Informe XXXIII Festival Internacional de Mar del Plata (2): Fantasmas ejemplares (segunda parte)

Ese viejo Nuevo Hollywood

Las visitas de Léaud, Carax y Pierre Richard (de quién sé muy poco) subrayan la importancia del factor retrospectivo que todo festival de cine debiera tener para sostener el diálogo entre pasado, presente y futuro. De hecho, lo mejor de esta edición, la primera bajo la nueva dirección de Cecilia Barrionuevo, fue para mí el énfasis puesto en un patrimonio fundacional que a veces es esquivado por los actuales estudiantes de cine (sí, ya empiezo a hablar como viejo).

Hal Ashby, ese genio atormentado del Nuevo Hollywood, tuvo una retrospectiva que se vio coronada por Hal (2018), documental dirigido por Amy Scott que examina, película a película (al menos, las mejores), su singularidad dentro del panorama del cine americano de los ‘70. De formato televisivo -ideal para ser comprada por Netflix- cuenta con directores como Judd Apatow y Alexander Payne, además de un sinnúmero de actores y técnicos que trabajaron con Ashby, revisando su vida y obra. Algunos rechazan el mito de que su adicción a las drogas fue responsable de las dificultades que siempre tuvo para hacer cine. Pero su verdadera tragedia apunta más bien a ese enemigo invencible que también derrotó a Orson Welles: una industria cruel y caprichosa con la que el cineasta luchó hasta su muerte.

Hablando de tensiones entre negocio y creatividad salvaje, Mar del Plata también revivió a otro emblema del Nuevo Hollywood: Dennis Hopper, quien, como muchos saben, recibió una gran cantidad de dinero luego del éxito de Busco mi destino (1969) para filmar su próxima película. Esa fue The Last Movie (1971), rodada en Perú con una serie de actores, músicos, lugareños y amigotes del cineasta. Las historias detrás de la producción -orgías de sexo y drogas y episodios de delirios, como la crucifixión de una de las actrices en una noche narcótica- siempre opacaron a una obra que, tras su estreno en el Festival de Venecia, desapareció de la faz de la tierra. Lo cierto es que cuando Hopper volvió a Estados Unidos no supo cómo editar el material rodado y, en medio de la presión de sus productores, llegó incluso a llamar a Alejandro Jodorowsky para pedirle una mano.

En Mar del Plata se proyectó la versión recientemente restaurada. Es como si alguien iluminara un edificio lleno de errores de construcción. Son grietas que componen un montaje anárquico que funciona como un puzzle en el que las piezas no encajan. El mismo Jodorowky le había recomendado a Hopper abandonar la idea de darle coherencia a la estructura del filme y, según la leyenda, él no le hizo caso. En esta sucesión de confusiones y escenas desordenadas se vislumbra una historia: el rodaje de un western, dirigido por Samuel Fuller, inspira a los habitantes del pueblo peruano de Chinchero a replicar la violencia mediante cámaras hechas con técnicas de artesanía local. El artificio de Hollywood, y la violencia americana en tiempos de Vietnam, es llevaba al paroxismo por un grupo de aldeanos que Hopper retrata con cierta ingenuidad paternalista. En ese contexto se repiten escenas que parecen registros documentales del rodaje: fiestas, cantautores en acción (entre ellos Kris Kristofferson interpretando “Me and Bobby McGee”) y el vagabundeo de un Hopper que se reserva el papel protagónico.

The Last Movie es una película brillantemente fallida que muestra los excesos del Nuevo Hollywood. Un largometraje experimental que atenta contra sus mismos cimientos. Si bien caricaturiza, con mirada extranjera, la vida rural en Perú, también se apunta a sí misma como lo prueban las escenas de Hopper, y un buscavidas, que pretenden encontrar una mina de oro basándose en lo que saben gracias a las películas que han visto. Hopper vislumbra el cine como perversión y encierro.

La posterior proyección del documental The American Dreamer (1971), de L.M. Kit Carson y Lawrence Schiller, reforzó la mitología en torno a Hopper con su registro de los días posteriores a The Last Movie. Delirante y grandilocuente, el cineasta es seguido, en un estilo muy direct-cinema, mientras trata de montar el material filmado en Perú desde su rancho en Estados Unidos, donde experimentaba la vida comunal. Es un retrato fascinante que, a pesar de todo, muestra a un Hopper demasiado consciente de la presencia de la cámara. Eso, por supuesto, no es un defecto.

The Last Movie y The American Dreamer funcionan como registros de la muerte de la utopía hippie. De alguna manera, retratan el momento en el que llega la cuenta a la mesa de los excesos. Hopper conectaría rápidamente con el zeitgeist. Como dijo alguien por ahí: “si Busco mi destino retrató el espíritu del hippismo, Out of the Blue (1980) lo hizo con el punk”. Esa es, al menos para mí, la obra maestra del artista que perdimos en el año 2010.

 

Lo nuevo

In-Fabric

Aunque mi combativo plan personal de vivir como si aún estuviésemos en los ‘90 me funciona durante algunas horas por día, la presión por ver novedades en festivales es más grande que mis pretensiones pueriles.

Todos hablaban con entusiasmo de In Fabric (2018), de Peter Strickland, director del que solamente vi una película (Berberian Sound Studio, 2012). Mi desconfianza por lo que algunos llaman art-horror parecía más fuerte, pero finalmente terminé comprando la entrada. Admito que no suelo contentarme con la simple manipulación de las reglas del género y esta película sobre una mujer que compra un vestido maldito apuntaba, al menos en la reseña, en esa dirección. Afortunadamente, Strickland no se toma la película en serio y la llena de humor. Del negro, por cierto, pero también del absurdo. In Fabric se convierte en un ejercicio de libertad en el que el director hace lo que quiere, jugando con el melodrama, el gore, la psicodelia, la estética analógica, la sátira social. No es fácil de definirla pero podríamos decir que Strickland nos muestra un territorio donde Darío Argento puede convivir con Monty Python. O algo así.

Pero entre tanta sed de originalidad en alta definición es bueno saber que hay directores jóvenes que siguen aferrados al 16mm y a cierta tradición del cine independiente. Aaron Schimberg, quien en 2013 debutó con Go Down Death, me asombró con Chained for Life (2018), centrada en el rodaje de una película de terror (justamente una de art-horror) que mezcla actores con un grupo de “freaks” que son tratados como piezas de utilería barata por el equipo de producción, aunque el cineasta a cargo -un autor europeo que debuta en Estados Unidos- intente honrarlos en la obra que filma. La película se centra en la relación que surge entre la actriz principal y Rosenthal, interpretado por el británico Adam Pearson (Under the Skin, Jonathan Glazer, 2013), quien padece de  neurofibromatosis. Entre bromas sobre el mundo del cine, Schimberg reflexionará sobre la ética de la representación y la discriminación positiva, sin perder la agudeza ni una humanidad que se impone sobre el sarcasmo.

El ultraindependiente Ted Fendt, por su parte, retrata en Classical Period (2018) a un grupo de académicos obsesionados con “La divina comedia”. En un 16mm granoso, y sin acentuaciones musicales ni efectismos, registra sus conversaciones sobre alta cultura en departamentos, salones y calles sin ridiculizarlos. No es que alguno de los encendidos monólogos -como, por ejemplo, uno sobre el Obispo de Lincoln- no resulten hilarantes por la obsesión que tienen los personajes por el conocimiento, es solo que Fendt esquiva la obviedad y, si retrata la dificultad para relacionarse entre un grupo de intelectuales, lo hace sutilmente, atendiendo a los pequeños gestos en medio de la sobredosis de diálogos eruditos. La textura del celuloide, el toque amateur y los colores deslavados llenan de sentido una obra que habla de enciclopedias, archivos y reliquias.

corsario

No puedo dejar de abordar, por último, el estreno de Corsario (2018), presentada como “un poema de Raúl Perrone”. Sé que en un balance publicado en este mismo sitio apunté que no me sentía apto para escribir sobre el director de Ituzaingó porque soy cercano a él (de hecho, colaboré en la aún no estrenada Sagrada) y también porque me considero un admirador incondicional de su obra. Pero no quiero pasar por alto una película que, de alguna manera, marca una diferencia con lo que el cineasta ha venido haciendo en el último tiempo.

Con un estilo cercano al documental, los primeros minutos de Corsario muestran un casting realizado por Pier Paolo Pasolini, junto a un asistente, en una casa de Ituzaingó. Una serie de adolescentes sexualmente ambiguos posan para la cámara recitando un texto de Dylan Thomas. La búsqueda continuará en las calles de la localidad del Gran Buenos Aires -ahora en un estilo experimental lleno de fundidos, capas sonoras y voces en off- con un Pasolini atento a los adolescentes que pasan. El deseo y la creación se convierte en la misma búsqueda. La belleza está en esas calles borrosas -registradas por Perrone con una cámara estenopeica fabricada por él mismo- y también en la artificialidad de una secuencia inspirada en la pintura de Caravaggio.

Perrone hace una película inclasificable sobre los cuerpos, el erotismo, el arte y el loop interminable de la creación, ese motor que, en entrevistas, él ha identificado como “una enfermedad”.