Informe XXII Ficvaldivia (2): Luz silenciosa
Hay una declaración de principios tácita definida por la presencia de Miguel Gomes, del estadounidense Nathan Silver y la canadiense Alanis Obomsawin que Valdivia ha ido modelando y perfeccionando en los últimos tres o cuatro años y que se relaciona con el fortalecimiento de una suerte de disidencia de algunos síndromes tradicionales de los festivales de cine, definidos esencialmente por la presencia de las películas boutique. No es que no exista nada de eso en Valdivia, pero es claro que desde hace un par de años, y eso ha sido cristalino sobre todo en las competencias, la vocación curatorial se ha decantado por indagar en realizaciones impulsadas por la exploración, asumiendo el peligro de que muchas aún estén lejos de pisar tierra firme.
El premio a Motu Maeva, de Maureen Fazandeiro, se explica en gran medida por esa voluntad, y algo similar podría decirse de Atrapados en Japón, el documental de Vivianne Barry que triunfó en la competencia nacional. Para un festival que ha vivido varios procesos evolutivos, el rigor político con que se asume la competencia define una vocación por el riesgo que no es posible encontrar en otros festivales nacionales. Ese riesgo necesariamente incluye costos, entre ellos la obligación de fortalecer las secciones paralelas y generar una red de faros estéticos que, como en los últimos años, ha estado constituida en parte por las películas de la gala.
La edición de este año fue particularmente expansiva. Desde pequeños homenajes a Bruce Lee, Lubitsch, focos de cine erótico, la mayoría de ellos de tres películas. Aunque hubiese preferido menos focos pero un poco más amplios, la experiencia de defender el cine en 16mm y 35mm es valiosa y refuerza en gran medida la premisa global del festival.
En el enjambre de cintas posibles para armar la curatoría personal, el centro de gravedad fue la rutilante presencia del cineasta portugués Miguel Gomes, quien presentó su cinta en tres partes Las Mil y Una Noches, constituyó el centro de gravedad del festival, no solo por la relevancia íntima que la figura de Gomes tiene para Valdivia (fue allí donde el director inició su carrera de festivales), sino también como una definición ideológica.
Estrenada mundialmente en la Quincena de Realizadores del reciente Festival de Cannes, Las Mil y una Noches es una curiosidad porque en apariencia posee las características de gran fresco político de la Portugal actual, en primera instancia por las dimensiones de sus tres episodios (El Inquieto, El Desolado, El Encantado) manteniendo a pesar de todo la falta de pretensiones que ha gozado su cine desde sus comienzos.
Ciertamente la extensión solemne de su nuevo largo no es lo más importante, pero es un elemento que ayuda a diferenciar su visión del cine de buena parte de la tradición artística del cine europeo de gran formato, desde Béla Tarr y Sokurov hasta German.
El filme toma juguetonamente la estructura del libro clásico, y desde allí traza un retrato de la actual Portugal a partir de una serie de relatos enlazados exclusivamente por la voz de su narradora. El filme se abre en un puerto (los astilleros de Viana do Castelo) y se cierra con otro al anochecer, punto de partida y también retorno literal para un viaje alucinatorio donde Gomes incorpora todos los elementos posibles –testimonios reales, ensoñaciones y fábulas, maniobras de distanciamiento, aclaraciones textuales y distintas versiones del bolero Perfidia como referente dramático- como estrategias para retratar la actualidad de un país empobrecido por las políticas monetarias de la Unión Europea. Organizada libremente en torno a ciertos temas comunes para cada segmento, la trilogía expone en lo concreto situaciones reales recopiladas por la prensa ocurridas entre 2013 y 2014. En ellas se alude a la cesantía, la pobreza, la alienación urbana, la ruptura con la tradición histórica portuguesa, la disociadora relación con la tecnología, la pérdida de sentido y, también, la muerte. Algunas de estas historias se entrelazan, otras se conectan sólo tangencialmente o se degluten unas a otras con la independencia que permite la voz en off y con un pie fuertemente anclado en referencias literarias que no solo incluyen a los relatos de Scheherazade, sino también a Jan Potocki, a Herman Melville y por cierto a Joseph Conrad.
Cada uno de estos cuentos son parábolas políticas, algunas más explicitas, otras menos. Y aunque es cierto que no todas tienen la misma sutileza (el pasaje del romance adolescente a través de mensajes de texto está a años luz de aquel de los negociadores erectos, en el primer episodio) el conjunto es de una belleza inobjetable y ejemplificadora de una arrebatada pasión por filmar que está en el centro del mundo cinematográfico de Gomes.
Más que con Tabú, su notable filme de 2012, Las Mil y Una Noches se conecta directamente con la estructura episódica y musical de Aquel Querido Mes de Agosto (2008). Gomes ha reconocido su debilidad por Vincente Minnelli y no parece exagerado aproximar su sentido de la dramaturgia a la condensación de cintas como Un Americano en París (An American in Paris, 1951) y, especialmente, Melodías de Broadway (The Band Wagon, 1953). Ello ya es evidente en el segundo volumen pero es más claro en el tercero, centrado en una comunidad organizada en torno al adiestramiento de aves, en donde la musicalidad está construida casi exclusivamente por el canto de los pájaros, generando un contrapunto sonoro similar al que Bernard Herrmann construyó para Los Pájaros, de Hitchcock.
Dado el aliento creativo imparable que Gomes despliega en Las Mil y Una Noches, la experiencia de verla en tres jornadas sucesivas, y en orden cronológico, es apasionante desde el mero placer cinéfilo por su sola capacidad para elaborar un universo a la vez mítico, contingente, gracioso y desolador sobre el presente de su país. Indudablemente es menos perfecta que sus dos largometrajes anteriores, pero confirma que el portugués sigue siendo uno de los cineastas más originales del actual panorama europeo.
La tragedia intangible
Experiencia igualmente apasionante Cemetery of Splendour, el nuevo filme del tailandés Apichatpong Weerasethakul estrenado en la competencia oficial de Canes 2015 y que acá se exhibió en la sección Gala fue, con Miguel Gomes y Right Now, Wrong Then, de Hong Sang Soo, una de las cintas fuera de competencia más esperadas en Valdivia.
Como en sus anteriores filmes, aquí continúa explorando la conexión espiritual entre el pasado de su país y la modernidad, a partir de una lectura que es igualmente política y contingente. En este caso el filme se centra en la relación entre los pacientes de un hospital para soldados y sus cuidadoras. El hospital –lo sabremos poco instantes después–, fue anteriormente una escuela, detalle que no es circunstancial porque da cuenta de la transmutación del sentido histórico y comunitario, la sustitución de una lógica por otra.
Cemetery of Splendour es un filme dominado por mujeres –las relaciones más fuertes se establecen entre Jenjira, una cuidadora ocasional que alguna vez fue alumna allí, la enfermera Tet y Keng, una vidente que conecta con las vidas pasadas– mientras los cuadros masculinos se reducen en buena medida a cuerpos que yacen heridos e inertes sobre las camas. A su modo, cada una de ellas presenta visiones diversas sobre cómo estar en el mundo y, esencialmente, sobre cómo sobrevivir a la tragedia permanente. Las inundaciones, las guerras y la muerte laten aún en la memoria de la vegetación que ha permanecido más tiempo que quienes conviven en ese instante y Weerasethakul se encarga de hacer sentir esa energía atemporal en la sutil presencia de los elementos.
Lo que permanece en ese entorno son las tradiciones arcaicas que operan paralelamente a esa modernidad. El relato es claro en dar autonomía a los personajes femeninos y establecer entre ellos relaciones de aprendizaje y complicidad. A diferencia de Itt, el soldado a quien las heridas han convertido en narcoléptico, Jenjira y Keng establecen una conexión trascendente que se fortalece por lo espiritual y también por lo físico –la escena en que Keng lame las heridas de Jenjira es el momento más hermoso del filme– y Weerasethakul es capaz de extraer ese nivel de intensidad controlando al máximo las capacidades expresivas de su despojada puesta en escena.
La protección como patología
Quién también se sirve de recursos mínimos en la elección de sus temas y recursos es Nathan Silver, invitado al festival a raíz de la exhibición de cuatro de sus cinco largometrajes, un compendio que respira por todos lados del formato indie estadounidense, y que ha ido modelando de velozmente durante los últimos cuatro años.
De manera obsesiva, Silver ha centrado sus relatos escudriñando en círculos asistencialistas surgidos espontáneamente entre los habitantes de Nueva York. Dudo de que esa práctica sea tan común como la obra del realizador pareciera sugerir, pero la observación que realiza a partir de ahí le permite penetrar en una zona incómoda y la mayoría de las veces oscura de la cultura estadounidense. Su aproximación es definitivamente más psiquiátrica que social y de ahí que su obra, más allá de lo lejos o cerca que pueda estar de la comedia negra, es siempre tensa y explosiva.
En los tres largometrajes que vi la lógica descriptiva es virtualmente la misma: una mujer que llega al hogar de un hombre que aloja a inadaptados (Soft in the Head, 2013), un hombre que huye de sus crisis de pareja refugiándose en el hogar donde su tía recibe a jóvenes embarazadas para acompañarlas en su proceso de embarazo (Uncertain Terms, 2014), las difíciles relaciones al interior de una comunidad de adictos en un proceso de rehabilitación tan extremo como ineficaz (Stinking Heaven, 2015).
Soft in the Head me pareció aún inmadura, donde la exposición libre y casi siempre despiadada se aplaca ante un arco dramático que se inclina hacia lo edificante. Lo mejor está en la convicción con que su protagonista (Sheila Etxeberria) construye al autodestructivo e impredecible personaje y organiza de punta a cabo la acción.
Hasta aquí, Silver se ha revelado como un hábil director de actores, capaz de administrar equilibradamente el desempeño de actores profesionales y amateurs. En su siguiente película, Uncertain Terms, logra un extraordinario registro de sus actrices, partiendo por su madre como regenta del hogar, y reafirma la debilidad del director por los personajes femeninos, siempre más alertas, despiertos y a veces más perversos también, que los frágiles exponentes masculinos. Es también la más bella de las tres películas y en la cual Silver consigue una muy sutil expresividad por sobre el salvavidas de los diálogos.
Stinking Heaven, su más reciente filme, parece ya un agotamiento en la exploración de ese universo cerrado y asistencial que ha poblado toda su filmografía. Sin embargo, hay en él un elemento nuevo y disociador, que surge de la paradoja entre la idea de refugio que inspiran esos núcleos humanos y la certeza en que dentro de esas pequeñas comunidades sobrerreglamentadas y cotidianamente autoritarias se incuba el germen patológico de muchas hermandades que han alimentado la historia criminal de Estados Unidos.
En efecto, el grupo de adictos sometidos a una rutina de terapias de shock sin ningún control ni contención de sus procesos emocionales tiene sólo una diferencia de grados respecto de sectas como la de Charles Manson, pero en ningún caso de naturaleza. Aunque esta es una consideración que surge de la exposición fuertemente distanciada que Nathan Silver hace de ese universo, la cinta está aún lejos de desarrollar cabalmente las perturbadoras implicancias encerradas en el comportamiento de sus personajes, una búsqueda que se sustenta en las irremediablemente heridas relaciones humanas.