La casa lobo (1): Dibujos suicidas
Toda película de animación, planteaba Norman McLaren, contiene en ella su making-off al mismo tiempo. Desde la aparición de las primeras películas animadas varias de estas se encargaron de “revelar” su magia en la propia película. La clásica Gertie, la dinosaurio (Winsor McCay, 1914) comienza con un extenso prólogo en el que su propio director explica la cantidad de dibujos que se requirieron para hacer que Gertie se “moviera”. Personajes como Koko el payaso, o El gato Félix fueron presentados por primera vez al mundo “apareciendo” en medio de un espacio en blanco. Surgía una mano gigante y los dibujaba frente a la audiencia. Si bien la mano era también un dibujo, el guiño al proceso de creación quedaba claro. En Duck Amuck (Chuck Jones, 1953), la idea de evidenciar los procesos animados escaló a su punto más radical. Años antes de lo que se ha identificado como “modernidad cinematográfica”, los chistes derivados del enfrentamiento entre el Pato Lucas y su dibujante repasaban varios de los elementos que caracterizarían las puestas en abismo de los años sesenta. Duck Amuck ridiculizaba la ilusión de profundidad, el sonido ficticio creado a través de foleys y el principio mecánico de movimiento simulado por varios fotogramas. La animación, asociada normalmente al lenguaje infantil, presenta un contrato de implicación con la audiencia mucho menos inocente que el de cine de carne y hueso. Mientras que en el segundo los rasgos de su proceso de creación se ocultan para involucrarnos “correctamente”, en el cine de animación asistimos gozosos al engaño. El público adulto quiere creer en las imágenes hasta el punto de olvidar lo que son. El público infantil, en cambio, entiende tempranamente que los dibujos no son la realidad. En Lucía (2007) y Luis (2008), Joaquín Cociña, Cristóbal León y Niles Atallah ya planteaban un tipo de animación que invitaba a la duda permanente en torno al proceso de realización. En su cine, la idea de la “hoja en blanco” se traducía al espacio del cuarto vacío. Los personajes no sólo “aparecen” repentinamente en alguna parte de una pared en blanco, también desaparecen o se metamorfosean para dar paso a otro segmento del relato. Eran dos cortos en que la fascinación se generaba tanto por adentrarse en lo siniestro de sus ambientaciones como por la idea de poder “salir” y pensar en el tiempo y método involucrados en lo que se está viendo. Esta misma clase de stop-motion autodestructivo es la que llevan al extremo en La casa lobo, primer largometraje de Cociña y León. Basado en el adoctrinamiento realizado por Colonia Dignidad a sus miembros, la película simula ser un relato de precaución dirigido por los propios líderes de la secta. Esta película “encontrada” nos cuenta la historia de María (Amalia Kassai), una joven que acaba de escapar de Colonia Dignidad y de un lobo que la persigue. Refugiada en una casa en el sur, María empieza a vivir con dos cerditos que de a poco empiezan a tomar forma humana. A medida que la joven intenta criar a los cerditos, distintos elementos de la casa empiezan a volverse en su contra, como en una pesadilla. El cuarto vacío que daba espacio a las pesadillas de Lucía y Luis, acá se convierte en un paseo por múltiples habitaciones en que las figuras aparecen y se destruyen. Además del dibujo en pared, en esta ocasión distintos muñecos y figuras en 3-D interactúan con los elementos planos de la pared. El cine de Cociña y León no obedece a reglas de proporción o materialidad. Durante la película la multiforme María es un dibujo en la pared, un sombrío cartón que atraviesa la cortina, una figura pintada en vidrio y un rostro gigante descompuesto entre tres cuadros en la pared. La dimensión y materialidad de los personajes no parece seguir una regla establecida, dando la sensación de un relato que puede tomar cualquier forma arbitraria, al igual que la propia María. Esta sensación lúdica del trabajo de sus directores, que parecen introducir sin reserva cualquier idea estética por gusto, se intensifica por las restricciones formales que estos utilizan. La película consiste de un plano secuencia, lo que permite a los directores jugar con el recurso de que los muñecos se crean en pantalla. La idea del plano secuencia, por otro lado, resulta engañosa en un filme que fue rodado cuadro por cuadro. El plano único, entonces, sirve para referir nuevamente al proceso de su realización. Entendemos que cada cambio de espacio es un cambio de escena, y que cada momento en que la cámara se acerca a un objeto se realiza un “corte oculto” para la transición, como famosamente hizo Hitchcock en La soga (1948). Pero, en vez de ser una proeza de organización entre cámara y puesta en escena, en La casa lobo esta técnica revela el recorrido por espacios y sets distintos, además de que el tiempo de elaboración se hace más palpable. El plano secuencia de Cociña y León tampoco puede emparentarse con la planificación rigurosa de Hitchcock. El stop-motion ha privilegiado, por lo general, el uso de planos fijos que permiten apreciar de mejor manera el movimiento de los muñecos. Cuando sí se utiliza movimiento, especialmente en películas posteriores de la era digital, la tendencia es “simular” los movimientos de cámara en vez de realizar un movimiento de cámara verdadero, lo que resulta poco controlable y fluido en una película cuadro por cuadro. El plano secuencia de La casa lobo, muy por el contrario, se encuentra notoriamente ejecutado por movimiento de manos. Arrastrar el trípode se considera, en varios manuales oficiales, un pecado en el mundo de la animación. En el caso de Cociña y León, la suciedad del movimiento es bienvenida y termina constituyendo parte de su lenguaje. Más que un movimiento poco logrado, se convierte en una cámara que “repta” en coordinación a la viscosidad del sonido y la fealdad general de los elementos. Y ese no es el único elemento menos pulcro o controlado que lo habitual. En La casa lobo, luces y sombras se mueven de manera irregular, los hilos que sostienen las extremidades de los muñecos están visibles y presenta elementos que se mueven a velocidades distintas durante una misma escena. La animación de Cociña y León permite la aparición del accidente y del error en pantalla. Se trata, nuevamente, de un elemento “mal ejecutado” que se convierte en herramienta de estilo. En un nivel más profundo, es también una renuncia a la perfección técnica que somete a la animación, todavía más que a otros campos del cine. La casa lobo abraza la posibilidad de una animación latinoamericana capaz de desobedecer los mínimos de calidad convenidos por la industria. El único aspecto que causa algo de dudas se relaciona con el uso que le dan al material de inspiración. A medida que avanza la película, la sensación pesadillesca se vuelve más importante que cualquier conexión histórica con Colonia Dignidad. Sin embargo, este podría ser otro rasgo que emparenta a Cociña y León con las grandes animaciones que entienden la trama meramente como un marco estético. Quizás nos interesemos menos por el relato de María a medida que La casa lobo avanza. Pero esto se debe a que es otro tipo de estímulo el que concentra nuestra atención. Ver un farol aparecer desde una pared, o presenciar la transformación de los cerdos de masking tape en Ana y Pedrito. Entendemos la falsedad de cada elemento, y por eso nos podemos emocionar por el solo hecho de verlos moverse. El trabajo de Cociña y León se emparenta a los comienzos mágicos del primer cine, cuando la cámara se utilizaba en las ferias para “desaparecer” objetos frente al público. Jan Švankmajer decía que le gustaba que se notaran las marcas de dedos en su películas. Esas marcas no dejan de aparecer en La casa lobo. Cada vez que una figura de masking tape se destruye en pantalla, acompañada además de un sonido que te hace pensar en bichos que caminan por la ropa, nos emocionamos por poder sentir la marca de los dedos de los directores sobre cada figura. Nota comentarista: 9/10 Título original: La casa lobo. Dirección: Joaquín Cociña, Cristóbal León. Casa productora: Diluvio. Producción: Catalina Vergara, Niles Atallah. Guión: Joaquín Cociña, Cristóbal León, Alejandra Moffat. Fotografía: Joaquín Cociña, Cristóbal León. Sonido: Claudio Vargas. Reparto: Amalia Kassai, Rainer Krause. País: Chile. Año: 2018. Duración: 75 min.