La noche de enfrente: Rododendros de tiempo
La noche de enfrente no es sólo la obra póstuma de Ruiz es la patente aseveración que quien nos dejó el año pasado se encontraba en pleno ejercicio de una obra personal, llena de ideas, misterio, búsquedas, una obra que afirmaba en el cine la vida de su autor, como si el ejercicio de extenuación de la forma cinematográfica no pudiera agotarse ya en recursos formales si no sólo en densificar las capas de tiempo, las figuras para pensar la latencia de la muerte para poder superarla, traspasarla…. Es también, por cierto, parte de un ciclo de obras crepusculares de Ruiz, que en Misterios de Lisboa extasiaba al espectador al encuentro de una belleza fantasmática y extenuante, donde la cámara “flotaba” entre los cuerpos, espacios, diálogos, paisajes, historia, y que ya desde las series Cofralandes, La recta Provincia y Días de Campo se acercaba al paisaje Chileno, y en gran medida, al paisaje del valle central y del interior norte o sur. Un Chile, Chile profundo, que más allá de reificaciones o simplismos, intentaba encontrar en la literatura, en el mito y en la oralidad un mundo oculto desde el cual poder reencontrarse con un país que no existe más que al interior de su cine. Creador de figuras, en la obra de Ruiz abundan las figuras de imagen-cristal, cristales de espacio tiempo que se entrecruzan, vinculan, juegan …y que en La noche de enfrente encuentran en leitmotiv central de las bolitas de cristal sobre cuyas imágenes uno de los personajes se pregunta : “¿somos solo momentos, instantes?”.
La noche de enfrente, es, pues, una película de infancia, de infancia recobrada y perdida entre las casonas de madera, la luz tosca y dirigida del valle central, de los afiches de El Peneca, los programas radiales, los juguetes rústicos, el polvo en las habitaciones, el pirata John Silver y la historieta de aventuras. La infancia desdoblada, el niño genio que citaba a Beethoven obseso por llamar la atención, que luego se desdobla en futuros posibles, proyecciones virtuales: Un funcionario municipal inspirado escritor pero que ha abrazo la muerte hace años (don Celso), un escritor francés que decide vivir en Chile por algún extraño llamado realizando clases en una escuela rural (Jean Giono). Una infancia perdida y reencontrada en palabra que se murmuran y repiten para acercarse a ella: “rododendro, rododendro…” (por que en este filme de Ruiz y como en casi todos sus filmes se trató, finalmente, de habitar la lengua, encontrar la palabra en su proliferación, en su habla y no en su discurso, en su misterio, no en su verdad).
Pensiones y prostitutas de melancólica existencia, algo de ese hálito malandra, noir, trágico, de cierta literatura criolla, para finalmente, encontrar en esta zona la muerte, y traspasarla. Aquí Ruiz bordea lo autobiográfico sin llegar a ello (algo parecido a lo que hemos visto en: Nadie dijo nada, El retorno de un amateur de bibliotecas, Cofralandes), pero ganando por sobre “la huella” y el “testimonio”, la imagen y la escritura. Ruiz, poeta, adjudica al túnel, y a la propia muerte un sentido irónico y descreído, bromea con ella “me maté”, para extenderse un tercio del filme en este último viaje, donde fantasmas, sueños, personajes reales juegan con nosotros a las muñecas rusas.
La noche de enfrente es una película de viaje a la muerte, de patentar el acercamiento de esa noche de enfrente, poder confrontarla y aún así, poder sobrevivirla.