Jacques Rivette (1928- 2016): El autor como obra
Si algo ha llamado mi atención con fuerza a medida que han ido pasando los años es la longevidad de la generación Nouvelle Vague (en extenso, más allá de “la banda de los cinco”). La muerte los ha encontrado en activo y sin decaer, mantener rigor y vigor es una facultad extraña, me sobrepasa entenderla, solo me atrevo a pensar que tal vez ahí se encuentra la verdadera madurez. Y que la madurez no tenga que ver con autosolvencia económica/laboral, independencia del hogar materno o vida marital; sino con haber consolidado el devenir de la niñez y la juventud, con toda su curiosidad, inexperiencia y atrevimiento, en un rasgo singular, propio de cada uno, que le define como individualidad tras años de ensayo y error. En el caso de estos directores aquello tendría que sostenerse en la determinación cabal de la política del autor de cine. Autor que se conforma con su obra y no previa a ella. Morir digno y viejo. El ejemplo que no pudo cumplir completamente con aquello fue Truffaut, quien murió joven, pero no podía ser de otra manera, el más apasionado se consumió prematuramente al precio de haber entregado todo. O pensemos en Jean-Pierre Léaud, el actor, me acongoja verlo en pantallas en la actualidad, perdida su juventud, se ha vuelto un espectro de otra época y de sí mismo, que todavía deambula, cargado de memento mori a la vez que proyectando imaginariamente la vitalidad y neurosis del niño, adolescente y joven que fue, capturado en imagen.
Pero bien, la generación Nouvelle destaca por su pluralidad, aunque compartían un cotidiano -laboral, afectivo- común basta ver un filme de ellos al lado de otro para que las diferencias, distancias y oposiciones despeguen ante nuestra mirada. Debido a su lamentable fallecimiento el viernes hoy me toca decir unas pocas palabras sobre Jacques Rivette.
A comienzos de 1949, luego de matricularse en la Sorbona, Jacques Rivette deja su natal Rouen y se va a vivir a París, donde conoce al grupo de cinéfilos que animaban cine-clubs y tenían largas conversaciones nocturnas sobre cine. Entre sus pares, algunos de los cuales pasaron como él a la producción de películas una década después, se encontraban los famosos Truffaut, Godard, Chabrol, Rohmer; uno de ellos, Jean Douchet, lo describió como apasionado, parlanchín y contradictorio, su locuacidad lo hacía siempre ganar las discusiones: “Era el alma secreta del grupo, el pensador oculto, un poco censor. Su manera de pensar era siempre abrupta, muy contradictoria; no dudaba nunca en destruir lo que antes había adorado”. Dentro del núcleo que después pasaría a formar la cabeza de la Nouvelle Vague Rivette se mantuvo a la sombra de esos cuatro nombres. Como ellos compartió generación con los miembros del eje “Rive gauche”: Varda, Marker y Resnais. Con su muerte solo van quedando ella y Godard.
Aunque partió en las labores propiamente cinematográficas antes que muchos de sus compañeros, con el corto Aux quatre coins (1949), destacó con ese llamado Le coup du berger (1956), donde ya se demostraba la animada conjunción de labores y figuración de otros miembros y actores de Cahiers como de la Nouvelle Vague (Chabrol, Godard, Truffaut, Jacques Doniol-Valcroze y Jean-Claude Brialy); sin embargo, pasó al largometraje recién en 1961 con la fundamental Paris nous appartient. A principios de los sesenta se hace cargo como redactor jefe de Cahiers du cinéma, sucediendo a Rohmer, y recoge el debate teórico de esos años, perfilándose el giro político de la revista que para el año 1968 se radicalizará hacia la izquierda más militante.
Si hay un texto del Rivette-crítico que sea fundamental, sin duda es “De l’Abjection” (Cahiers, 1961), donde discute el filme Kapo de Gillo Pontecorvo, ambientado en un campo de concentración nazi, e instala el tratamiento ético de la puesta en escena cinematográfica. Un travelling de esa película que reencuadra al protagonista femenino es comparado con voyerismo y pornografía. En los años consecutivos a la entrada a la modernidad por parte del cine, a las consignas más importantes de la discusión crítica francesa -política de los autores, conciencia moderna, retirada del clasicismo- Rivette sumó una espiral de sentido a la imagen que no ha dejado de fructificar. El cine ya no fue más inocente y libre de culpa, como recogió Serge Daney años después en su versión actualizada del texto rivettiano con su ensayo “El travelling de Kapo”, cada vez que nos enfrentamos a películas como La lista de Schindler o, si pensamos en Chile, Allende en su laberinto, o en los films respuesta como Shoa o, más actualmente, The Act of Killing. La belleza de la imagen tiene que ceder a su tratamiento justo, concebible en su violencia, sin espacio para la manipulación emocional descarada ni el cinismo sobreprotector. Rivette encomienda que las imágenes piensen por sí solas, ajustadas en su punto de ataque, para ser juzgadas por el punto de vista que las sostiene y en su ejecución, carentes de formalismos abusivos.
En cuanto a su producción fílmica, lo que he señalado anteriormente se puede rastrear al fondo de la secuencia del visionado de Metrópolis de Lang en Paris nous appartient. Al comienzo de ésta última un tren llega a la estación, como en uno de los primeros rastros del cine, pero esta ocasión pone a la cámara como pasajero en vez de público. El epígrafe del filme indica “París no pertenece a nadie”. Una contradicción y respuesta al título da inicio al enigma Rivette que se desarrollará a lo largo de su filmografía. Incansable en su repetición de tópicos, el teatro, el complot, la inexistencia de la inocencia y la inaccesibilidad a la verdad, Rivette disuelve la representación -formal, cerrada, inteligible- en la realidad más inabarcable. Por esa disolución pasan el arte, la literatura, la historia, la política, las formalidades culturales, la enseñanza, las relaciones humanas, la amistad, las parejas y, obvio, el cine. En sus películas nadie es inocente, pero al mismo tiempo ninguno maneja hegemónicamente el conocimiento del poder porque no hay quien pueda acceder al conocimiento absoluto; solo hay pistas, pistas que pueden llevar a cualquier lado, a equívocos de los más banales o a roces con lo sublime kantiano. En años en que Thomas Pynchon publicaba novelas laberínticas, Rivette hacia su propia versión francesa, abstrusa y cómica del complot de la realidad.
El propio formato se confundía con aquello, para su tercer filme, L’Amour fou (1968), el metraje se extiende y las tramas se multiplican. Para 1971 termina la mítica Out One, película que desafía las convenciones de exhibición al durar 13 horas, anticipando lo que podría haber funcionado como una serie de televisión de nuestros días. A estas alturas Rivette se ha puesto de espaldas al circuito comercial e industrial del cine y se convierte en el gran excéntrico del cine francés. Aun así, con un poco de paciencia, su cine puede ser más amigable que el de otros de sus contemporáneos, Céline et Julie vont en bateau (1974) o Le pont du Nord (1981) decantan muy personalmente el espíritu de su época, la sicodelia setentera y la sociedad enfermiza de los 80’s, si me permito reducirlas a uno de sus elementos y ni siquiera el más significativo.
Para los noventa Rivette alcanza cimas de ligereza comparables al Resnais de esos mismos años. Entre ejercicios con los géneros, como el musical en Haut, bas, fragile (1995), hace su versión de Juana de Arco en Jeanne la Poucelle (1993) y se manda una adaptación del relato corto de Balzac, La obra maestra desconocida, La belle noiseuse (1991), más larga que el tiempo que se puede invertir en leer la novelita. Esta película es de verdad una obra maestra desconocida para el público fuera del circuito cinéfilo y trae el lado más romántico (en el sentido “alemán”) del director. Durante los dos mil siguió en pie su faceta ligera/abstrusa, quedando claro que su trabajo no pasa por una obra seminal, aunque el crítico David Thomson compare Céline et Julie con El ciudadano Kane en importancia el cine de Rivette no aspira ya a tal grandilocuencia, las suyas son películas que pueden ocurrir en cualquier salón de la mansión Kane, no necesitamos carteles que nos adviertan que está prohibido ingresar y hacer jugarretas una vez allí dentro. De este período solo conozco Va savoir (2000), una pieza de biblioteca para equipo de actores, y va llegando el momento de decir algo más y concluir.
El trabajo de Rivette pudo fructificar gracias al desempeño teatral de los mecanismos de producción. Como si de una compañía de teatro se tratara, con miembros estables e invitados notables, pudo ir y venir con sus temas recurrentes y sus efectos ingeniosos. Complicidades, desengaños abundan en las historias y seguro detrás de la elaboración de esas películas. Esa estabilidad en complicidad pone a Rivette en la línea de directores como Bergman o Fassbinder, necesitados de la estabilidad de su troupe para darles papel y encontrar para sí inspiración y colaboración. En ese contacto laboral-humano se aprecia su profesión de fe por el cine humanista de Jean Renoir y Rossellini, contrapunto al nervio y pesimismo de Fritz Lang y Hitchcock, sus grandes referentes. La puesta en escena es la vida.