Reporte Ficvaldivia (2): Alain Guiraudie, El peso de la carne #ficvaldivia
Dentro de la excelente programación paralela a la competencia que se mostró en el festival, el foco dedicado a Alain Guiraudi fue con mucho el gran descubrimiento de esta edición. Sin duda su triunfo con L’inconnu du lac en la sección Una Cierta Mirada en el reciente Festival de Cannes le dio la suficiente notoriedad internacional y por eso fue más que oportuno el foco que el FICV le dedicó junto a los del israelí Avi Mograbi y del argentino Claudio Caldini.
Cineasta con gran soltura narrativa y un oído excepcional para los diálogos Guiraudie tiene a cuestas cerca de una docena de trabajos en corto y largometraje desde su debut en 1990 y aunque por edad está más próximo a cineastas como François Ozon o Jacques Audiard, el naturalismo de su puesta en escena y su predilección por los paisajes rurales lo acercan más a ciertos momentos de Rohmer.
En un texto anterior sobre el FICV ya había hablado de Pas de repos pour les braves (2003), el primer filme de Guiraudie que pude ver en el festival y que me pareció muy cercano a la narrativa de Boris Vian, por lo menos en la irremediable progresión del filme hacia el absurdo. Le roi de L’evasion (2009) confirmó esa sospecha en un relato tan imposible como fascinante sobre la pasión desbocada que un vendedor de maquinaria agrícola, cuarentón y homosexual, siente por una adolescente con quien acabará fugándose e ingresando al centro de una intriga que involucra a la policía y a una red que trafica una raíz con poderosas propiedades afrodisíacas.
El filme articula elementos que ya son característicos de su obra como la progresión sorpresiva del relato, su debilidad por la comedia, la dimensión abiertamente literaria de su puesta en escena y la relajada espontaneidad de su dramaturgia. Pero también da cuenta clara de la posición respecto de la identidad homosexual. En este punto, su imaginería del mundo gay está lejos de cualquier otra que haya mostrado el cine anteriormente, dentro y fuera de Hollywood. Esa naturalidad lo sitúa más allá de cualquier posición militante al respecto, vínculo que el mismo director recalcó en sus presentaciones al decir que sus películas “hablan de amor y soledad”.
Ce vieux rêve qui bouge (2001) condensa de manera perfecta esa premisa a partir de una historia centrada en la llegada de un joven técnico para desmantelar y embalar la última máquina en una empresa que ha sido vendida. El clima entre los pocos obreros que quedan, la mayoría sin mayores expectativas que el retiro prematuro, es de recelo hacia el recién llegado. Como en Teorema, de Pasolini, la presencia del técnico activa o, cuando menos, explicita la atracción sexual entre algunos de los trabajadores y Guiraudie se encarga de ratificarlo reiterando en los pocos y muy definidos espacios donde se gesta la historia, cómo ese deseo se articula desde pequeñas frases del diálogo hasta los gestos y las acciones. Con sus sólo 51 minutos de duración, Ce vieux rêve qui bouge es relato perfecto, redondo y transparente que ratifica el cuidado con que el director desarrolla las potencialidades físicas y dramáticas de sus personajes secundarios, tipos humanos comunes y corrientes despojados de cualquier carga intelectual, simbólica o incluso cinéfila.
La conjunción de todos estos elementos se resume casi a la perfección en L’inconnu du lac (2013), obra que respira en más de un sentido del sentido trágico de Patricia Highsmith por medio de un flirteo en una playa para homosexuales que da pie a un crimen pasional. Como en sus anteriores películas, la narración utiliza prodigiosamente poco más que un puñado de locaciones: el lugar donde aparcan los vehículos, la playa y el bosque en el que tienen lugar los encuentros casuales. Incluso hay una recurrencia en reiterar similares secuencias de planos y ángulos de cámara.
Nuevamente, la historia indaga en una pasión irracional que literalmente sigue el camino desde Eros a Tánatos. En muchos sentidos, la naturaleza de la pasión masculina que Guiraudi retrata en su película es similar a la que Oshima construye en El Imperio de los Sentidos, y por ello la desnudez y la sexualidad explicita es un vehículo necesario. En el filme, los planos cercanos de penes, eyaculaciones y felaciones adquieren un sentido desdramatizado y limpio de cualquier otra connotación. En su puesta en escena la decisión reiterativa de tiros de cámara, la trivialidad de los diálogos y la reiteración de una zona completamente descontextualizada -no conocemos casi nada de los personajes, ni tenemos mayores referencias geográficas al respecto- ratifica el poder de abstracción de sus imágenes.
Como en sus filmes anteriores, el delirio -destructivo en este caso- se apodera de la narración y si en un punto el relato parece desbocarse en su verosimilitud ello es perfectamente coherente con el carácter creativo de su director, para quien la matemática del relato importa bastante menos que la geometría de los deseos.
Mucho de toda esa lógica de extravío me hizo recordar Flesh (1968), de Paul Morrissey. Aquí, claro, el producto es de gran cuidado y tiene poco de experimental, pero sin duda Guiraudie hubiera sido una presa que Warhol hubiera apadrinado sin contemplaciones en su factoría.
Por: Felipe Blanco