Diálogos exiliados (50): El ojo que miente (1992)
Acostumbrado durante años a hacer películas con presupuestos y plazos mínimos, Ruiz aprovecha al máximo la primera oportunidad que la industria europea le concede en casi una década para filmar las bizarras aventuras de un detective de milagros, perseguido y acosado por escenarios de pesadilla. Su compinche en la aventura fue nada menos que John Hurt, quien alimentó en el realizador a exhibir sin restricciones una faceta que —aunque parezca extraño— casi siempre dejaba oculta: su poderosa vocación cinéfila.
Alejandra Pinto: Me dicen que empiece yo. Creo que lo primero que puedo decir es que mi amor profundo por John Hurt se verá desbordado en esta conversación. Lo extraño mucho, ¿saben?
Quintín: Te voy a dar la razón, al menos en parte. Esta debe ser la primera película, europea al menos, en la que Ruiz trabaja con actores de primera línea. Hurt, desde luego, pero también David Warner, que es genial y al que usualmente le tocaba hacer de monstruo. Incluso el francés, Didier Bourdon es muy bueno, pero los secundarios también. Se nota que había presupuesto para actores, pero para actores de cine. Yo creo que hasta esta película, Ruiz no creía en los actores de cine. Por razones financieras, seguramente, metía mucho actor de teatro en sus repartos. Pero es otra cosa tener a Hurt ante la cámara. Tanto le gustó que le hizo hacer dos papeles, para poder aprovecharlo más.
Christian Ramírez: Estaba pensando en eso mismo: con la salvedad de La isla del tesoro, financiada (en principio) por dineros estadounidenses y donde figuraban en roles secundarios Martin Landau, Anna Karina, Jean-Pierre Léaud y Lou Castel, entre otros, y había dinero para escenas de guerra, explosiones, camiones y jeeps, Ruiz nunca había tenido acceso a materiales usuales en el cine comercial, a recursos espectaculares, por decirlo así. No es que los haya buscado tampoco, pero El ojo que miente se beneficia de esa situación más aliviada. Esta es una película harto más especial de lo que parece: es su primer filme de ficción ambientado en el pasado distante (la acción parte un 11 de noviembre de 1918). Es el primero que está filmado en formato anamórfico (que usa de manera más eficiente la película en 35mm). Es el primer título que consiguió meter en la Selección Oficial del Festival de Cannes. Y lo que me llamó más la atención: es la primera vez que Ruiz usa la paleta de colores tierra —ocre, amarillo, café— que se convertiría en el sello visual de sus films de madurez. Adiós a los filtros rojos, dorados y azules que marcaron su obra desde El territorio (1981) en adelante. Fuera con esos recursos posmodernos y bienvenido este nuevo look.
P: Hay que tomar nota del tono más pausado y menos agotado que las películas que habíamos visto antes. En algún momento pensamos en las cargas que estaba llevando Ruiz, y aquí parece haberse liberado de alguna forma. El cambio también tiene que ver con esta nueva paleta de colores. Sin embargo, hay un tema que nos remonta a sus primeras películas: Desde el inicio, nos enteramos de que su protagonista es “aficionado a los idiomas y a los milagros”, una afición que le reconocemos a Ruiz en sus películas chilenas y varias de las francesas. Sumemos que la doble —puede que sea triple— aparición de John Hurt también tenga que ver con su mirada sobre el doble. Pensé que precisamente en esa mirada, había algo de reconciliación al respecto.
R: La ironía es que nuestro protagonista —un tipo empleado por la Iglesia Católica que trabaja en una oficina que investiga sucesos paranormales— lo único que quiere es arrancarse de los milagros y otras excentricidades, pero al parecer los lleva consigo a donde quiera que vaya. Tal como Ruiz.
Q: A propósito del tema del doble, la película está llena de ruiciadas. Acá lo usa para atrás y para adelante: un actor (Hurt) hace dos papeles, pero más de un actor hace el mismo papel. También las disquisiciones sobre religión, filosofía y técnica. Así como sus raras obsesiones sexuales, entre el puritanismo y la chanchada. Ruiz no habla muy bien de la película, dice que no tuvo oportunidad de editarla y al final la montó el productor, que le sacó partes, pero se ve que se divirtió y tiene un tono de disparate muy amable. La idea de que los curas se oponen a los milagros y que la misión de la Iglesia es evitar que ocurran es fenomenal. Lo mismo lo de la fábrica de prótesis (¿qué le dará a Ruiz por las deformidades?) y los diálogos de los personajes con las distintas vírgenes que sobrevuelan ese pueblo feudal, que también es una villa industrial al estilo de Julio Verne.
R: Tal como decía Q, hay algo en este argumento que se presta a una sinopsis más o menos convencional, al menos en mi versión de los hechos. Aquí vamos: fanático de los idiomas y sus modismos, el doctor Felicien Pascal (Didier Bourdon) es un especialista que trabaja en esta oficina de milagros sostenida por la iglesia, no para promoverlos sino para refutarlos. Un día recibe el aviso de la muerte de su padre y decide emprender viaje a Portugal a terminar los negocios del muerto (una supuesta participación en un ingenio llamado Panopticon), pero, a lo Kafka en El castillo, Pascal llega a destino: abandonado por la carreta que lo lleva a mitad de camino, se distrae continuamente en medio de parajes alucinantes —planicies repletas de muletas, vírgenes locales que aparecen arriba de árboles, lomas y hasta personas, alquerías donde perros devoran a labriegos muertos y gente local que camina sonámbula, un cura que cabalga predicando cual Quijote— hasta que al fin llega a los terrenos del Marqués, un sujeto rarísimo y elusivo que a veces parece un pordiosero y en otras ocasiones semeja a un noble y cuya casa es habitada por un dúo peculiar (algo ya presente en Los desvelados del puente de L’Alma y La barca de oro, pero esta vez es un motivo elaborado tal como Ruiz quiere: mitad pareja de filme de terror, mitad Abbott y Costello). Este par de tipos, interpretado por John Hurt y David Warner, son los engranajes que mueven el film y el relato, a placer. De algún modo son los cancerberos del marqués, pero también sus factótum. Hurt es el yerno del noble (quien, a su vez, también es interpretado por Hurt) y alguien que ocupa sus recursos para financiar su gran visión: crear una prótesis adaptable para gente de entre 1.60m y 1.80m, una invención que debería volverle millonario de cara a la Primera Guerra Mundial. Más misterioso es Ellic (David Warner), suerte de artista/poeta/inventor que opera al interior de la mansión un laboratorio a lo doctor Frankenstein y de cuyos designios ocultos pende toda la resolución de la trama. Si sumamos el viaje de Felicien (que a medida que la película transcurre se parece más y más al Jonathan Harker de Drácula) y las andanzas de estos dos, definitivamente entramos en el terreno de lo oscuro, lo gótico y, casi una curiosidad para Ruiz, el cine de género.
P: Me llama la atención que antes hemos tenido un coqueteo con las películas de terror, pero en este caso el tema aparece de frente. La idea de un investigador que tiene que viajar a un pequeño pueblo perdido donde pasan cosas imposibles tiene que ver con Drácula y muchos cuentos de fines del siglo XIX. Hay una tensión entre esas ganas de desentrañar los misterios pero al mismo tiempo, usar técnicas para descubrir que son una farsa. El mismo Ruiz señala en el libro de Cuneo que hay una referencia directa a Lovecraft, quien tenía una obsesión con esa forma de enfrentar las cosas sobrenaturales, más movido por la razón que por lo fantástico. Por otro lado, tenemos una iglesia católica que se niega a reconocer los milagros que ocurren en el lugar, más que todo porque “los milagros son una cosa muy seria” y la iglesia no puede darse el lujo de asumir cualquier cosa como milagrosa, considerando incluso la aparición de la Virgen. Es como si quisieran aterrizar todo lo que pueda parecer extraño. Por otro lado, ¿es el tema de las prótesis una referencia al tema de los cuerpos desmembrados, que le hemos visto tanta veces en películas anteriores?
Q: Yo creo que, con eso de que se inspira en “el gótico inglés de Lovecraft”, como dice en el libro de Cuneo, Ruiz nos engaña una vez más. Primero, porque el gótico de Lovecraft no es inglés sino americano, pero sobre todo porque en esta película no hay nada de Lovecraft, cuyos terrores venían de antes del cristianismo y no tenían nada que ver con curas, ni vírgenes ni científicos locos.
R: Quizás la conexión lovecraftiana pasa por la condición de testigo de los hechos y los milagros a los que somete al doctor Pascal, pero a su vez esa idea del viajero que va en busca de algo o se topa con algo, también está presente en el Arthur Gordon Pym, de Poe…
Q: Las principales fuentes de inspiración de la película, y esto me parece muy interesante, son cinematográficas. Aunque la historia recuerde al Castillo de Kafka, aquí hay mucho Drácula y Frankenstein de las versiones vistas en el cine. Pero también hay Buñuel y el cura parece sacado de una película de Berlanga. El cine de género, los actores, los efectos especiales, la historia con los milagros, además del uso del color y el lente anamórfico que señala Ramírez, más un argumento lleno de vueltas y misterios pero fácil de seguir, la utilización de secundarios que cumplen una determinada función, como el niño que hace milagros, la convierten en una de las películas más cinematográficas (en un sentido tradicional) de Ruiz, que hasta parece haberse inspirado en El joven Frankenstein de Mel Brooks. Las vírgenes están todas interpretadas por Myriem Roussel, la mismísima actriz que interpretó a esa virgen escolar hija del dueño de una gasolinera en Yo te saludo, María, de Godard. A mí me parece que Ruiz se sacude acá de sus años sumergido en el cine vanguardista hecho con presupuestos estatales y compañías de teatro. Las ideas le vienen de otro lado y lo liberan un poco de la presión cultural. Aunque reaparecen muchas de sus marcas personales, tal vez sea de lo más libre que filmó en esa época. Es una película divertida y hasta tonta, dicho en el mejor sentido, con una clave de fantasía infantil de matinée de barrio.
R: Por fin parecemos ver una película de Ruiz que se acerca a las cintas que miraban en el cine los protagonistas de Memoria de apariciones y La lechuza ciega: desbordadas, torrenciales, arbitrarias; capaces de habitar su territorio narrativo de acuerdo a sus propias reglas. Tal como acaba de decir Q fuera de micrófono: “solo a Ruiz se le puede ocurrir que John Hurt hable con John Hurt, en cámara”...
P: No sólo hace hablar a John Hurt consigo mismo, sino que también lo hace hablar a través de sí mismo y compartir su cuerpo. Volvemos al juego de espejos, personajes que aparecen de manera traslúcida, inmateriales, sin peso.
R: Toda esa especulación pseudocioentífica, en clave sci-fi, en la que Ruiz se sumerge —sea por el lado de los inventos de John Hurt o los experimentos de Warner— es algo nuevo en su cine. Anteriormente, Ruiz se había entretenido con mitos, leyendas y horrores primigenios, laberintos iluministas, juegos mentales y simbólicos. Lo más cercano a esta idea de lo “maravilloso” quizás estaba en los trabalenguas árabes de La lechuza ciega, y de ahí quizás surge esta vocación de la película por ir enredando un material que un filme de terror cualquiera contaría de forma mucho más simple y vulgar. El ojo que miente no resiste la tentación de incluir el “cuento dentro de un cuento”: cuando el marqués entra en la habitación de Pascal, le indica que debe abrir un libro en la página 166, un libro cuyas páginas están vacías, pero que ante un estornudo del marqués comienzan a llenarse de letras, dando por fin inicio al flashback que nos aclara algo de la trama. Todo ese retruécano parece sacado de Las mil y una noches sin culpa alguna.
Q: Yo tengo la impresión de haber visto un Ruiz para niños. Pero no lo digo despectivamente. Es como si Ruiz hubiera hecho una película de divulgación, en tono de broma, acerca de su propio cine. O tal vez sea lo contrario y todo su cine se concentrara finalmente en esta película, que no deja de ser un gran ensayo sobre la vida, la muerte, el sexo, la religión, la modernidad y el arte.
R: Eso que acabas de decir es muy similar a lo que escribió Adrian Martin en el número 2 de Rouge (ese que está dedicado a Ruiz).
Q: Le podemos permitir entonces a Martin que cierre este diálogo.
R: “La película es la introducción perfecta al trabajo del poeta más irrespetuoso y gnómico del cine”. Un buen lugar donde empezar.