Editorial: Contra la cinefilia (y a favor de la crítica)
Estas ideas de crisis cierran como metáfora del argumento central del libro, a mi entender, que el circuito de la cinefilia se construyó a espaldas de la realidad, venerando un formalismo o un culto vampírico y espectral, mientras la realidad seguía sucediendo fuera de la sala de cine. Demasiado amor por la imagen, poco por el mundo.
El reciente libro de Vicente Monroy, Contra la cinefilia, Historia de un romance exagerado (Urgentes, 2020) se ha vuelto un clásico instantáneo a la luz del debate que busca promover. El discurso desde donde se instala el autor no es tanto el del superviviente como el de alguien que estuvo sumergido en un largo sueño para luego despertar abruptamente. No se habla aquí de la cinefilia como un mero coleccionismo o consumo, si no de la cinefilia como “habitus” que parece encontrar su centro en determinada cultura parisina surgida a mediados del siglo XX.
A través de citas de críticos y cineastas como Serge Daney, André Bazin, Philip Lopate, Raymond Bellour, Martin Scorsese, Jean-Luc Godard, Eric Rohmer, Luc Moullet e, incluso, Laura Mulvey busca someter a una evaluación crítica varios de sus mitos fundacionales, los que pasan rápidamente de la celebración eufórica a la sanción moralista, cuando no a un discurso “exagerado” vinculado a la enfermedad e incluso el suicidio, ahí donde el cine como forma de vida pasaba a ser -en casos dramáticos- “más grande que la vida”.
Monroy interroga estos mitos a la luz de su cara menos amable e instala esto en la experiencia -al parecer veinteañera y lejana- de una cinefilia vivenciada en carne propia. Fuera de campo del libro quedan esos giros emblemáticos de una crítica re-politizada en sus cuestionamientos -el giro 68 y otros mitos relativos a sus “pugnas”- o las diversas “mutaciones” en que parte de esta discusión ha adquirido nuevos bríos. No importa, la mirada del escritor sobre estos “afiebramientos” del discurso son realizadas con una mezcla de cariño y fina ironía. Si seguimos el hilo de Monroy, el tajante y machista “auterismo” (punto central de la llamada política de los autores), el idealismo prejuicioso y sancionador lleno de tabúes, así como la sintomática y mil veces declarada muerte del cine, nos hablan de un discurso que hoy, frente a nuestra experiencia diversificada y digitalizada, no le queda más que enterrarse en su propia ley.
Tal es, al menos, la sensación que queda luego de leer el ensayo desde el punto de vista de Monroy. Las últimas escenas del libro nos hablan de un hecho traumático donde “lo real” irrumpe en la fantasía de la sala de cine y otra donde “el mundo real” co-existe con las imágenes, tomando distancia del efecto “de realidad” de la proyección.
Estas ideas de crisis cierran como metáfora del argumento central del libro, a mi entender, que el circuito de la cinefilia se construyó a espaldas de la realidad, venerando un formalismo o un culto vampírico y espectral, mientras la realidad seguía sucediendo fuera de la sala de cine. Demasiado amor por la imagen, poco por el mundo. En otras palabras, una crítica a un culto iconofílico ahí donde el doble mimético pareció apoderarse de la escena olvidando su origen, una especie de “efecto medusa” petrificante que dejó de pensar el cine como una mediación con el mundo exterior. Ya el año 2009 Emilie Bickerton nos advirtió sobre estos “excesos” despidiendo a Cahiers du cinema.
El libro de Monroy ayuda a pensar -por negativa- las alternativas, ya sea entendida en términos retrospectivos o, en la actualidad, como un campo de acción.
Retrospectivamente: los ejemplos usados son aquellos donde la cinefilia mostró su peor cara, pero Monroy deja afuera la pedagogía de la mirada implícita en Daney o Bazin a la búsqueda por aquella función –antropológica y psicoanalítica- del cine en la vida social.
Pero, incluso, aunque esto no fuese así, la cinefilia no se trataría solo de una alucinación exagerada sino una práctica y un discurso perteneciente a un fenómeno más amplio: el lugar del cine en una historia de largo alcance sobre nuestra relación social con las imágenes, tal como queda propuesto en viejos libros como son los de Jean-Louis Schefer, Régis Debray o Edgar Morin.
A su vez, la cinefilia, en sus mejores momentos, compartió una “exagerada pasión” con la filosofía y las corrientes de pensamiento contemporáneas a él, que posiblemente compartan el pecado original de un sentimiento de dislocación temporal propias de una modernidad en crisis. En sus mejores momentos, también, la propuesta cinéfila, aunque fuera de forma anacrónica, pudo haber interrogado una cultura alternativa -densa, mediada- a lo que hoy se ha impuesto como consumo compulsivo en plena mercadotecnia digital. Interrogar ese legado, pensar sus alternativas, contestar desde otras cinefilias fuera de esta esfera masculina y romántica... todas cosas que nos llevan al presente.
Cabe así pensar ¿qué práctica crítica situar hoy respecto al cine como fenómeno actual y existente? ¿Desde qué posiciones ideológicas situarnos hoy respecto a la tradición y cómo formular ello en una práctica pertinente y contemporánea? Leer revistas y sitios de crítica hoy se ha vuelto un tedio permanente entre el “actualismo” (culto al presente, a lo más reciente) o la melancolía (culto al pasado, repetición del gesto), dejando poco espacio para re-pensar los vínculos (críticos) con la tradición y proyectarlo en un programa o acción concreta en el ámbito contemporáneo. En medio de todo esto el mercado ha encontrado lugar para el propio nicho, la cinefilia se transformó apenas una “distinción” en términos de Bourdieu, dificultando así una acción nítida para la “densidad” y “efectividad” del ejercicio crítico como tal.
¿Cabe una crítica de cine “no cinéfila” sobre cine? A condición de conocer esta historia, es probable; pero ahí el “romance” como rasgo cinéfilo desaparece en virtud de la toma de distancia analítica. Por otro lado, puro “amor cinéfilo” no justifica hoy un campo de relaciones más complejo que amerite integrar en sus variables una actitud más contingente y situada en el campo de la crítica de cine. Ensayar y errar se vuelve así un deber mayor para la redefinición de esta cultura cinematográfica.