XXIX FICValdivia (5): Tiempo, trabajo, cine

Tres películas atravesadas por el tiempo y el trabajo: Unrueh, Sobre las nubes y Un sueño como de colores. Las tres fueron parte de la última edición de Valdivia y dan respuestas diferentes a una de las preocupaciones centrales del cine. 

En La emergencia del tiempo cinemático, Mary Ann Doane propone entender la invención del cinematógrafo como una síntesis técnica de un esfuerzo transversal del siglo XIX: la racionalización del tiempo. La creación de la imagen en movimiento estaría vinculada, como se ha dicho múltiples veces, a otros signos de la modernidad como el ferrocarril, pero también a la masificación de los relojes de bolsillo, al establecimiento de una hora estándar y la emergencia de una “economía mundial”. En algún punto, la economía monetaria y el incipiente capitalismo global necesitaban que la medición del tiempo fuese más precisa, o sea, poder traducir un concepto abstracto en cifras.

“En Inglaterra, la hora de Londres adelantaba cuatro minutos a la hora de Reading, siete minutos y treinta segundos con respecto a la de Cirencester y cuatro minutos respecto a la de Bridgewater”. Este desfase, cuenta Doane, se solucionó por la necesidad de establecer horarios fijos para el ferrocarril, por lo que recién en 1880 se estableció una diferencia horaria en la que el minutaje era inalterable. El cinematógrafo y la reproducción del movimiento fueron el paso siguiente: el entretenimiento también se podía basar en un tiempo irreversible, fijo y mensurable.

La edición anterior de FICValdivia, con los resguardos y la mesura que tuvieron los primeros eventos post-cuarentena, permitía una organización temporal simple: menos películas al día y menos películas simultáneas, con una grilla personal que se podía armar en apenas unos minutos. Este año fue bastante más parecido a la idea clásica de festival, corriendo de un lado a otro, sacando el computador para responder correos 10 minutos antes de entrar a una función, o engullendo sánguches y pasteles durante los espacios intermedios (sobre todo pasteles, en mi caso). Es decir, una organización del tiempo personal subordinada a las películas y a su duración, al contrario de cómo sucede a menudo en el visionado casero. El festival, en su versión intensa ensalzada por la cinefilia, es dominio del desocupado. De todo esto también trata Unrueh (Cyril Schäublin, 2022), film central de la última edición de FICValdivia, y film central para mi manera de entender este “regreso pleno” del festival.

En un comienzo, Unrueh podría parecer una biopic histórica sobre la visita de un joven Kropotkin a las colinas relojeras de Saint-Imier, Suiza. Si bien la película vuelve cada tanto a la figura del anarquista ruso en el momento en que elabora algunas de sus ideas principales, también mantiene algún grado de coralidad entre un repertorio de personajes del pueblo, particularmente una relojera y sus colegas, que empiezan a experimentar el cambio de las relaciones laborales cuando la medición más precisa del tiempo entra en escena. La fábrica comienza a aplicar una gestión científica al resultado del trabajo de las relojeras, tratando de medir el tiempo individual de cada acción de la cadena de trabajo, en una proto versión de lo que sería después el taylorismo estadounidense.

Si bien la película expone constantemente la vida del pueblo y su estrecha relación con el tiempo, existen dos estrategias de distanciamiento casi permanentes que le dan una particularidad visual y sonora a la película: en primer lugar, varios planos están compuestos de manera en que los personajes principales queden situados a los márgenes del cuadro y, en segundo lugar, el diseño sonoro funciona a través de una serie de capas que generan una especie de colchón sonoro sobre el que descansa cada diálogo. El sonido de los relojes dentro de la fábrica, con el tic tac permanente y el traqueteo de pequeñas pinzas moviéndose, funciona casi como un ASMR. Aunque los dos centros temáticos –la sistematización del tiempo y la difusión de las ideas de apoyo mutuo anarquistas—tienen cierta densidad, la experiencia de Unrueh permite casi siempre un placer visual y sonoro que se opone a la transformación histórica que acontece en la propia película. Si el tiempo empieza a ser una presencia cada vez más opresiva sobre el pueblo, la película ofrece un escape desde la extrañeza de su propuesta visual; se pueden mover los ojos y recorrer el plano con cierta tranquilidad.

Esta propuesta, además, sigue a la organización de las obreras y su acercamiento al anarquismo, casi siempre entre susurros o recados organizados en pleno lugar de trabajo. Sin tocar la teoría política de manera demasiado directa, la organización de las relojeras es la del sabotaje y la resistencia ante el nuevo régimen temporal. Por lo mismo, siendo una película de organización obrera, se aleja de los relatos del canon socialista: no hay organización sindical ni negociación de sueldos; tampoco hay figuras heroicas, ya que el mismo Kropotkin es retratado con discreción. Al mismo tiempo, a pesar de ambientarse unos años antes de la invención del cine, Unrueh toma plena conciencia de sus 93 minutos y del paso del tiempo de una película: el punto cúlmine de esta administración gerencial del tiempo. 

Desde una vereda estética bastante diferente, Sobre las nubes (María Aparicio, 2022) comparte algunas de las preocupaciones temporales de Unrueh, pero desde su actualización, es decir, desde un presente donde ya es imposible imaginar una vida por fuera de un tiempo sistematizado. La película sigue la vida de cuatro personajes principales (cinco, si contamos a la hija de uno de estos) cuyas vidas íntimas están cruzadas en cada momento por su relación con el trabajo y la organización temporal en torno a este. En Sobre las nubes se trabaja o se busca trabajo y, siguiendo la oposición clásica, el resto de las actividades e intereses funcionan como una suspensión de este.

Una amiga me comentaba después de la función que hay un desajuste entre las imágenes y momentos que Aparicio escoge para mostrar a sus personajes –algunos luminosos, muchos tiernos— y esta sensación desesperada con la que el régimen laboral tiñe la sensación general de la película. Los planos largos, el deadpan actoral y el tiempo que se le da a cada historia para comenzar constituyen una película de baja intensidad, cuya narrativa se construye de a poco. A pesar de esto, se puede pensar la película en la tradición de Rosetta (Luc y Jean-Pierre Dardenne, 1999), aunque ningún personaje corra de un lado a otro, existe una insatisfacción mediada por la sensación general de los “tiempos difíciles”, a los que se alude en más de una ocasión.

Parte de la singularidad de Sobre las nubes tiene que ver con dar una salida estética poco esperada a este tipo de problemáticas, al punto de que podría parecer superficialmente una película intimista centrada en las relaciones personales de estos cuatro personajes. La diferencia viene dada por un programa estético que se construye sobre la observación: aparecen pantallas de computador sucias, libros apilados como apoyo de un notebook y detalles de cada trabajo que normalmente se reservarían a las elipsis. Esto implica que los planos no son meramente funcionales: no vemos a Ramiro (Leandro García Ponzo), por ejemplo, reproduciendo las acciones de un cocinero; aprendemos las dificultades específicas de lidiar con las comandas, las implicancias de estar “detrás” del lugar de servicio, los pequeños trabajos extra que se le destinan en un negocio de mediana escala. Esta combinación entre lo minucioso y lo austero le dan una densidad temporal a la película, nuevamente, se siente el paso del tiempo al final de cada plano.

Por último, me gustaría comentar un cortometraje que también bordea la separación entre el trabajo y la vida íntima. Si bien se trató de su segunda exhibición oficial, el pase de Un sueño como de colores (Valeria Sarmiento, 1972) durante la ceremonia de inauguración tuvo algo de hito. Para quienes seguimos la obra de Sarmiento, la película tenía ya un elemento mítico por las entrevistas en las que se remarcaba su ausencia, y por el lugar que podría tener en su filmografía una película sobre unas bailarinas de striptease. No se trata de la única película perdida de Sarmiento, pero provocaba una curiosidad doble como debut: sonaba como una película coherente como inicio de su carrera, al mismo tiempo que sugería una rareza dentro del corpus de la Unidad Popular. Su rescate permite complejizar ambas ideas para el futuro; en palabras de Sarmiento, en Un sueño como de colores, “ya estaban en ciernes todas mis obsesiones”.

El cortometraje inicia desde la fantasía y el color: un show de striptease que juega con la desnudez o vestimenta de su protagonista como si se tratara de un espectáculo de magia, aumentando el artificio desde el rodeo de la cámara y los colores saturados. Poco después, los créditos mantienen el código de color y glamour, recorriendo de a poco una gráfica de los hermanos Larrea hecha especialmente para la película. Lejos de la estética de agit-prop a la chilena por la que se les conoce, se ve la silueta de una mujer con un bikini rosado sobre la que se inscriben los nombres del equipo. Esta introducción establece un código festivo y fantasioso, abrazando la emulación de un espectáculo a gran escala que se da en los clubes nocturnos.

Sin embargo, este código se ve interrumpido durante las secuencias siguientes, donde el testimonio documental en blanco y negro se pone al centro. Las bailarinas son entrevistadas desde sus casas, lo que de alguna manera también marca una barrera entre la estética de un espacio y del otro. En casa, el discurso es más ambivalente: se piensa en el desnudismo como un arte, al mismo tiempo que se menciona la violencia masculina cotidiana que se vive dentro del club. Los hombres son una especie de fuera de campo activo en las entrevistas, no los vemos, pero el revés del trabajo de las bailarinas está siempre relacionado con estos. De alguna manera, uno podría pensar en la retórica de los entrevistados de El hombre, cuando es hombre (1982) y entender a qué aluden las entrevistadas cuando mencionan la humillación, la cual tampoco aparece en la película.

Por otro lado, de manera más discreta, también aparece un retrato de la estética popular que marcaría la obra posterior de Sarmiento, desde la música radial hasta los afiches del Colo-Colo que se pueden ver en la pared. La estetización de la escena inicial no trata de convertir a la bailarina en una estrella de Hollywood, sino que refleja la conciencia que tiene esta de ser parte de un simulacro de su puesta en escena, una traducción latinoamericana que, por lo mismo, resulta menos solemne y más divertida. Sarmiento nunca trabaja con ironía sobre estos materiales, como tampoco lo hará sobre el melodrama o el bolero mexicano más adelante. Por lo mismo, en su corta duración, la película deja que asome el relato de la violencia, pero no se convierte en su tema, ya que también le interesa pertenecer al mundo de fantasía creado dentro del Bim Bam Bum o el Mon Bijou.