X Sanfic: El Ardor (Pablo Fendrik, 2014)

Esta película comienza con un prólogo que nos dice que, desde hace siglos, los habitantes de la selva amazónica invocan a seres “que a través de la corriente del río, llegarían a auxiliarlos ante la posibilidad de una invasión” para, aclararnos a continuación, que esta práctica mágica aún se realiza cuando “quienes trabajan la tierra como medio de subsistencia” sienten la amenaza que se aproxima desde el exterior. Lo que sigue es un extenso plano que nos muestra la grandiosidad de la selva del Paraná con sus vastas tierras verdes, sus brumosas e inmensas florestas por las que se cuelan algunos rayos de sol que iluminan la silenciosa espesura. De pronto, una ráfaga de fuego inunda la pantalla. Tal vez sea el ardor que da título a la película, quién sabe. Esta descarga violenta es la señal inequívoca que el orden “natural” de las cosas se ha vulnerado y que el resto del metraje será la elaboración y el desenlace de la disputa entre los que “pertenecen a la tierra” y los invasores de ella. En este sentido, la película de Fendrik concentra en su primer tercio todas las variantes que conforman el drama naturalista básico: los explotadores y los explotados, los dilemas de un territorio de resonancias teológicas, mientras de fondo emerge la naturaleza como una fuerza autónoma y poderosa, personificada aquí en la figura de un tigre ubicuo que recorre toda la cinta. Solo falta el tercero en discordia, el héroe que opera sobre los campos en disputa y logra la finalidad de restaurar el orden previo a la irrupción agresiva de los intrusos.

El ardor desarrolla de manera predecible y mecánica todo lo anterior. Por una parte, tenemos unos propietarios inermes, encarnados en la figura de un padre y su hija (Alice Braga), que saben de los saqueos realizados por mercenarios en territorios vecinos de la selva amazónica y presienten que pronto vendrán por ellos. Son personas que han vivido por años, décadas en esas tierras, en donde la filiación a esos territorios ya refiere a vínculos inderogables y arcanos, llegando a confundir la identidad de la selva con la personalidad de sus caracteres. Es fácil entender que prefieran morir antes que dejar sus hogares. Por su parte, los mercenarios cumplen su labor asesina sin incertidumbres morales. Son barbudos, sudorosos y depravados. El espectador imagina en sus miradas el vacío de una convicción diabólica más propia de una idea que la de un personaje verosímil y creíble. Y está el héroe de rigor (Gael García Bernal, actores sobrevalorados si los hay), que surge de entre las aguas de la corriente para socorrer a los indefensos propietarios de ese pedazo de tierra. No se puede decir mucho más; no por el afán ético de no revelar elementos propios de la trama que el espectador deberá descubrir, sino porque la película cae, una y otra vez, en todo tipo de lugares comunes, entrampándose en sus propias fórmulas obvias y chapuceras.

No cometo ningún pecado al describir algunos elementos que moldean el resto del film: la familia es visitada por los cuatreros y la joven es secuestrada. El héroe, ese ser del que no se sabe su origen y destino, va al rescate de ella y escapan por la selva umbrosa. La humedad y el cansancio de los cuerpos ofrecen el acto evidente: el encuentro erótico tan inevitable como insulsamente filmado. Al final, el encuentro decisivo entre las fuerzas que defienden la tierra y los delincuentes inescrupulosos que afilan sus cuchillos. De este modo, El ardor se hace eco (un eco desafinado y triste) de ese largo catálogo de películas basadas en el asedio de bandidos que buscan usurpar casas o tierras para la explotación capitalista. Allí se encuentran films como Shane (Stevens, 1953), The Pale Rider (Eastwood, 1986) o la imperfecta pero no del todo despreciable Nowhere to run (Harmon, 1993). Como desenlace, un duelo épico que busca en sus planos y encuadres al mejor Sergio Leone pero que se queda en la parodia involuntaria de un remedo barato.

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En declaraciones recientes, Fendrik ha afirmado su deuda y admiración con directores como Herzog y Kurosawa. Es difícil tomar estas palabras seriamente. El ardor en todo momento rezuma frialdad y cálculo, trampa e incongruencia. Justo las características opuestas a los maestros que dice inspirarse. Selva, modernidad, civilización, barbarie, tigres, cuatreros, asesinato, muerte. ¿Qué diría de esta película un Borges, que hizo de los felinos y los enfrentamientos aciagos en la selva inexpugnable alguno de sus mejores poemas y cuentos?¿Qué diría un Sarmiento, que escribe “Facundo”, y abre un área de discusión cultural cada vez más sugerente y compleja sobre la identidad latinoamericana? ¿Qué pensaría Eustaquio Rivera que con “La vorágine” instaura y expande los límites simbólicos de la selva como un laberinto del cual no hay salida posible? Seguramente, no verían esta película.

Marco Antonio Allende