Nunca subí el Provincia: Hoy está para cazuela

Esta nostalgia por la desaparición del espacio conocido, íntimo y público, se conjuga con la escritura de la carta: se escribe sin saber qué decir para que surjan las imágenes, porque basta con contar cualquier cosa, lo que se pueda, para insertarlas en una memoria. Agüero despierta gracias a la permanencia del espacio el orden temporal que ha quedado registrado en su archivo. Y ese archivo además se difumina hacia su propia filmografía, que, sin advertencias, sin distinciones, va a ser silenciosamente citada.

En un pequeño texto titulado Lo infraordinario, Georges Perec se preguntaba: "Cómo hablar de esas "cosas comunes", más bien cómo acorralarlas, cómo hacerlas salir, arrancarlas del caparazón al que permanecen pegadas, cómo darles un sentido, un idioma: que hablen por fin de lo que existe, de lo que somos". ¿Acaso no ha sido algo así el problema que nos viene planteando Ignacio Agüero hace algunas películas? Acorralar ciertas cosas comunes o quedar acorralados por ellas. Quizás acorralar el encuentro fortuito y la distancia extendida en la ciudad, como en El otro día (2012), o acorralar el quehacer cinematográfico de la generación que le sigue y su legitimación, en Como me da la gana II (2016). Lejos de la pasividad engañosa que podrían sugerir los largos planos del jardín primitivo en su propia casa, Agüero actúa: se aparece, habla, pide, corrige. Sin ir más lejos, lo hemos visto actuarse mientras se pasea en la búsqueda de una historia de amor por las islas de Chiloé, en El viento sabe que vuelvo a casa (2016), o interviniendo un pequeño momento del amor en crisis en Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (2019), ambas obras de José Luis Torres Leiva, sin mencionar su paso por La recta provincia (2007), de Raúl Ruiz. Directores actuando dentro de películas sobre hacer una película, películas dentro de películas, verdades dentro de mitos y viceversa, movimientos para dibujarle un corral al día a día.

Uno acorrala ese bicho cotidiano en la esquina de la habitación y con el escobillón en la mano intenta esfumar el susto de encontrárselo; pero cuando levanta el arma ya no está y quizás adónde se ha ido. En la polvareda, Agüero acorralado y acorralante de nuevo hoy en Nunca subí el Provincia, rondándole con insistencia a una pregunta no formulada cual panadero cerrando su local de brazos cruzados, dedicado ahora a amontonar películas, espacios, memorias, en torres que se tambalean dentro de una casa por llenar.

Al menos, lo sabemos, Ignacio escribe. Nunca subí el Provincia es una carta que anuncia una película posible, proyecto de retrato total de la esquina de su casa, de los vecinos viejos y nuevos, de sus pertenencias y porvenires. Destinada al fracaso, dicha película dentro de la película se enreda con la carta destinada a su vez, a una destinataria indeterminada. A aquella se le prometió iniciar el intercambio epistolar cuando esa película comenzara a rodarse. Y así se hace, se escribe una carta, la primera, y se dice: "La empiezo sin tener nada especial que decirte; pero apenas la pluma se empieza a mover aparecen las primeras imágenes."

El recorrido de esa pluma, su sonido sobre el papel que escribe y a veces rasga para tachar o corregir, va a atravesar Nunca subí el Provincia, como voz en off del director escribiendo más cartas para hacer aparecer esas imágenes. La película prometida es movida por la ausencia de registro (un vecino al que le decían Peter O'Toole), de personas (El panadero, que no se lo puede sacar de la cabeza) o por la dislocación de visiones y sonidos (el golpe y la dictadura, el archivo familiar). Por ello, también escribir estas cartas va a ser el modo de juntar y amontonar una película sin una guía particular. Ensayar asociaciones. O, mejor dicho, con al menos una guía: tal como ya pasaba en Como me da la gana II, la voz de Sofie França, la montajista, va a actuar también aquí como un modo de cerrar, conducir, arbitrar el filme. Sofie hablará para interrumpir el habla de Ignacio, corrigiendo y exigiendo reformulaciones. En un nivel, escribir una carta para que surjan las imágenes de la película dentro de la película; en otro, un diálogo de voces en off que cortan el flujo asociativo para encontrar esta película que, supuestamente, vemos.  

Agüero le decía a Vanja Munjin tiempo después del estreno del filme: "Esa es la idea también de hacerla con cartas, de darse la libertad, de generarse la libertad -como cineasta- de contar lo que uno quiera. Arbitrariamente. Ser arbitrario con las cosas por contar, sin seguir una lógica particular. Se crea una propia lógica de la arbitrariedad y en esa lógica de la arbitrariedad empiezan a aparecer las cuestiones que uno tiene a mano". Por ello la conversación de la voz de Ignacio y la voz de Sofie es también una reflexión sobre el cine, como interacción de un movimiento que resiste la significación, pura memoria del espacio que enhebraría interminablemente imágenes, sonidos, archivos; y otro, aquel que concluye este movimiento haciendo un corte en la puesta en serie, estableciendo un antes, un después, un destino.

Se podría tomar la mención del cerro Provincia en el título del filme como referencia a una forma cotidiana de empezar conversaciones sin dirección ("Fíjate que nunca subí el..."), que tanto investigó en su cine Raúl Ruiz. Pero el cerro también anuda ciertos motivos de la película. La vista que desde su casa Agüero tenía hacia el Provincia se ha perdido porque en el lugar donde estaba antes la panadería de la esquina, se construyó un edificio que acabó por tapar el horizonte. De allí que la cámara va a tener una obsesión por el patio y por subir al techo, por buscar rastros del Provincia. Pero, además, va a vivir una fijación en ese espacio interior, en la contemplación del paso de las estaciones que la ventana ofrece. Gesto de una mirada en el aire cuyo objeto ha desaparecido imprevistamente, que también vimos en El otro día.

En la esquina, por su parte, la cámara se plantará a buscar a los nuevos vecinos, a listarlos, a intentar filmarlos a todos, como dice Agüero. Pero lo único que puede hacer es quedar amarrada a un punto de vista que depende de las trayectorias de la gente en la calle. No hay interpelaciones a los transeúntes, quienes se pierden sin haberles rasguñado nada de sus historias. En cambio, hay entrevistas. En una de ellas un vecino cubano, que ha puesto un bar en la esquina, le habla de su casa en la isla: su abuela tenía una casa y decidió regalarle el techo para que construyeran allí otra. Es una casa que este vecino no quisiera perder jamás. Casas encima de casas. Edificios encima de panaderías. Archivos encima de espacios.

No sorprende entonces que el director cuente, en un largo plano de una pared, los acontecimientos familiares, personales e históricos, que ocurrieron en la primera casa en la que vivió. Toda la historia sucedió dentro de una casa y esas casas empiezan a desaparecer. Cabría salir a conversar a la esquina entonces.

Esta nostalgia por la desaparición del espacio conocido, íntimo y público, se conjuga con la escritura de la carta: se escribe sin saber qué decir para que surjan las imágenes, porque basta con contar cualquier cosa, lo que se pueda, para insertarlas en una memoria. Agüero despierta gracias a la permanencia del espacio el orden temporal que ha quedado registrado en su archivo. Y ese archivo además se difumina hacia su propia filmografía, que, sin advertencias, sin distinciones, va a ser silenciosamente citada. La esquina actual, por su parte, tendrá que superponerse a la esquina de archivo, contraviniendo el deseo que la carta enuncia en algún momento de que todo siga igual. Pero, como no todo sigue igual, es posible volver a refugiarse en la casa, explorar el interior y buscar entre las plantas la memoria de un patio o de un living, activar recuerdos de embarazos, niños jugando y pulpos asomados en las cacerolas.

Porque, así como si nada, Agüero, un día, se encuentra de nuevo en la cocina: “Hoy haré una cazuela, el día está para cazuela” escribe, mientras en su ventana la lluvia cae sobre las plantas. Una cazuela es un plato propio de ciertos días, ineludible en la experiencia cotidiana del comer chileno, pero también un saber, un modo de hacer, de tomar lo que está disponible y prepararlo, moverlo, para dar con un sabor. La cazuela no es otra cosa que el quehacer de Nunca subí el Provincia, este modo cinematográfico de acorralar los espacios con la escritura de una carta como excusa, para producir una memoria que superponiéndose a distintos niveles (íntimo, cinematográfico, público) se construye con los materiales que van quedando a mano.

 

Título original: Nunca subí el Provincia. Dirección: Ignacio Agüero. Guion: Ignacio Agüero. Casa productora: Manufactura de películas. Producción: Macarena López. Producción general: Alba Gaviraghi. Fotografía: Gabriel Díaz, Ignacio Agüero, Matías Illanes. Montaje: Sophie França. Sonido: Carlo Sánchez, Claudio Vargas, Felipe Zabala. País: Chile. Año: 2019. Duración: 89 min.