Diálogos Exiliados (11): Diálogo de exiliados
Hija de las circunstancias, del estupor y el ardiente deseo de continuar haciendo cine pese a todo, la primera película de Raúl Ruiz en el exilio dejó en shock a buena parte de la comunidad de chilenos exiliados en Europa, pero hoy es un testimonio incalculable de esos días inciertos, de ese estar lejos, de ese no poder volver. Filme inmenso.
Dialogue d’exilés / Diálogo de Exiliados (1974)
Quintín: Nunca había visto la película y lo primero que hay que decir es que la copia restaurada por la Cinemateca Francesa (y que puede verse en este link) es magnífica. Creo que es lo último que voy a decir, dada la perplejidad en la que me sumió Diálogo de exiliados.
Alejandra Pinto: Un poco triste te encuentro con esa perplejidad, Quintín. Yo sé que los chilenos somos raros, pero no sabía que se podía exponer esa rareza con tanta precisión. Siento que en esta pasada, Ruiz se está regocijando con esa certeza, con esta exposición de postales sobre estos personajes imposibles.
Christian Ramírez: Creo que la perplejidad de Q hace eco a la actitud que envuelve a todos los involucrados en la película misma. Diálogo de exiliados fue, para todos ellos, un filme impensable dentro de una situación impensable dos, tres años antes. Ni en sus ocurrencias más descabelladas, estos chilenos se figuraban estar rodando una película en Francia en el invierno de 1974, cuando seis meses antes estaban metidos de cabeza en plena Unidad Popular. Si a varios de ellos —tal vez Ruiz, incluido— les hubieran dicho que eso iba a ocurrir, apuesto a que no lo creen, ni con pruebas contantes y sonantes.
Q: En ese sentido, creo que la película demuestra esa especie de moral cinematográfica que tenía Ruiz: seguir filmando, no importa cuáles fueran sus circunstancias, incluso sus dudas.
R: Exacto. Filmar contra viento y marea, contra toda esperanza, incluso.
Q: La película tiene una energía maníaca, en contraste con esa depresión en la que los exiliados están sumidos por encontrarse pobres, aislados y dependientes de la buena voluntad y hasta la limosna de los franceses. Creo que Ruiz intenta dar cuenta de lo que está ocurriendo a su alrededor, pero desde esa mirada oblicua, misteriosa, de la que solo él parece conocer la clave. Es una película llena de personajes y de situaciones conectadas por el exilio latinoamericano, especialmente chileno, pero ni siquiera hay aquí un parámetro político. Hasta la película anterior, Ruiz pensaba en cómo se hacía la Revolución. Honestamente, no sé bien en qué piensa aquí, que tampoco es lo que va a pensar cuando ya esté más instalado en Francia, en condiciones un poco más confortables.
P: Siento que es esa energía y esa moral la que permite hacer una película de personajes que tienen una épica específica, pero no estamos frente a personas a las que podamos compadecer, o que estén en una tarea de mucha relevancia. Están impactados frente a todo lo que pasa, diría yo; es como cuando pones una barrera a los hilos de hormigas. Gente que no sabe para dónde ir, qué hacer. Supongo que algo así se siente cuando pierdes el hogar. Y por eso vuelvo a pensar en la certeza de Ruiz sobre ese sentimiento.
R: Se diría que, en varios frentes, se trata de una película desesperada; hecha por desesperados. Y no estoy hablando sólo sobre estos recién exiliados, los que al principio de la película se sorprenden de ya estar hablando francés entre ellos —a sólo unos pocos meses de llegar— y de cómo se comportan sus compatriotas en este nuevo escenario, sino también de los franceses que los alojan, de los otros inmigrantes con que se topan e incluso Fabián Luna, despistado cantante chileno que llega a París en medio de una gira autorizada por la junta militar, y que es presa de un “secuestro” del que ni siquiera se da cuenta. Lo único que alcanza a ver es gente que lo invita a celebrar y que le embolina la perdiz, para impedir que se suba al escenario; él se deja atrapar, en parte por idiotez —da pruebas fehacientes de ser un pelotudo— y en parte también por soledad y orfandad.
P: Con esta película me queda claro que Sergio Hernández (quien interpreta a este cantante) siempre fue un sujeto gigantesco. Lo del “secuestro a la chilena”, porque así le llaman, es muy gracioso: viendo la película no podía evitar pensar la cantidad de veces que yo misma he hecho eso con amigos. Hacer algo así en Francia es distinto, por supuesto, pero es como si Ruiz quisiera llevarse trasplantados esos momentos de vinos y borracheras que habíamos visto en sus otras películas, como una forma de enganchar con todo lo que había dejado atrás. Aquí me permito hacerles una pregunta ¿Tenía Raúl Ruiz —ya en vías de convertirse en Raoul— nostalgia del terruño?
Q: Creo que Ruiz se prohibía la nostalgia, le parecía algo más bien impúdico y, al mismo tiempo, no hace otra cosa que expresarla en su cine, donde la sublima, la lleva a otro estadio. Pero la película tiene también la forma de una despedida. Empieza con los chilenos amontonados y, aparentemente, metidos en un mismo barco. Al final, aparecen las direcciones distintas en las que cada uno va a encauzar su vida: está el afrancesado (encarnado por el argentino Edgardo Cozarinsky) que insiste en un camino que pasa por conseguir la tarjeta de residente y luego el permiso de trabajo, están los burócratas que vivirán de representar a los exiliados, están los pillos que ven cómo pueden sacar tajada estafando a las organizaciones de ayuda, están los militantes que siguen pensando en la Revolución. Y, por último, está ese increíble personaje de Luna, reaccionario, partidario de la Junta pero que, al mismo tiempo, quiere unir a los chilenos y no separarse de sus antiguos compañeros de colegio que, finalmente, le hacen un juicio y lo expulsan de su asociación. Ese personaje es una visión increíble de Ruiz, porque más que a un pinochetista de esa época, parece anticiparse a una figura como Piñera, con ese mismo discurso tonto, vacío y dulzón, que quiere ser aceptado por gente que lo odia por buenas y malas razones. Es como si Ruiz hubiera creado a Piñera.
R: La ironía es que, al filmar la película, el propio Ruiz inadvertidamente se puso en la misma posición de Luna; o sea, ser enjuiciado por los suyos. Y no sólo por los chilenos exiliados que vieron la película cuando se exhibió en el Festival de Cannes y luego en otras partes de Europa, sino también por algunos de los que participaron o ayudaron durante el rodaje. La sorpresa de los espectadores fue mayúscula al ver puestas en escena este conjunto de equívocos, apuros, penurias, aprovechamientos y calamidades. Me imagino que la situación era ya lo bastante terrible como para, más encima, verla entre expuesta y denunciada en pantalla. Fue mucho. Hay varias entrevistas en las que Ruiz parece admitir que la respuesta de los compatriotas fue como una repetición de lo ya vivido cuando le mostraba sus películas a la gente del PS y eran condenadas por la mesa del partido, pero al mismo tiempo fue infinitamente peor, ya que la reacción alérgica que despertó Diálogo de exiliados acabaría por sumirlo a él y a Valeria Sarmiento en una suerte de segundo ostracismo, un exilio dentro del exilio. Años después él diría que, de algún modo, ello fue liberador, pero en el momento mismo...
P: Ruiz ya venía aplicando su mirada crítica sobre el proceso. Lo vimos en películas anteriores, pensando desde la ironía eso que parecía importante y trascendental sobre la revolución que estábamos llevando a cabo. Había alguna clase de descreimiento frente a todo y aquí se vuelve a hacer evidente en varios de los momentos sobre las llamadas a asamblea, la necesidad de un solo discurso, y por otro lado, en la forma que tienen los personajes de referirse unos a otros —hay uno al que presentan como “¿Chileno? Sí, independiente de izquierda”— es una manera de volver a estirar hasta el ridículo esto que parecen convicciones fundamentales e históricas.
R: Se parece a cuando él describe las facciones al interior del PS de la época, fragmentadas hasta el infinito. Aquí, además, lo que parece estar demolida es la convicción de estos recién exiliados de que algún día volverán a formar parte de algo más grande que ellos mismos. Dar la UP por hundida, en las profundidades. De tanto en tanto, aparece alguien en cámara gritando alguna consigna -”ahora sí que fregaron los milicos”, “la democracia pronto volverá”-, pero inevitablemente suena a una voz que se escucha solitaria en el páramo. En la entrevista que Pascal Bonitzer, Serge Daney y Pascal Kané le hacen para Cahiers du Cinéma, en 1978, Ruiz es enfático: “nosotros estábamos impresionados, antes que todo, por el hecho de haber contribuido a una de las mayores derrotas del proletariado mundial. Nos sentíamos responsables y eso explica nuestra postura irónica”. Aparte de esa sensación se cuela aquí también un alegatos que suenan revanchistas y vociferantes: la pandilla de chilenos echando puteadas ante las nuevas construcciones de la ciudad —“arruinaron los techos de París”, “no se puede ver Notre Dame”— casi como gritándole a las nubes, mientras los parisinos continúan circulando por ahí, imperturbables.
P: Exactamente, esos temas están aquí y siento que ese momento también tiene que ver con una catarsis muy íntima de todos estos personajes. Algo similar pasa en una escena que se parece mucho a una que comentábamos en Palomita Blanca: la cámara filmando la conversación de dos de los personajes, que comentan la forma de las carreteras en París, y luego, la cámara moviéndose de ahí y enfocando a dos sujetos que se agarran a combos en medio de la calle. Repetimos esto y se me ocurre de nuevo esta necesidad de traer parte de Chile a este lugar que se les antoja distinto y un poco inaccesible.
R: Esa escena en Chile suena casi a chiste amargo: los personajes están hablando de la nueva circunvalación de carreteras que rodea a París —esa que, en cierto modo, inspiró al Jacques Tati que filmó Traffic, en el 70—, pero se lamentan que Chile nunca tendrá una. Lo insólito es que viéndola desde el presente, el lamento es por la futura circunvalación de Américo Vespucio, al final terminada en plena dictadura; muy celebrada en su época, pero que hoy se ha vuelto tan insuficiente para Santiago como las viejas avenidas por las que estos exiliados añoraban.
Q: Creo que Ruiz empieza a intuir aquí que hay un doble eje histórico y que su cine está en esa encrucijada. Por un lado está lo que podríamos llamar la “cuestión chilena”; esa relación temporal entre el pasado, el presente y el futuro que asoman y sobre los que Ruiz volverá una y otra vez, más explícitamente hacia el final de su vida. Por el otro, hay un eje —digamos— espacial, que es el de la Guerra Fría, en medio de la cual Ruiz desembarca en Francia. Y allí se encuentra una continuidad con lo que pasaba en Chile: más allá de la ubicación en la izquierda y la derecha, está el aparato del Partido Comunista, expresado con mucha fuerza en el mundo cinematográfico como una policía de las imágenes. Yo creo que Ruiz no es ingenuo respecto de esta cuestión y más que los exiliados haciendo pequeñas estafas, la bomba ideológica de la película es la carta que un personaje —un chileno maestro de cocina, a cargo de un equipo de latinoamericanos y que vive en París desde mucho antes que estos exiliados— le dirige al premio Nobel Aleksandr Solzhenitsyn, donde le dice: “usted es de derecha y está preso en un país de izquierda, mi hermano es de izquierda y está preso en un país de derecha, por eso le pido a usted que le escriba a Pinochet para que libere a mi hermano”. Esa igualación entre Pinochet y el régimen soviético es algo completamente indigerible para el aparato, con el que Ruiz prepara una confrontación que, finalmente, se produce en el festival de Pesaro. Yo creo que esa fue una batalla para la que los contendientes se prepararon con cuidado. La película se exhibió en Pesaro nada menos que frente a Alfredo Guevara y Julio García Espinosa, los dos grandes burócratas históricos del cine cubano, cuadros estalinistas responsables de limpiezas ideológicas e incluso de otro tipo (especialmente Guevara, un personaje absolutamente siniestro). El resultado será una especie de tribunal revolucionario al final de la proyección y en el que Ruiz será condenado a vivir en la lista negra. Creo que siempre lo tuvo presente.
R: Comiendo con él, en 2007, en un momento de la noche salió a la conversación su amistad con Nanni Moretti y Ruiz recordó que cuando el italiano lo invitó a la filmación de Palombella Rossa (1987) —donde tiene un breve cameo— Moretti le contó que él asistió como estudiante y joven militante comunista a esa edición del Festival, vio la película, estuvo en el debate y se escandalizó la forma en que los propios chilenos lo atacaban...
Q: Una vez, conversando con Ruiz surgió el nombre de un profesor brasileño, ya fallecido, y yo le comenté que me parecía un buen crítico, un tipo muy inteligente. Ruiz contestó: “Sí, pero es un agente de ellos” (se refería a los cubanos y, desde luego, era cierto). Esa enemistad se mantuvo durante décadas. Pero también el juicio de Pesaro fue el epílogo de la despedida de Ruiz de su juventud chilena. “Nos volveremos a encontrar un día”, le dice al final de la película uno de los futuros burócratas al tipo que ha tenido la actitud individualista de hacer una huelga de hambre sin consultarle al resto y, por tanto, incapaz de entrar en los planes de las organizaciones políticas. Cuando el personaje se va alejando hacia el fondo del plano, cruzando un gran portón abierto y casi expulsado del mundo de la respetabilidad, vemos a otro, que llega invitado a participar de una reunión. Un personaje sale y otro entra. Me pregunto con quién se identifica Ruiz en ese instante.