The Hunt (Thomas Vinterberg, 2012) #Sanfic

Seguramente será imposible para muchos enfrentarse a este nuevo estreno de Vinterberg sin tener patente en la memoria Festen, una de sus más aclamadas películas y que configuró el principio y cenit de la materialización del manifiesto del Dogma 95. Sin embargo no nos bastará un extenso estudio de esta cinta para darnos cuenta que entre ambos films se tensiona una línea que debilmente soporta una consecución de intentos por hacer sobrevivir aquella perturbación que dos jóvenes daneses provocaron,  elaborando un texto con pretensiones de universalidad, habiendo hace varias décadas caído el ideal de las vanguardias. En el transcurso de esa línea no sólo se desmitifica la posibilidad de la renovación ontológica del cine, que entre otras cosas proponía el dogma, a través del rotundo fracaso y la ridiculización del mismo, si no que habrá por parte del propio Vinterberg, una clara renuncia a la experimentación, que será tristemente ostensible en The Hunt.

La matriz dramática es bastante simple. Un íntegro profesor de guardería es acusado falsamente por la hija de su mejor amigo, quien además es su alumna, de haber cometido abuso sexual en su contra. La mentira trastorna la vida de la pequeña comunidad y relatos de otros niños comienzan a multiplicarse como una especie de pandemia elidiendo cualquier posibilidad de inocencia. Lo que sucederá a continuación tendrá que ver con la puesta en marcha de una serie de operaciones de guion lo suficientemente decimonónicas y arraigadas en el cine clásico como para convencernos a ultranza de la militancia en el lado del desfavorecido, sin fisuras, sin cuestionamientos. Vinterberg deslinda claramente el espacio por el cual se deberá mover nuestra empatía, bosqueja los límites por los cuales debe transitar nuestra emocionalidad al punto de entroncarla solo con los entresijos de un hombre que en proceso de reconstrucción luego de una tortuosa separación lucha por recuperar la relación con su hijo y retomar su vida amorosa. Con cierto ánimo sensacionalista todo lo que suceda ocurrirá inundado por la subjetividad del protagonista (un fabuloso Mad Mikkelsen quien por este papel recibe el premio al mejor actor en la pasada versión de Cannes), el sufrimiento por la muerte de la apreciada mascota en manos de anónimos asesinos, el padecimiento del hijo ante la inminente intolerancia que los ha transformado en parias improvisados, las golpizas, los asedios, todo confluyendo en dirección a hacer de este personaje el protagonista de un melodrama de manual, una especie de héroe del sentimentalismo que debe mantenerse estoico, aunque craquelado interiormente, ante las circunstancias que arrecian. 

Sin duda esto no es sorpresivo. El dogma fue un movimiento vociferante en contra del cine de géneros, pero su aversión a la ficción terminó generando películas con trazas de culebrón de media tarde como Te quiero para siempre de Susanne Bier o Bailarina en la oscuridad de Von Trier, cintas que se adscribirán a una praxis cinematográfica que a la postre ha ido fraguando una escuela de cine danesa y que en sus mejores formas ha logrado en su progenie destacar algunos buenos textos fílmicos que elucubran de manera punzante sobre la naturaleza de la culpa y sus matices, el comportamiento de la maldad,  la crueldad del hombre inserto en la colectividad , es decir, una auténtica poética del desencantamiento. El vicio de esta práctica sucede cuando la narrativa se transforma en entrampamiento, cuando supera al propio cine y la ética y la estética quedan sometidas a la ineludible seducción de lo inteligible y lo contingente. El cine manipulado por la necesidad de hacer que el espectador no deserte a medio camino, si no que se involucre, se conmueva, opine. Un espectador cómplice de este cine hecho a medida. Quebrar la linealidad de los hechos enmascarando con ellos preguntas que subyacen al comportamiento de la historia hubiese sido una apuesta demasiado arriesgada. Porque Vinterberg sólo expone conflictos, consecuencias, y hacia el final configura una especie de fábula en la metáfora del cazador cazado, pero ante tamaña devastación y crisis no logra ni siquiera emplazar y mucho menos tratar de responder la pregunta acerca de la infancia, la veracidad de lo que el sujeto en este estado evolutivo declara, la pérdida cada vez más temprana de la inocencia y la caducidad de los dispositivos sociales que hoy operan y que parecen no haber advertido esta precocidad. No hay preguntas ni respuestas acerca de porqué creer en aquello que se cree.

Técnicamente también algunas trazas del dogma subsisten. Una insistencia por la cámara en mano en algunos pasajes que, nuevamente arrasada por la trama es casi imperceptible, una adecuada utilización de banda sonora, sin caer en la manida tentación de potenciar la culminación narrativa y la osada apuesta de utilizar iluminación natural en algunas escenas con resultados bastante notables, nos recuerda que, mal que mal, quien firma es nada más y nada menos que el autor de Festen. Y claro, los tiempos han cambiado. Esta película sí puede llevar su nombre en los créditos.