Informe XXI Fidocs (5): Sonoridades extradocumentales
La novedad del equipo de programación de FIDOCS de este año generó altas expectativas en torno los desafíos sobre cómo potenciar y abrir nuevas búsquedas dentro de unos de los festivales más importantes de nuestro país. Desde hace un par de años, el festival acarreaba dificultades respecto a su llegada al público, había bajado considerablemente la cantidad de asistentes a sus funciones luego de su traslado desde julio a noviembre, cuando solía calzar con el periodo de vacaciones de invierno, además de situarlo en un momento del año en que no habían muchos más eventos relevantes, y así generaba un pivote entre la primera mitad del año y el segundo semestre. Junto con eso, respecto a las condiciones técnicas de sus exhibiciones, se manifestaban varios problemas de subtitulaje y calidad en las proyecciones. Su nueva alianza con Cine Hoyts (La Reina) y la continuidad de dos salas dentro de Santiago Centro (Cineteca Nacional y Cine UC), junto con un criterio programático que reduce tanto la cantidad de películas y organiza su cronograma de manera cómoda para lograr ver tres películas diarias con toda calma, fueron un éxito respecto a la convocatoria de público, mientras que siguen habiendo, como ya se ha comentado en otros informes, algunos problemas técnicos relativos a la prolijidad con los horarios y subtitulaje de las proyecciones.
Pero la verdad es que el nuevo equipo de programación logró, tanto mantener la altura del festival, como también abrir nuevas líneas dentro de sus criterios curatoriales. Por un lado, las películas de inauguración y clausura pueden leerse como una declaración de principios: la elección del film póstumo de Michael Glawogger, Untitled, funcionó como una suerte de homenaje emotivo a un grande dentro del género documental que, gracias a su montadora de confianza Monika Willi, nos deja un testamento que defiende un cine documental arraigado en el clasicismo observacional, que confía en la aventura de internarse en lo desconocido, lo ajeno, lo foráneo y extremo, para acercar desde una mirada desprejuiciada y curiosa imágenes lejanas y perdidas al resto del mundo, sometiéndose a la observación y escucha atenta mientras se interroga desde la propia subjetividad sobre la existencia humana. En tanto que la función de clausura, con el rescate de la cinta de Raúl Ruiz Des grands événements et des gens ordinaires, sirvió no solo como homenaje a uno de los más grandes cineastas -que resulta ser de nuestro país-, sino que presenta además, a contramano de Untitled, un cuestionamiento de los procedimientos documentales.
Por otro lado, los focos, tanto al brasileño Adirley Queirós como el de la cineasta nacional Maite Alberdi, constituían un giro hacia documentalistas actuales y latinoamericanos que con pocas obras han logrado consolidarse como referentes contemporáneos del género. Sus obras, además, es posible pensarlas en comunión respecto a las maneras de representar a sus personajes, junto con la libertad de desplazamiento hacia modalidades más ficcionales de narración. Mientras que, por su parte, la interesante Carta Blanca que tuvo el FIDMarseille dentro del festival funcionaba como un gesto claro del horizonte programático que guía el nuevo equipo de programación. A momento se echaba de menos, tanto en las presentaciones de las películas como en las sesiones de preguntas y respuestas (Q&A), un mayor desplante argumentativo por parte de los programadores, considerando además lo arriesgado de su propuesta y la posibilidad de ofrecer criterios, posibles vías de lecturas o cruces entre una cinta y otra al público general.
Respecto a los puntos altos de la programación de este año, resulta interesante explorar la pregunta del lugar del sonido dentro del género documental, y es que la plasticidad que otorga el dispositivo cinematográfico al exponerse a lo real le permite a los autores cierta libertad en sus filmes, al desplazar lo sonoro a una instancia diferente a la captura de la imagen misma.
Si Daney decía que la cinefilia es esa saludable enfermedad en la que uno de los síntomas consiste en creer que este mundo es otro, Queirós, junto Marquim, Dilmar y Gleide sufren de esa enfermedad a nivel terminal y lo cristalizan en esa delirante hazaña fílmica llamada Branco sai, preto fica, parte del foco a su director, en donde lo sonoro a modo de construcción, tanto musical -en clave funk, rap y hip hop-, como sumado a la imaginativa de efectos especiales de bajo presupuesto pero de alta calidad, transforman por completo la experiencia documental en esta película de ciencia ficción con rasgos apocalípticos, distópicos, futuristas y espaciales que uno no esperaría encontrar en el retrato de personajes periféricos de Brasil, específicamente de los que residen en Ceylandia, a las afueras de Brasilia. Interesante manera de actualización dentro de la cinematografía carioca de la búsqueda que en los años sesenta comenzara el Cinema Marginal, con autores como Andrea Tonacci, Luz Rosemberg Filho o Julio Bressane, y que hoy solo expande los límites del documental subvirtiendo los modos de representación desde el margen respecto a la marginalización. Una propuesta cargada de originalidad, en donde la espectacularización del relato de sus protagonistas sobre un episodio que marcó, y en casos mutiló, su vida para siempre los libera de la opresión de lo real, abriendo un espacio más allá de lo terapéutico dentro de una especie de fabulación épica al interior del documental.
Por su parte, en la programación de la Carta Blanca del FIDMarseille se podía ver el mediometraje de Simon Ripoll-Hurier, Diana, donde la poética aventura de retratar la escucha suspende la primacía de la imagen ante la espera de la invisible materia del sonido. Una pareja sentada en la mitad de un bosque debe distinguir las aves presentes en el lugar (que no deja de recordar a la última parte de Las mil y una noches, de Miguel Gomes) a través de sus cantos mientras cae la tarde, entremedio hablan de sus vidas y del amor, escuchando e imitando el canto de los pájaros. Un trío de científicos amateur cargados de todas las tecnologías imaginables se encierran en un sótano para comunicarse con los fantasmas que habitan el lugar. Varios radioescuchas se pasan el día y la noche haciendo contacto, similar a lo que ocurrió con el proyecto que le da nombre al filme, el que en 1946, al comienzo de la Guerra Fría, emitió desde New Jersey una señal hacia la luna y segundos después logró captar un eco de vuelta, siendo el momento inaugural de un sistema de conexión vía extraterrenal a lo largo del globo terrestre. En sus cortos 45 minutos el filme trabaja en torno a la que debe ser una de las necesidades más básicas del ser humano: comunicarse, hacer contacto, entenderse. Y la máquina, la mediación tecnológica como un imperativo en nuestra actualidad, también es una metáfora del cine mismo, que busca comunicar, hacer contacto, hablar de un lugar a otro por más difícil que parezca.