Diálogos Exiliados (29): Bérénice
Al inicio de su fecunda colaboración con el Festival de Teatro de Avignon, Raúl Ruiz intenta una suerte de imposible: adaptar una de las piezas más importantes del teatro clásico francés. "Meterse con Bérénice es cosa seria", dijo más tarde el dirtector, que aún así se lanza de cabeza a recrearla en clave de historia de fantasmas, ruina cultural, número de magia y obra en progreso. Un intento que no parece preocupado de alcanzar la gloria o de estrellarse en el fracaso, sino de sentir a fondo la libertad de crear.
Bérénice (1983)
Christian Ramírez: Parece que Quintín y yo estamos en lados opuestos en esta. Tal vez Pinto tenga que ponerse de árbitro.
Alejandra Pinto: Hola, vengo a mediar.
Quintín: Ramírez dice que la película le salió más o menos a Ruiz y que al lado de la obra de Racine no tiene ni para empezar. Así que le voy ahorrando el comentario.
P: Entremos en terreno menos beligerante aunque sea por un rato. ¿Fue alguno de ustedes el que contó que Ruiz produjo óperas? ¿O lo soñé, fueron mis ganas?
Q: Seguro que yo no fui. La ópera no es lo mío.
R: Es posible que haya producido más de una —una de Cristóbal Colón, cuyo registro, de hecho, no tenemos—, pero lo cierto es que Bérénice es muy importante en su filmografía, por varias razones. De partida, marca el inicio de su abierto compromiso con el teatro europeo, un compromiso que mantendría el resto de su carrera. Lo segundo, es que con esta película se inician (o se continúan) varias colaboraciones que Ruiz tendría con actores y técnicos franceses durante los 80. Por último, creo que esta es la película donde definitivamente Raúl acaba por transformarse en Raoul. Pero de eso hablemos después. Por ahora, les tengo una pregunta: ¿por qué creen que nuestro director eligió esta obra de Racine?
Q: No vale. Es una de esas preguntas de las que quien las formula ya tiene la respuesta. Así que te escucho para después responder.
P: Ah, mi imaginación quiere pensar que la escogió por el puro goce de agarrar una cosa monstruosa y monumental y convertirla en algo aprehensible. En otras palabras, para pasarlo muy bien.
R: La historia cuenta que, originalmente, este proyecto no era una película, sino una adaptación teatral que Ruiz iba a emprender para el Festival de Teatro de Avignon —uno de los eventos teatrales más prestigiosos de Europa—, pero que en el camino retrocedió y optó por presentar una película. Es más: en una entrevista publicada por Le matin de Paris, al momento del estreno, Ruiz dice que se entusiasmó lo bastante con Racine como para animarse a filmar una suerte de “obras reunidas” del dramaturgo en formato Super 8. De manera que la obsesión ya estaba ahí. Ahora bien, en el libro de Bruno Cuneo (Ruiz, Ediciones UDP), el realizador comenta que meterse con Bérénice es cosa seria, que no se trata de cualquier tragedia, que es algo que ha tenido múltiples versiones a través del tiempo (entiendo que Godard mismo está entusiasmado hoy con filmar su propia versión, si es que ya no lo está haciendo) y que por ello se condujo con extremo cuidado. Lo otro es que se trata de una obra en extremo excepcional no sólo dentro de la obra del dramaturgo sino en la propia historia del teatro: Bérénice es una tragedia donde —al contrario de lo que sucede en la mayoría de las obras del género— no muere nadie, algo que en ese formato literario es una suerte de imposible. Es muy sorprendente, sobre todo cuando uno la lee: todo parece estar suspendido en el aire, o como dice Olivier Curchod, en su crítica sobre el film publicada en Positif: estos personajes parecen estar declamando sus textos después de muertos, como si ya se hubiesen convertido en fantasmas. La Bérénice de Ruiz ocupa ese punto de partida, ese estadio previo a que estos personajes históricos se conviertan en las estatuas o en las figuras de los cuadros clásicos, donde su drama queda atrapado en los confines señalados por óleo o en la frialdad de la piedra.
Q: Creo que el comentario del tal Curchod es ingenioso, pero delira un poco. Es Ruiz el que introduce los fantasmas, no Racine. Por lo menos en gran medida. Pero partamos del principio, que es el prólogo de la obra. Dice Racine: “No es necesario que haya muertos y sangre en una tragedia; basta con que la acción sea grande, que los personajes sean heroicos, que las pasiones se exalten y que la obra represente esa tristeza majestuosa que hace todo el placer de la tragedia”. Creo que esas características se mantienen en la película más allá del texto. Las canciones, la manera de filmarla, el modo de decir los textos, tiene esa solemnidad dentro de otra característica que señalaba el propio Racine: la simplicidad de la obra, que tiene muy pocos personajes y “crea algo desde la nada”. De hecho, la obra surge de un brevísimo pasaje de Suetonio que está al principio del prólogo. Ruiz se mete con Racine sabiendo que es un coloso de la cultura francesa, que la obra tiene distintas interpretaciones y que incluso el modo de escandir los endecasílabos alejandrinos está sujeto a controversia. Pero, en mi modesta opinión, lo último que le importa es decir la última palabra sobre Racine sino, en el fondo, proseguir con esa filmografía subterránea, construida de films de encargo (y de muy bajo presupuesto, en general) de la televisión de varios países y, en este caso, de un festival de teatro, en la que rompe con las formas preestablecidas del cine de todas las maneras posibles. Esas son las películas que estamos viendo, en parte gracias a esta misteriosa Asociación de Amigos de Ruiz, que restauró varias y permite que su obra se mire de otra forma.
P: Hay varias cosas que me traen recuerdos de otras películas de Ruiz. Mi primera pregunta sobre la relación que pudiera tener el director con ciertos montajes de ópera tiene que ver precisamente con esa sonoridad que circunda toda la obra, más allá de los versos. La obra tiene un ritmo y una cadencia que, creo, exigía una introducción como la que presenta: actores que están ahí pero que no emiten sonido (como Bérénice), y presencias/sombras que interpretan los diálogos. Esa mirada, muy teatral sobre el montaje, también permite volver a pensar en la casa como territorio —Ruiz de nuevo jugando con casas encantadas— y en cómo sirve a la obra. Al final, la sensación es que Bérénice deambula por un lugar que puede o no contar con más habitantes, y por lo mismo, no sabemos si esos diálogos se remiten a recuerdos de ella o a apariciones que la atormentan.
R: Antes que se nos olvide, quizás hay que explicar un poco la trama misma de la obra. En uno de sus niveles, Bérénice es el relato de un triángulo que envuelve a personajes históricos del primer siglo después de Cristo. Tito, recién coronado emperador de Roma, tras la muerte de su padre, Vespasiano; Bérénice, reina de Cicilia y hermana (y presunta amante) de Agrippa, rey de Palestina; por último tenemos a Antíoco, un valiente oficial de las legiones de Tito que ama a Bérénice con locura. El problema es que ella tiene una relación de larga data con Tito, quien incluso se la ha llevado a Roma. La tragedia se traba cuando Vespasiano muere y Tito debe asumir el trono: Bérénice cree que la elegirá como emperatriz, y el monarca lo haría sin dudarlo, pero hay un impedimento clave. La costumbre romana obliga a que los romanos —de la clase que sean— se casen con los suyos. Tito no puede desposar a Bérénice, y peor aún: tiene que sacarla de la capital cuanto antes y no volver a verla jamás. De lo contrario, no tendría autoridad moral ninguna para que sus súbditos lo consideren un legítimo emperador. En la obra, Racine pone a sus tres personajes en una encrucijada: Tito debe alejar a Bérénice a toda costa. Ésta, por su parte, no se concibe lejos de su amado y no entiende por qué la alejan. Mientras, el pobre Antíoco queda en medio y en la peor posición; sabe que Tito espera de él que marche a Palestina con Bérénice (ambos son reyes de ciudades vecinas), pero también sabe que ella resistirá todos sus avances, y que es muy probable que, de puro despecho, acabe suicidada a lo Cleopatra en plena capital del imperio. Ahora bien, la historia real es más dramática todavía: antes de Tito, Bérénice había tenido al menos dos esposos; de hecho, ella era 11 años mayor que él. Lo conoció cuando Vespasiano había enviado a su hijo a liquidar la revolución de los judíos en el año 68 y nuestra reina jugó un cierto papel en el cruento incendio y saqueo de Jerusalén. Cuando Tito regresa triunfal a Roma, obviamente se la lleva de vuelta y vive junto a ella por varios años, hasta que el padre muere y él de inmediato ordena su regreso a Palestina. Es en ese punto que Bérénice simplemente se desaparece del registro histórico. Se convierte en una especie de fantasma. Y en cuanto a Tito, apenas sobrevive dos años como emperador. Muere a poco de cumplir los 41. Si estiramos la teleserie sólo un poco, no cuesta nada pensar que el tipo muere por falta de Bérénice. Digno de Moya Grau.
P: Hay una pasión desmedida de la historia —esa que se escribe en la academia— por tomar en cuenta a personajes femeninos sólo en caso de que hayan muerto por amor, enloquecido de despecho o sacrificado sus vidas en pos de otro hombre para mantener la grandeza de éste. Si bien Ruiz no ha demostrado tener mucho interés por temas de género (creo que no era el tiempo tampoco) da gusto pensar en que en esta película el único personaje que se revela al completo es Bérénice. Una corporalidad que no depende de nadie y que a la larga, sale y entra del set, tal vez por voluntad propia. ¿Quiero seguir pensando que todo esto es fruto de su imaginación? Por supuesto. Por otro lado, hay un cariño extraño de Ruiz por todo lo que circunda la crónica roja y las historias noir —ya habíamos visto algo de eso en Coloquio de perros— tomando esta historia como la de una mujer dolida y abandonada por su amante. La protagonista aparece vestida con el velo clásico de las vamp de los años 20, representando a mujeres que pasan por encima de todo para lograr sus objetivos. Es melodramático, pero también se parece a las teleseries mexicanas de los ochenta. La estética es muy fascinante, por lo mismo.
Q: Me parece que, en el fondo, estamos de acuerdo en que esta es una película de fantasmas. Lo dice el propio Ruiz en una entrevista: “con Racine es posible hacer una película fantástica”, así como que “las sombras significan concretamente los fantasmas, las apariciones”. Ahora bien, creo que diferimos en cuanto a la naturaleza de esos fantasmas. Pinto acaba de decir que los fantasmas son los de la imaginación de Bérénice. Algo parecido dicen Curchod y Ramírez: es una obra sobre muertos, por eso aparecen de esa forma. Sin contradecir esas hipótesis, quiero darlas vuelta, un poco. Independientemente de la obra (que transcurre en un solo espacio: el pasillo que comunica las habitaciones de Tito y Berenice, en palacio), la película se puede contar como la de un personaje que llega a una casa llena de fantasmas. El personaje es una actriz que hace de Bérénice, pero también hace por momentos de los otros personajes. Es alguien que sabe los diálogos, los suyos y los de los otros. Mi hipótesis es que Bérénice es Ruiz entrando en la casa llena de fantasmas y de sombras del teatro francés (una vez más de esa cultura francesa que le resulta esquiva y hasta ajena por momentos). Ruiz dice que hay muchas discusiones sobre la obra, que plantea la disyuntiva entre la razón de Estado y las emociones. En ese sentido, agrega que hace hablar a ciertos personajes como políticos franceses actuales y que hay una continuidad en la lengua. De hecho, si uno la lee en francés, se sorprende de que las palabras sean tan actuales. Pero también hace que Tito hable marcando la tradición del teatro, mientras que Bérénice diluye los versos, habla casi en prosa. A donde quiero ir con todo esto es que a Ruiz le interesa el presente, en todo caso su continuidad con el pasado, mucho más que la idea de adaptar un clásico noble y serle fiel. La película no es una adaptación sino un nuevo experimento en el que Ruiz explora posibilidades y repite sus obsesiones: los fantasmas, los espejos, las sombras y hasta los secretos, lo que no está dicho.
R: Coincido lo que dice Q sobre el compromiso irrestricto de Ruiz con hacer una versión de la obra en tiempo presente, pero —y aquí es donde nos diferenciamos— creo que entra al partido sabiendo que las chances de salir bien librado de ahí son poco menos que imposibles. Está claro que él no va a ofrecer una versión tradicional, al estilo de las que la BBC hacía de Shakespeare en esos mismos años: trajes, pelucas y música del 1600. Nada puede estar más lejos de su interés. Entonces, revierte al camino que llevaba recorrido en esos casi diez años de exilio en Francia. ¿Qué divisamos? Tal como en La hipótesis del cuadro robado, la obra transcurre en una casa encantada, en una suerte de vacía mansión habitada por fantasmas de la cultura francesa. Tal como en lo que sabemos de El tuerto, buena parte de los personajes que habitan la pantalla se presentan casi como ánimas, criaturas de luz, reflejos captados a través de espejos, cabezas que flotan en el aire, ilusiones ópticas que proceden desde los inicios mismos del cine y que Ruiz recrea con la alegría y energía de un niño que, después de descubrirlas, ya las está comenzando a dominar. Tal como ocurre en El techo de la ballena, la barrera entre lo que se nos muestra y lo que se nos dice resulta insalvable: la inmensa pasión encerrada al interior de los parlamentos de Bérénice y Tito es interpretada con la mayor contención posible, con los actores casi convertidos en tableaux vivants klossowskianos. El gran esfuerzo puesto en ello es inversamente proporcional a los mínimos medios con que Ruiz y su equipo emprendieron la aventura. De hecho, está en la misma línea de la frase del prólogo que Racine escribió para la obra y que Q rescataba más arriba: hacer todo con nada. Ahora, pese a todo lo anterior, me parece claro que Ruiz entiende que, sí o sí, se queda corto ante el planteamiento tan abierto con que Racine emprende esta obra maestra. El dramaturgo aquí juega un poker abierto: en principio, todos los recursos de que dispone están a la vista. Mínimas indicaciones de escena, un grupo reducido de intérpretes, un estilo de verso que es en extremo restrictivo y que, sin embargo, vuela libre. Creo que, en el fondo, se puede hacer una versión de Bérénice para el tiempo que te toca vivir, pero la obra misma te llevará siempre una ventaja imposible.
Q: Y aquí llegamos al corazón de nuestra divergencia. Es que yo pienso justamente que lo que a vos te parecen limitaciones de la película, muestras de que Ruiz es un chico que todavía no domina el juego en el que se ha metido, son justamente las marcas de su propio genio. Pero saquemos la palabra “genio”, que aquí confunde. El que juega abierto es Ruiz, que cuenta sin problemas que empezó usando sombras chinas (una vieja obsesión suya, que ya vimos en el corto Ombres chinoises) y después se aburrió para empezar a jugar con variantes del dispositivo. Es que el objetivo de un cineasta (la obra de Ruiz es un testimonio y un manifiesto contra esa idea) no es el de alcanzar la obra maestra, sino el de la exploración de su medio, un medio mucho más rico, más lleno de posibilidades, de caminos, de trampas y de misterios que el teatro. Ruiz hace películas, no monumentos. Pero tampoco los hacía Racine. Ambos se limitan a jugar y mantener un tono. La batalla que la película pelea es contra su monumentalidad, que es la misma que uno se ve obligado a pelear cuando se habla del propio Ruiz. Una película es esa obra en estado provisorio. Es parte de ese esoterismo tan particular, de esos misterios adicionales que va sembrando Ruiz mientras se niega a dejar algo redondo, perfecto, definitivo, académico. Por eso es un cineasta que importa. Un ejemplo: no logro entender y los desafío a que lo respondan, qué son esos niños que aparecen en un par de escenas de la película (una de ellas parece una cita de El resplandor) así como en los cuadros que cuelgan en las paredes.
R: En un momento, me imaginé que los niños —que figuran de la mano de Phénice, la confidente de la protagonista— son los hijos de la propia Bérénice, hijos de esos reyes previos con los que estuvo casada; pero después se me ocurrió otra cosa: en la medida que mucho de lo que vemos está compuesto como ilusión óptica o como cuadro viviente, Phénice y los niños se vuelven un motivo pictórico más, tal como esos encapuchados que acechan a Tito cuando está hablándole a un pueblo romano que obviamente no está ahí, frente a él. Hay en todo eso un gesto parecido a esos cuadros de Paul Delvaux, donde modelos desnudos comparten escena con gente ataviada con togas romanas, en trajes de siglo XIX o derechamente calaveras. Todo muy tenebroso y muy simbólico. Como Bérénice.
P: Siento que mi hipótesis inicial se ha ido desdibujando. Ruiz no tiene ganas de hacer que la obra se haga más comprensible. Me da la impresión de que con el tiempo, sigue sintiendo que esta cultura extranjera no es completamente accesible para él y eso no tiene porqué ser necesariamente malo. Este tipo de exploraciones nos llevan a nosotros de la mano para conocer este mundo junto a él.
Q: Lo de los hijos de Bérénice justifica esa larga explicación histórica de Ramírez.
R: Me siento vindicado.
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