Diálogos Exiliados (37): Manoel en la Isla de las Maravillas - La pequeña campeona de ajedrez
¿Cuál era el objetivo último que Raúl Ruiz perseguía al narrar las aventuras de Manoel? Al llegar al tercer y último capítulo de su serie de TV, creemos que las piezas sueltas de este gran puzzle —la posibilidad de una velada autobiografía, el monstruoso catálogo de temores y fobias infantiles, los coqueteos con el género fantástico y el horror, y esa fuerte pulsión contestataria (anti familia y anti escuela) que cruza el relato de principio a fin— son acaso la muestra más acabada de lo que este realizador de 43 años era por entonces: un talento, por más que intentaba controlar sus explosiones, no paraba de ebullir.
Manoel en la Isla de las Maravillas (1984)
III. La pequeña campeona de ajedrez
Alejandra Pinto: Viene el momento de la verdad. Ahora es cuando en el Manoel de Ruiz podemos mirar a los ojos a la extraordinaria Marilina, la persona más inteligente del mundo, campeona de ajedrez y ejemplo demoníaco. ¿Soñé con Marilina después de ver la serie? Por supuesto. ¿Quiero ser como Marilina? Faltaba más.
Christian Ramírez: ¿Idea mía o Ruiz nunca había diseñado algo parecido a un archienemigo? Hasta ahora teníamos esposas fantasma (El tango del viudo), un diablo argentino (Nadie dijo nada), un novio aristócrata (Palomita blanca), prelados conspirativos (La vocación suspendida) y un estudiante asesino (Las tres coronas); en fin, en el cine de Ruiz hay muchos antagonistas —como en cualquier otra filmografía desarrollada con cierto nivel de intensidad—, pero hasta ahora nadie como esta pequeña geniecilla del mal, con el pelo rubio como de muñeca y ojos que cuando juega sus partidas de ajedrez simultáneas (derrotando a quien se ponga por delante) refulgen como los de los niños albinos de Village of the Damned. Creo que Marilina es la encarnación viva de esos muñequitos que vimos en Las tres coronas y en unas cuantas cintas suyas de esa época. Una criatura directamente extraída del cine de terror, con el que Manoel en la isla de las maravillas coquetea de ida y de vuelta.
Quintín: Creo que en este episodio de la miniserie, Ruiz se instala definitivamente en el mundo de la infancia y de su constelación de terrores. Marilina (la niña prodigiosa y maligna) es el más importante, pero también tenemos, por ejemplo, al Capitán, un secuestrador de niños, que los hace desaparecer y los lleva a otros mundos mediante el cine. Son malignos también los otros chicos, que maltratan a Manoel por ser pobre (como hace el novio de Marilina) o por ser rico (como hacen los hijos de la sirvienta). Creo que en las películas que vimos últimamente, Ruiz se instala en la infancia, vuelve una y otra vez sobre ese mundo. La larga escena del cumpleaños de Marilina, en la que no hay adultos y todo funciona como una corte encantada y siniestra no creo que tenga antecedentes en el cine.
P: Ahora que lo estamos conversando, creo que la corte de Marilina y el poder que ella ejerce sobre los niños tiene una deuda con la Reina de Corazones y su séquito, en Alicia en el País de las Maravillas. Todos los niños temen aparecer más relevantes que su reina, quien además es déspota y exigente. Lo es tanto que su novio es un niño que ha debido hacerse un trasplante de cerebro para alcanzar la magnífica inteligencia de Marilina. Es el horror desde todos los ámbitos, porque es también la encarnación de esa falta de libertad a la que Q hacía referencia más arriba.
R: Es verdad lo de la conexión carrolliana, pero también me imagino este capítulo como una sublimación de una buena cantidad de horrores escolares (y de cómo esos horrores se proyectan, fantasmales, en la adultez). El miedo de no encajar, de ser siempre el nuevo de la clase (algo que le pasa a Manoel cuando llega a la casa de su tía), de sentir que no estás jugando de local. Pienso en esto y es inevitable recordar que algo de eso debe haber vivido Ruiz con los múltiples cambios de ciudad en su infancia —debido a las distintas destinaciones de su padre marino—, y cómo ese escenario se repite cuando arriba a Francia y su ambiente cinematográfico a mediados de los años 70. No parece fácil llegar desde un rincón del mundo y estacionarse en París, una ciudad con 300 salas de cine, la Cinemateca y un ambiente cinematográfico tan excluyente como autorreferente. En ese contexto, llamar la atención del INA y luego de los críticos de Positif y la cerrada tribu de Cahiers du Cinéma es ponerse un poco en la posición de Manoel frente a Marilina y sus amigos. Ella, de hecho, parece admirada de la libertad y la imaginación de este chico que tiene al frente suyo, pero después de dedicarle su total atención, se distrae y actúa como si no estuviera ahí. Lo convierte en otra parte de su decorado. Lo asimila, lo devora y lo desecha.
Q: Es una interpretación interesante sobre un tema que siempre nos ronda: la relación de Ruiz con los críticos franceses. Pero yo creo que las películas portuguesas de Ruiz son las más libres. Por un lado, puede permitirse cualquier cosa; por el otro, parece sentirse menos exigido y se deja llevar por la fantasía o la asociación libre y produce escenas de interpretación casi imposible (aunque sugieren abismos en su mente), como la que cierra la serie, en la que un grupo de alumnos de una escuela religiosa (eso parece, al menos) van caminando y, a la orden del cura tienen que decir cuál es el nombre de su madre y todos contestan “María”. ¿Qué tiene que ver la Virgen (si es que se trata de la Virgen) con las ideas adultas o los terrores infantiles de Ruiz? No tengo la menor idea.
P: Debe ser ese interés religioso de niño criado en colegio católico. Los que pasamos por esa experiencia sabemos que nunca se puede dejar de lado esa formación, aunque nos den ganas.
R: Hace poco vi una escena similar —si no es que calcada a esta— en Les bonnes femmes (1960), de Claude Chabrol: un grupo de escolares, vestidos con capa, caminando por el bosque junto a un preceptor que va cantando unos versos a los cuales ellos responden. También está puesta al final de la historia. Y también posee esa sensación de dar cuenta de un mundo circular. Es como ese eterno regreso a los mismos parajes de infancia, de los que daba cuenta el primer capítulo de la serie, pero usando el recurso del viaje en el tiempo: así como atravesar el tiempo en reversa para advertirle a tu yo juvenil que no tome las mismas decisiones no parece tener mucho sentido (porque eventualmente las nuevas decisiones te dejarán en la misma parte), esta partida de niños que sale de excursión no parece tener otro destino que permanecer siempre de viaje y estar condenada a observarse en presente. El Manoel del primer capítulo quiere crecer de una vez, de una vez por todas. Dejar de ser niño. Esa idea retorna —pero en clave desesperada— en la segunda parte (cuando efectivamente logra cambiarse de cuerpo con un tercero y ser adulto). El protagonista del tercer capítulo, sin embargo, parece algo resignado ante su situación. Se conforma con sus excursiones nocturnas a la Isla del Elefante, junto a sus primos; anhela las visitas del Capitán (tal vez ve reflejado en él sus ansias de escapar, pero ya volveremos sobre eso punto) y aguanta como puede el espanto de tener que asistir al cumpleaños de la niña genio. La ironía es que esa resignación que siente es, efectivamente, un rasgo de adultez.
Q: Ya que estamos en tren de hacer interpretaciones que pueden estar traídas de los pelos, acá les propongo otra. La película trata, en el fondo, de la necesidad simbólica de Ruiz de matar al padre en la figura del Capitán. El padre de Ruiz, como sabemos, era capitán de la marina mercante y en la película vemos como lleva a los niños al cine bajo la forma de una representación de sombras chinas (otra de las obsesiones del director). Pero, además, el padre (con otros capitanes amigos) financiaron Tres tristes tigres, el primer largometraje terminado por Ruiz. En el capítulo tres de la serie, el capitán empieza siendo el que lleva a los niños al cine pero, al final, termina asesinado por una sombra, o por el cine mismo (la sombra asesina es otra figura que se repite en las películas). Como si después de matar al padre (o al fantasma del padre), Ruiz quedara libre para hacer su propio cine (que no sería, precisamente, el famoso “cine de papá”).
R: Es inquietante la figura del Capitán. Llega de la nada (desde puerto ninguno), viene bajo la lluvia (pero esta no lo moja), conduce a los chicos hacia la Isla del Elefante (pero los primos de Manoel insisten en que todo se trató de un sueño, y esto refuerza la idea de que tal vez es sólo nuestro protagonista quien está viendo a este extraño sujeto), lo vemos realizar una suerte de ritual con Pedro —el hijo/sobrino de la tía— (pero una vez que esto ocurre, Pedro desaparece y ya no vuelve más). Además que cuando uno lo divisa, su figura no es la de un capitán del mundo real sino algo más cercano al arquetipo y la caricatura, al mundo de Popeye, el pato Donald o Tintín. Y también, claro, de Long John Silver.
P: Yo añadiría que este capitán no representa ninguna autoridad. Está en un punto medio del adulto y el niño que sigue jugando. Tal vez era esa la visión que Ruiz tenía de su padre y precisamente, haber financiado su película fue un rasgo que lo hizo verlo así. A la larga, Ruiz también estaba entregado al juego.
Q: Me gusta esa interpretación. Ese capitán Alvaro del Pombo, es un personaje juguetón, fantasioso, más que un enemigo terrorífico. Pero igual tiene que morir. De todos modos, me gustaría volver sobre un tema que me obsesiona: la aparición de las escenas truculentas, gore. Aquí, justamente cuando muere el Capitán, el cadáver aparece desfigurado y Marilina le extrae de la boca y de la nariz unos bordados (los bordados, que se mencionan durante toda la película, son un producto típico de Madeira). Me gustaría entender por qué Ruiz apelaba a esas escenas no solo aterradoras sino un poco repugnantes. Lo viene haciendo una y otra vez en las últimas películas.
R: Son los mismos bordados que vimos antes en otra escena espeluznante: por el ojo de una cerradura, Manoel espía lo que Pedro y el Capitán están haciendo en una habitación cerrada por dentro. Ruiz hace un contraplano y vemos el ojo del chico por la cerradura (en cita directa a Psicosis). Cambia de plano otra vez y vemos a Pedro, puesto de perfil contra la pared y un par de manos que lentamente van adoptando la forma de su cabeza, la reemplazan y luego sólo vemos la sombra de esa cabeza/manos que está proyectada sobre la pared. Corte. Vemos a Manoel mirando por la cerradura y desde el interior de ésta se asoma la gorra del capitán, sus manos y luego las manos saliendo por la cerradura, cogiendo al niño, arrastrándolo por el orificio y metiéndolo dentro de la pieza. Cuando el chico cae dentro, le echan unos bordados encima, como si fuesen las redes de un pescador, y ahí queda atrapado hasta que le preguntan: “¿Es lo que querías ver?”. Y contesta: “No tengo palabras para contar lo que vi”, dice el chico. Manoel ya está absorto mirando las sombras. Ya no son dos manos. Son tres, cuatro, las que se mueven hasta que forman un rostro. La cabeza de Pedro. “Fue la última vez que lo vi”, dice nuestro narrador.
P: Los bordados son además otra exigencia de Marilina. Cuando Manoel llega a su cumpleaños, ella le pregunta por su regalo. Él no lleva ninguno, al parecer llegó a visitarla sin saber que era su cumpleaños. Ella se enoja (ya sabemos que la niña genio es un peligro, así que da mucho miedo) y le señala “podrías haber traído bordados o ananás”. La niña no descansa hasta que logra obtener su regalo, el que extrae directo del capitán.
Q: Sigo insistiendo en que a mí me da mucho miedo todo esto. Me pregunto cuántas películas más hizo Ruiz con el propósito de asustarme.
R: Antes que se me olvide: una mención para esa increíble escena en que Manoel comienza a levitar después de inflar un enorme chicle. El dice, “no puedo, no puedo”, pero luego vemos cómo los chicos lo van lanzando de un lado a otro del lago en el que está la casa. Es muy simple el truco, pero muy efectivo y hasta bello: Ruiz acuesta a su pequeño actor en una grúa, lo va desplazando como si no pesara más que una pluma al tiempo que inserta ese lírico tema musical que Jorge Arriagada toma prestado de la partitura que él mismo escribió para El techo de la ballena. No es un sentimiento que el niño experimente a menudo en su serie: felicidad.
Q: ¿Ha llegado el momento de decir que la música de Arriagada no nos termina de convencer o lo dejamos para más adelante?
P: Para más adelante. Son días rudos, no nos compliquemos.