder, la búsqueda de fusión anímica del individuo en las masas. Ese Canetti me impactó sin conocerlo. Y hoy día se me reaparece y me convoca. Sentir la repugnancia que él experimentó frente a la oleada de odio y fanatismo que asoló su región, preguntándose cómo podían las masas moverse ciegamente al dictado del caudillo mesiánico. Por eso hoy día, al observar las manifestaciones populares, la gente que se moviliza espontáneamente, siento que algo está cambiando. La gente que me rodea, en esta tarde que se enrojece por las barricadas, expresa un repudio a las cúpulas de todo calibre que se apoderaron de la institucionalidad a que teníamos derecho los chilenos en nuestro legitimo tránsito a la democracia. Simplemente ya no se cree, no se confía en intercesores que nunca lo fueron. “La masa ya no se conforma con piadosas condiciones y promesas, quiere experimentar ella misma el supremo sentimiento de su potencia y pasión salvajes”. Bien Canetti, acertaste, de eso se trata, el núcleo de este movimiento de masa es querer sentir en tu cuerpo el sentimiento de potencia que te han robado, te arrimas al otro para pujar juntos por este advenimiento. Era demasiado, solo un extranjero como el próximo presidente argentino podía expresar este extrañamiento. Fernández dijo que cuando le hablaban del milagro chileno, el económico, contestaba: “el único milagro que yo veo es que la gente no reacciona”. Veíamos como se acumulaban las desconfianzas, el escándalo por mostrar mansiones, autos de “alta gama”, caros cruceros, expuestos groseramente en anuncios de diarios y en la tele, mientras te machacan: “tengo que anunciar que entraron a robar en mi casa”, “no se preocupe, inmediatamente informo para que le pongan una alarma”. Todo lo que le interesa solo a una clase social dominante expuesto en los medios como paradigma de la sociedad chilena, ha sido el colmo. Demasiada ostentación. O demasiada burbuja, o demasiada tranquilidad en su zona de confort, hasta hoy día que el mentado milagro y el antojadizo oasis se desmoronan.
Pero decía que esta concentración guarda un sello distinto, la gente simplemente sale de sus casas y se encuentran con otros que también salieron de sus casas, un olfato colectivo que se propaga. Y hoy no es un misterio como la espontaneidad se autoconvoca y se propaga por las redes sociales como grandes praderas en llamas. Aquí no hay agentes extranjeros provocando la caída del régimen, ¡son las redes loco! Mientras un viejo militante se queja de que falta conducción de las masas, lo miro perdido, y recuerdo que un famoso cineasta ha posteado lo mismo, que echa de menos conducción. Miro a la gente contenta, ondeando banderitas, otros con caretas festivas y digo, cómo esta gente puede estar tan perdida. No lo están, están experimentando tener un trozo de poder en sus manos, con todo lo simbólico que pueda resultar, pero allí se respira poder, nadie piensa qué pasará más tarde mientras ahora se sientan ciudadanos. No saben el éxtasis que experimenta la muchedumbre, se les nota corporalmente, se siente en el aire. Entonces, ¿la conducción sería estéril? La conducción más bien es peligrosa, ya lo sabe Canetti. Hay una masa que no experimentará la rebeldía, proclive a ser manipulada. La masa conducida pierde su capacidad de soñar. En mi entorno se eleva una multiplicidad de voces que antes no se escuchaban y que enarbolan las más variadas demandas sociales, sí, miles. La gente ya no siente como propia la constitución, descubrieron que tenía un cancerbero para defender el modelo consagrado por la carta magna, o sea, que la constitución nunca podrá moverse. No jodan, dejen de joder. La gente ya no cree en una historia oficial inamovible. Tengo que confesarte Canetti: la gente botó las estatuas de Pedro de Valdivia y de García Hurtado de Mendoza en Cañete, no es broma, salió hoy día en El Mercurio. Lo siento Canetti, créeme que lo siento pero la gente ya no cree en el que fue gobernador de Chile, el marqués de Cañete, subsisten resquemores, la villa de Cañete de la Frontera ya ha dejado de defender la frontera. Y lo agarraron con el marqués. El asunto es más grave Canetti. Los ciudadanos están huérfanos de representación y si no creen en próceres coloniales menos podrán inclinarse por figuras patrias que antes hacían sentido. El punto de amalgamamiento nacional se ha trizado, es cierto. Pero a cambio surge una demanda desde abajo, sin intercesores, desordenada, chascona, pero libre, muy libre. Se escuchan voces nuevas que se atropellan, se desdicen, todavía con rabia, pero no importa, son más creíbles. El discurso oficial ha terminado por saturar a la población, su credibilidad llega a cero, hasta la gente que protesta por la violencia terminan diciendo: yo también estoy con la protesta. Eso es inusitado, que todo el mundo tenga el mismo sentir, futbolistas, taxistas, cirujanos, y no es por miedo, es porque el sentido común aún existe. Eso es lo que encuentra un extranjero que llega a Chile, la unanimidad que alcanza el rechazo al sistema; esa es la gran sorpresa que nos llevamos: que tanta gente pensara lo mismo y no tuviera oportunidad de decirlo, hasta ahora.