Diálogos Exiliados (25): El techo de la ballena
Realizado a toda velocidad y con la intensidad de un poseído, el film holandés de Ruiz es una suerte de crisol entre el firme proceso de europeización que su cine experimentaba tras el cambio de década, unas raíces chilenas que resurgían de manera tan primal como salvaje y la alucinada fotografía de Henri Alekan, quien une todo sirviéndose de pura luz e imaginación. Vaya prodigio éste.
El techo de la ballena (1982)
Christian Ramírez: Confieso que al mirar la película partí poniendo distancia, en la mitad me desconcerté, y la terminé cautivado. Se me ocurrieron muchas cosas en el camino, después las olvidé, y al final las recordé pero distintas. Me dieron ganas de tomar notas, pero no podía parar de mirar, entonces me condené a la distancia otra vez. Ahora, después de todo ese enredo, me siento un poco como el protagonista del film.
Quintín: Perdón, pero ¿quién es el protagonista del film? De hecho hay dos candidatos y una candidata para ese título: el sociólogo francés, su esposa -fascinante holandesa, mujer de mundo y teórica del marxismo-leninismo- y el millonario comunista chileno que ambos encuentran al principio de esta película.
Alejandra Pinto: Voto por el sociólogo francés.
R: Yo también.
Q: Reconozco que el sociólogo tiene una ventaja, porque la película está estructurada a partir de su diario en off.
P: Se me ocurre que ya que estamos hablando de una película donde el idioma es un tema crucial, el sociólogo es el único que va estableciendo puentes entre estos entes distintos, que además son tan escandalosamente diferentes entre sí. El millonario comunista, que habla entre inglés, francés y chileno -no es idioma español, es castellano chileno-, el cuidador -también chileno-, la mujer holandesa, la niña y los yaganes, por supuesto, dependen un poco de este sujeto que está intentando traducir para lado y lado.
R: Creo que, a su manera, esta es una película en clave de summa; es decir, un artefacto donde mucho del kilometraje acumulado por Ruiz en su periplo europeo se enfrenta de golpe con los resabios de su era chilena. Ambos períodos se observan uno al otro, se rodean, se atacan, incluso. Él mismo le dijo a Toubiana y Daney, en su entrevista para el número especial de Cahiers, que El techo de la ballena era un proyecto abiertamente personal, algo que le salió de pronto, y que llevó a cabo en Holanda en poco más de una semana en 1981, poco después que él saliera de una estadía en el hospital. Entre paréntesis, ¿se trata de la primera emergencia médica de nuestro director? ¿Qué le habrá ocurrido? ¿Cuánto habrá influido en el proyecto mismo?
Q: Buena pregunta. Necesitamos que Ruiz escriba, desde el más allá, un diario retrospectivo que ilumine los años anteriores al que conocemos, porque el que está publicado empieza en 1994. Nos quedan doce años de oscuridad hasta que podamos empalmar con él. De paso, esta es otra película de la que no hay prácticamente nada escrito, de la que no se habla aunque tiene aristas notables, que darían incluso para reinterpretar la obra de Ruiz hasta ese momento.
R: El punto es cuál hebra del relato elegir, para comenzar a tirarla. Se puede partir desde múltiples lados, pero el primer impulso podría ser el intento de caracterizar a nuestra galería de personajes. Pensemos en Luis, el sociólogo, a quien también la película se refiere como etnólogo, que era la profesión real del actor, Jean Badin. Su recorrido parece sacado de El cuerpo repartido, la película que Ruiz filmó en Honduras, a mediados de los 70. En esa cinta se hacía referencia a un lingüista que en uno de sus viajes había descubierto a unos aborígenes cuyo idioma incomprensible tenía referencias del latín y del griego, pero que cada vez que él se iba a casa después de un día de trabajo, se daba cuenta que los indígenas empezaban a hablar en otro idioma, a sus espaldas. Algo de eso se cuela en la historia de Luis e Eve, una pareja que mientras está tomando el sol en un restaurante, durante el descanso de una conferencia, se encuentra con un sujeto que tiene una mesa mejor que ellos, lo abordan, traban amistad y este tipo -que resulta ser alguien llamado Narciso Campos, ese millonario comunista chileno al que aludíamos más arriba- les muestra una foto de su casa en la Patagonia. La casa es el vivo retrato del lugar donde vivió el padre de Eve -la holandesa leninista- y, para honrar esa coincidencia, nuestro personaje decide sin más invitarlos a pasar una temporada con él, en este, que es su verdadero hogar. Como idea narrativa es un poco descabellada, pero la cosa no para: en esos terrenos patagónicos habitan Adán y Edén, los dos últimos yaganes en existencia, quienes hablan un idioma insondable que nuestro sociólogo no tiene otro remedio que investigar, mientras en paralelo el millonario y la holandesa inician un romance a la vista de un cuarto personaje: el aparente cuidador de los dominios de su patrón, encarnado por Luis Mora; quien fuera ayudante de dirección de Ruiz en muchos proyectos de esta época. El sujeto es un tipo macizo, que dice poco, guarda mucho y que se asemeja bastante al capataz de La expropiación. Ah, y casi se me olvida el último dedo de esta mano de caracteres: Anita, hija de la holandesa, un personaje enigmático y al borde de lo feral, que parece una heredera directa de los niños caníbales de El territorio. De hecho, pensándolo bien, lo que uno tiene por delante es una reelaboración de lo ya planteado en esa cinta: nuevamente un grupo de personajes, casi todos de estirpe burguesa, aislados en un mundo al margen de la civilización, y que, por asunto de extrañamiento o por el desborde de sus respectivas obsesiones, termina naufragando y a la deriva en el vacío.
P: Hay varios puntos para mirar, pero todo lo que señala Ramírez antes me hace pensar en el recorrido que hace Ruiz para llegar hasta acá. Hay momentos en los que incluso podemos rememorar a La maleta, y creo que tiene que ver con esa obsesión que vimos en toda la etapa chilena, acerca de gente que simplemente no se entiende entre sí, operan en dimensiones distintas y no tienen puntos de encuentro. Personalmente, había estado durante todo este tiempo pensando que la chilenidad de la que hablaban algunos teóricos de la obra de Ruiz era una clase exaltada de entusiasmo por el país, pero con esta película Ruiz me pega una cachetada. De nuevo lo hace, para variar. Y ahora que lo pienso, al principio dije que el sociólogo merecía ser el protagonista, pero ¿qué me dicen de este millonario comunista chileno? ¿No les parece que, en cuanto tipo humano, es un personaje que se repite en la obra de Ruiz?
R: Lo hemos visto antes. Rudy, en los Tigres. Nemesio Antúnez, en La expropiación. Delfina Guzmán en ambas películas. Los miembros del PPT, en El realismo socialista. Lo que sí agrega en esta ocasión es que este pituco tiene lengua y estirpe camaleónicas: uno le escucha hablar con los gringos y arrastra las vocales, ampuloso (usa el muy setentero “¿te fijas?”, al final de sus frases); sin embargo, cuando está a solas con su empleado, emerge otro chileno, el estereotipo del ladino, el parroquiano de bar, cuyo discurso resiste todo intento de traducción y se revela tanto o más inentendible que los propios indios de sus dominios. ¿Quién es este tipo? ¿Volvemos a la idea del doble, acaso?
P: Pensé de inmediato en una historia que me contó una amiga, administradora en una viña, y un capataz que trabaja con ella. El sujeto efectivamente hablaba dos idiomas: uno para dirigirse a los patrones y otro para hablar con los temporeros. Si volvemos a la idea del doble -que de todas formas nos ha perseguido durante este tiempo- Ruiz en una de esas está apuntando a nuestra idiosincrasia. Somos sujetos duales. Los chilenos nos movemos con dos caras, porque tenemos que hacer frente a dos sociedades distintas, también.
Q: Creo que la película tiene varios ejes que se superponen, como suele ocurrir con nuestro amigo. Primero hay un eje narrativo: una pareja de europeos conoce a un millonario chileno y se vienen a su casa en la Patagonia. La mujer seduce al millonario, quien le regala su casa, y el novio se vuelve a Francia para volver un tiempo más tarde. En ese tiempo, la mujer ha instalado una especie de matriarcado, seducido también a los yaganes, mientras que Luis, el eterno capataz de Ruiz, se ha suicidado. Los yaganes ahora hablan los idiomas europeos, leyeron a Hegel, Spinoza y Cervantes, ahora pueden hablar con el francés que había intentado estudiarlos. Pese a ello, cualquier conato de comunicación sigue siendo imposible. Eso nos lleva al eje lingüístico, en la película se hablan seis idiomas: español, inglés, francés, neerlandés, alemán y el raro idioma indígena que investiga el sociólogo, y que es una lengua secreta. Si me preguntan por qué a Ruiz se le ocurrió mezclar esos idiomas, diría primero que trampea con ellos. En algún momento, durante una partida de solitario, el personaje que juega (Narciso) le traduce a otro (Luis) lo que ha dicho un tercero (el capataz), pero después resulta que este personaje hablaba perfectamente la lengua del primero. También trampea con el yagán, donde en algún momento la misma palabra designa muchas otras y después, todo queda expresado en un diccionario elaborado como un algoritmo matemático. Esto último creo que es una referencia a Borges y un cuento que se llama El lenguaje analítico de John Wilkins. Pero la referencia principal, o el homenaje, me parece que tiene que ver con Glauber Rocha, que había muerto hace muy poco, y con su película Der Leone Have Sept Cabeças, cuyo título está en cinco lenguas y se supone una denuncia del colonialismo. Pienso que Ruiz llevó la apuesta más lejos (Ruiz siempre competía con Rocha, pero le gustaban sus últimas películas más que las primeras, contra la opinión de la crítica europea) e hizo que todo el film usara esos lenguajes coloniales. Y esto nos lleva a un eje geográfico: la casa doble, uno de cuyos ejemplares está en Chile y el otro en Holanda. Creo que Ruiz usa los dos continentes para decir que son el mismo. En uno, todos los países se han hecho repúblicas comunistas de algún tipo (las hay sindicales, de partido e incluso católicas) en las que hay una nomenklatura y funcionarios de rango inferior. Esa diferencia social es otro eje: son dos sociedades compuestas por la burguesía y el proletariado. Una que llegó al comunismo de élite y la otra que masacró a los indios para enriquecerse y luego llorar en su nombre. El millonario comunista enlaza esos mundos, al igual que la mujer, que encarna el eje erótico así como el teórico: Ruiz y Alekan la muestran cada vez más espléndida, más misteriosa y más dominadora. Esa mujer, que además es madre, vincula a los hombres. Todos estos juegos se entrecruzan y se contradicen.
R: Toda la primera hora del film está empleada en hacer esos cruces, y además referenciarlos entre sí. Ruiz se deja espacio para la arcana chilensis que solía incorporar en sus películas chilenas, como esa intraducible referencia a Comegato, el personaje de Condorito, que en el alucinado relato de Narciso aparece transmutado en un gato de dos kilómetros de altura, cuyas orejas sirven de pasaje hacia un aeropuerto. Además, no hay que escarbar mucho para toparse con un buen cargamento de referencias cinéfilas, un recurso rara vez utilizado por nuestro director: toda la secuencia de Luis intentando descifrar el lenguaje de Adán y Edén está conectada, con bastante ironía -y un dejo de amargura-, a los intentos civilizatorios que los protagonistas del Kaspar Hauser de Herzog y El niño salvaje de Truffaut, realizan respecto de sus pupilos. El trayecto que recorre Anita, el único personaje infantil del filme, casi es tributario del cine de terror y el fantástico: en la medida que los yaganes se civilizan, ella se convierte en una criatura de naturaleza; primero, se deseuropeiza; luego, se desfeminiza (mirándose en un espejo, ella le dice a su madre que ve un niño, y que todo lo que se refleja en un espejo necesariamente cambia de sexo) y finalmente -en una secuencia muy inquietante y chocante, digna de las películas de poseídos-, cuando por fin Luis regresa a la casona patagónica, vemos a Anita y está claramente embarazada. Grita, pero lo que escuchamos es la voz de un bebé, recién nacido. Otra imagen: Eve, escarbando en el suelo y desenterrando cabezas de conejos -presuntamente usadas en sacrificios-, copas y una serie de objetos que de pronto recuerdan a los resabios de civilización, como si estuviésemos camino de “la Zona”, en Stalker. De hecho, la conexión con Tarkovski tiene más carne de la que uno cree. La prueba evidente son los filtros naranjas, dorados y opacos que ocupa el fotógrafo Henri Alekan, quien expande aquí el abanico de invenciones que había desplegado en El territorio; pero, también, en cómo filma esa maciza casa al borde del río, que recuerda a las dachas de Solaris, El espejo y prefiguran ese hogar solitario, puesto en las orillas de un bosque, de El sacrificio. Viendo El techo de la ballena cada cierto rato la cabeza se me escapaba hacia la última película de Tarkovski, a sus ideas de fin de mundo, abollada masculinidad y total clausura del exterior. Me pregunto si acaso ambas películas no son la culminación de un proceso que varios filmes europeos ya habían insinuado durante los años 60, a través de otras películas de personajes alienados y separados voluntariamente de sus congéneres, y que -sin mucha suerte- tratan de afirmar una independencia que se desmorona a la primera de cambio: La dolce vita, A través de un vidrio oscuro, El desprecio, Julieta de los espíritus, Blow Up, La gran comilona, Saló… Todas repiten un mismo patrón: el de espacios apartados cuyos habitantes terminan por mandar al diablo las mini sociedades que han creado para sí.
P: Siento que hay de todas maneras un interés del fotógrafo por darle un entorno fijo a la historia que nos cuentan. Los colores que se utilizan recrean de alguna forma a las históricas fotos en blanco y negro de los yaganes y que luego fueron coloreadas. Mientras van pasando todas estas interacciones con los personajes, los escenarios tienen ese tono que remite a esa forma de recordar la colonización. Esos yaganes se convierten en algo comprensible para los amigos europeos y los colores de su entorno cambian precisamente por eso. Al final, estas personas que llegan cambian todo lo que está a su paso y en su propia ventaja.
Q: Creo que Ruiz sale de esa aporía del cine de autor europeo y melancólico incorporándolo o deglutiéndolo en un movimiento propio (así como deglute el cine de terror) y acaso un proyecto que empieza a tomar forma. Ruiz es optimista en ese sentido, diseña una resistencia a la decadencia europea y, a futuro, una vuelta verdadera del exilio. Hay una ida y vuelta chilena a Europa que representa un falso rescate de lo propio y un falso aprendizaje de lo ajeno: el del millonario que vuelve a ejercer su oficio de comunista plañidero. Pero frente a él aparecen los yaganes, que lo utilizan para liberarse de su capataz y ejercer su propio derecho al aprendizaje. En la escena final hablan con el sociólogo a su misma altura y demuestran que pueden aprender los idiomas, la filosofía y las artes europeas sin renunciar a su autenticidad. Creo que Ruiz se identifica con ellos, son su voz en la película: los que aprendieron las lenguas extranjeras -incluyendo el alemán, la lengua del marxismo- y también su filosofía y sus artes como el cine, pero pueden utilizarlas desde su perspectiva y a su manera. Dijimos que Ruiz vuelve aquí a su particular variante de lo chileno poniendo en escena una frase que más tarde se le escuchará decir en persona: “yo, en el fondo, soy indio”. Creo que esos dos personajes, Adán y Edén, que esperan su Eva y son anteriores al desarrollo nacional y feudal-capitalista-marxista de Chile, son los verdaderos protagonistas del film. En realidad, creo que Ruiz lo es.