Informe XX BAFICI (2): Entre relacionar y usar
La última versión del BAFICI (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente) comenzó con unas decepciones suponiéndose un festival que se manifiesta comprometido con alguna clase de independencia del cine. ¿Independiente de qué? ¿De quiénes?
La apertura fue con Las Vegas, del argentino Juan Villegas, film con evidentes pretensiones comerciales más que innovadoras del lenguaje fílmico, que si bien acierta en la adopción cómica, falla radicalmente en su lectura de los códigos contemporáneos. A partir de estereotipos difíciles de defender en los tiempos actuales -una madre soltera cuarentona e histérica y la joven migrante colombiana curvilínea- se sucede una comedia de enredos amorosos y rematrimonio donde ambas mujeres se enfrentan por la atención de quien es el padre del hijo de la primera y el novio de la segunda. Ni el romance del hijo de ambos con el salvavidas de la playa, ni cierta ternura en cada personaje, ni las mejores o peores actuaciones y menos aún el “estar bien filmada” (¿qué tipo de argumento es ese?) salvan a su director de su propia incapacidad para dejar ir un proyecto que 10 años atrás hubiera sido un hit y que hoy no logra. Quizás si no hubiera tenido el estatus de film apertura uno podría haberlo tomado más ligeramente, pasarlo por alto, pero lo cierto es que en posición el comienzo del festival pintaba bastante poco auspicioso.
Luego de ese comienzo, quise irme a la segura y entré a ver los últimos trabajos de Luke Fowler y Jim Finn presentes en la competencia de Vanguardia y Género. Ambos me parecieron interesantes en sus búsquedas, como siempre, pero algo flojos en sus resultados. Además, las películas que se pasaban en conjunto terminaron algo entremezcladas en mis recuerdos, ya que tanto la puesta en primer plano de la dimensión sonora del film como el uso de una voz en off masculina en íntimo tono epistolar estaban presente en ambos largometrajes.
Fowler no logra sostener del todo el ritmo en Electro-Pythagoras, retrato-tributo a Martin Bartlett, figura al parecer bastante desconocida dentro de los fundadores de la música electroacústica y experimental, que durante los años 70 y 80 creaba manualmente sistemas computaciones que pudieran generar sus propias composiciones a partir de input del usuario. El film emula la operación que Bartlett le imponía a sus máquinas y entrecruza capas sonoras, visuales y distintos tipos de fuentes de información, desde imágenes, cartas y registros del propio director.
Por su parte, en The Drunkard’s Lament, Finn recrea el clásico de la literatura inglesa Cumbres borrascosas a partir de una relación epistolar entre el alcohólico y drogadicto hermano de las chicas Bronte y un emisor desconocido. En su correspondencia le propone una versión mejorada del manuscrito en formato musical acompañado de un aspecto visual de un elemento fílmico en blanco y negro desgastado por el tiempo, y que resulta muy hipnótico y atractivo. Si bien la propuesta resulta tan hilarante como suelen ser las obras de Finn, y las composiciones resultan increíblemente pegajosas, el mecanismo carta/canción/carta/canción termina siendo algo repetitivo y cansino.
Comunidades atemporales
"El cine ofrece otra manera de estructurar la realidad, de valorarla, de establecer otros vínculos entre espacio y tiempo. El cine es una coartada para hallarse libre ante el tiempo y el espacio".
Teo Hernández (1982)
Pero el primer gran descubrimiento del festival, vino de la mano de 1048 lunes, opera prima de Charlotte Serrand, exhibido por primera vez fuera de Francia luego de su paso por el FIDMarseille, una adaptación libre de la lectura de las Cartas de amor o Las Heroidas de Ovidio, donde elabora una sucesión de textos epistolares sobre la distancia, los sentimientos y la espera de los amores separados por la Guerra de Troya. La película decide juntar en un mismo espacio los cuerpos y las esperas de cinco de las remitentes de Ovidio. Reunidas en un mismo pedazo de tierra anclado al horizonte marítimo desde donde llaman a sus hombres, crean entre ellas un espíritu colectivo que irradia un sentimiento de comunidad femenina.
Los precisos 60 minutos de duración del metraje, a través de la cadencia secuencial de sus planos fijos, se despliegan en el tiempo y construyen en sus intersticios múltiples capas de sentido, donde cada color, cada gesto, cada objeto o palabra adquiere densidad. La calidez cromática y la textura de su fotografía alude a un tiempo remoto que, entrelazado a la incorporación vía sonora de elementos electro acústicos, trasmutan el relato anclado en la mitología griega hacia un tiempo indeterminado.
La aparición hacia el final de Penélope -interpretada por François Lebrun, la legendaria actriz de La maman et la putain de Eustache-, cuya entrada cierra el argumento del film, libera a las otras jóvenes del aislamiento conjunto hacia otras islas, hacia otras lunas. Por medio del cariño, las tristezas, el humor y el tiempo compartido de estas mujeres y la imagen recurrente del oleaje del mar, el espectador es convidado a sumarse en esta comunión y compartir sus propias esperas y esperanzas. Una película tan frágil en su elaboración como la comunidad que imagina, te sumerge en un mundo secreto e íntimo y construye su visionado a sala llena en una experiencia particular.
Al terminar la función, luego de varias preguntas del público, una mujer de unos sesenta años levantó la mano y contó que para ella el estreno internacional del film en el BAFICI lo dotaba de un sentido muy especial, ya que para ella la espera de estas mujeres por sus hombres la conectó con los desaparecidos de la dictadura, la imagen del mar y las mujeres que aún esperan sus retornos.
Dentro de la competencia de género y vanguardia T.R.A.P, el cortometraje del director rioplatense Manque La Banca, teñía también la pantalla con tintes atemporales y composiciones electroacústicas. Filmado en 16 mm, con películas vencidas en el metraje, presenta a tres guerreros medievales que se internan en la ribera platense en busca de algo. En un momento de esta épica neorromántica los personajes, cansados de la aventura y del peso de sus ropajes, se desvisten y el film cambia. La temperatura sube y todo se pone hot.
A la belleza cromática que le otorga el paso del tiempo a la emulsión fotográfica se le suman la composición sonora y el ritmo del montaje donde todo exuda erotismo y juventud, atravesando los cuerpos de sus actores y espectadores. Un juego, una tumba, lo real se cuela por el canal de la radio, la historia de un joven desaparecido que espejea en el metraje lo pasado y lo presente, vinculando la disidencia sexual, política y estética en un mismo gesto juvenil. Manque La Banca y su tropa juegan como unos niños a hacer cine, y como todo niño al jugar se lo toman muy en serio. T.R.A.P recuerda al homoerotismo de João Pedro Rodrigues, los cruces entre mitología y materialismo de Samuel M. Delgado y Helena Girón y los mundos enrarecidos y juveniles de Teddy Williams. T.R.A.P puede ser un estilo musical, una trampa, una droga o todo junto.
Otra droga juvenil y rabiosa del festival estaba en el foco a Teo Hernández, desconocido cineasta experimental que en la década del 70 migró de México a Francia, que fue parte del grupo conocido como MétroBarbès-Rochechou’ Art, junto con Michel Nedjar, Gaël Badaud y Jacokobois, y que acumula más de 150 películas en su filmografía.
Su cine es una experiencia sensorial, donde el cuerpo, lo cotidiano, lo mítico, lo íntimo, lo onírico, lo musical y lo sensual se entremezclan en un palimpsesto de formas y ritmos. Un flujo orgánico y permanente, que en su barroquismo embriaga con movimientos de cámara vertiginosos y a veces imposibles, cortes veloces o planos secuencia extendidísimos donde el tiempo se enlentece y todo se tiñe de erotismo y fragilidad. Sus películas destilan una intimidad, un anclaje a lo autobiográfico y a lo cotidiano, cuya vitalidad recuerda constantemente al cine de Jonas Mekas y otros cineastas, para los cuales andar siempre con una cámara en la mano y filmar, filmar, filmar forma parte de su modo de habitar este mundo y salvar sus vidas, y con su obra, un poco, también, la nuestra.
Lamentablemente, ninguna de las funciones a las que asistí tuvo presentación o diálogo posterior (supe de otras en que alguien sí las presentó), pero la experiencia de la proyección en fílmico de sus trabajos, los cambios de cintas, el paso de fílmico a digital, la furia de su cine y la sensación de tesoro oculto me dejaron con ganas de ver y saber mucho más de este cineasta y su obra. Recientemente el Centro de la Imagen de México inauguró una retrospectiva de su obra fílmica y espero que alguien la traiga pronto a Chile (aka: Frontera sur, Valdivia, Fidocs, anyone).
Otro tipo de droga es la que genera el visionado de An Elephant Sitting Still. La película lleva consigo un karma propio que predispone a cualquiera de antemano. Además de sus casi cuatro horas de duración, Hu Bo, su joven director chino, se suicidó después de hacerla. No hay que agregar mucho más para ir a verla. Pero lo cierto es que apenas comienza el film la disposición de entrada cambia o se acentúa.
El film presenta los azarosos, y bastantes fatalistas, acontecimientos que transcurren durante un día y una noche en la vida de cuatro personas cuyas vidas colindan. El metraje, a través de sus largos planos secuencias donde la cámara se mueve como si fuera una persona más del lugar, convirtiéndonos en testigos de los sucesos hombro a hombro con sus protagonistas, le permite al espectador dejarse llevar sin resistencia por su construcción narrativa. Hay varios elementos que incorporan extrañeza al film, el sonido tiende a apagarse y volver a encenderse, o a entrelazar dos escenas separadas. Cada golpe, choque o acción violenta -de las que el film está repleto- acontece de modo silente, formando parte del fuera de campo sonoro y dándole una continuidad de otro tipo de fluir a los acontecimientos. Como si el espíritu del film y sus personajes se encontrara en un espacio suspendido de ese efecto de shock violento, aunque no pueda escaparse de eso.
Corre el rumor que en un pueblo cercano se ha instalado un circo donde su elefante no hace más que estar sentado. Los protagonistas, a medida que pasa el día, deciden, cada uno por su cuenta, escapar del lugar donde viven con el único propósito claro de ir a presenciar el fenómeno animal. Algo sucede entre esa imagen absurda de un elefante quieto, la cámara flotante que a veces emula en sus secuencias a un ideal del cine directo, la fluidez con que se van entrecruzando los destinos de sus protagonistas y ese fuera de campo sonoro que convierten esta película en estado de suspensión de lo real. Donde el mundo humano, demasiado humano, resulta invivible la idea de un elefante quieto logra ser la única imagen que ofrece posible paz.
El destino fatal de su director se respira a lo largo del metraje que, guardando las proporciones, me recordaba al visionado de No Home Movie, donde a cada plano es difícil dejar de preguntar si allí, en la imagen que vemos, hay algo que Akerman o Bo, quisieron guardar antes de partir para nunca volver.
Otras funciones difíciles de olvidar del XX BAFICI son las últimas dos películas de James Benning. Readers continua su warholiano ejercicio de cine de retratos que iniciara en Twenty Cigarrettes, donde la figura humana es lo central, más aún cuando lo que se registra es un acto tan personal como fumar o leer.
Si el ejercicio de sentarse a leer es una abstracción del mundo, lo que encuadra Benning es algo así como la afección de la lectura en la impostura del cuerpo, aquello que se presenta de forma indicial en gestos minúsculos que se maximizan en la pantalla grande. Clara McHale-Ribot, Rachel Kushner, Richard Hebdige y Simone Forti son filmados en una toma fija mientras leen en silencio o para sí mimos un libro de su elección. Cada toma dura aproximadamente 25 minutos, lo que da una extensión total de casi 2 horas al filme.
Durante este rato, en la que el espectador puede renunciar y salir de la sala o quedarse a mirar, pasan muchas cosas. En primer lugar, mirar leer a alguien establece una manera particular de relacionarse con ellos, uno sigue sus gestos, sus ritmos, su postura, a veces notas como se distrae, o se sonríe con algo que va leyendo, o simplemente se aburre. También, mientras se suceden unos a otros, empiezas a compáralos: quizás Hebdige está leyendo un libro teórico, por eso lo sentimos más alejado de su lectura, a diferencia de la entrega placentera que irradiaba Kushner. No por nada leer para uno mismo tiene como sinónimo la frase “leer en voz baja”, como si al leer uno no pudiera dejar de comunicar, como si al leer esa voz interna que escuchamos en nuestros adentros de algún modo se mezclara con nuestro entorno.
Al mismo tiempo la película funciona como un espejo para el espectador, que debe durante casi dos horas someterse a una quietud similar y realizar un ejercicio de lectura de todos los elementos del cuadro, tanto los gestos, los colores, las posturas, como los sonidos; y es que uno no solo los observa de frente sino que comparte su paisaje sonoro. La casa de Kushner está cerca de una calle ruidosa y de vez en cuando su vecina pone música pop fuerte mientras práctica las letras, Dick está sentado en un espacio muy silencioso pero de vez en cuando escuchamos a una mosca dar vueltas y molestar.
Pero la película, igual que en L. Cohen, tiene un elemento disruptivo que en este caso cierra su argumento. La aparición de la artista Simone Forti al final rompe la monotonía de la sucesión de personajes -más allá de que están ordenados consecutivamente del más joven hasta llegar a ella, que es la mayor-, su plano y sus efectos son diferentes y nos hacen revisar mientras dura su lectura a todos los anteriores. Y es que, en vez de verla de cuerpo completo, la vemos apoyada en una mesa con tal que los movimientos involuntarios provocados por su Parkinson no afecten su concentración en la lectura. El fondo también tiene más elementos que en los planos anteriores, sus movimientos y los ruidos que eso genera nos exigen y dan respiro en los últimos minutos del metraje.
En L. Cohen el director transforma el paisaje de un monte de Oregón en el telón de proyección de un evento astronómico, al encuadrar el fuera de campo del movimiento celeste, lo que vemos reflejado en la pantalla en los 45 minutos que se extiende en este plano fijo es algo hermoso. Una suerte de alucinación, milagro o acto de magia paisajístico. Benning amplía una vez más los límites plásticos y poéticos del registro documental. Compartir un acontecimiento celestial único o un pequeño acto privado. Poner a prueba la capacidad de la mirada y depositar sin pretensiones la confianza en el espectador. Y es que la generosidad de Benning es enorme.
Hay un tipo de cine o una manera de relacionarse de ciertas películas para con sus espectadores, que generan, de vez en cuando, casi siempre de improviso, una sensación de común compartido, películas que lejos de entretener o dar un buen espectáculo consiguen tocar algo muy profundo de uno mismo, revelar algo propio que de improviso tu inconsciente proyecta en la pantalla y queda para siempre entretejido con esas imágenes y personajes.
Sergey Daney escribía en sus Cine Diarios que la emoción es un movimiento de cámara al revés, que ocurre desde el cuerpo del espectador hacia la película, una elección que realiza el espectador de acompañar el sentimiento del film sin que un primer plano o un zoom lo sugestione a aquello. Quizás la emoción en esos casos funciona como invitación sincera y personal del director al espectador, o de la película al mismo a compartir un tiempo y un espacio creado que existe solo en esa película: desde las mujeres de las 1048 lunes, a los falsos medievales de la ribera platense, a esas tardes de invierno en el living de Hernández viendo cómo pasa el día y la noche con los rastros de luz y oscuridad que cuelan como signos de sí mismos por las ventanas de su refugio parisino, a los largos planos secuencia de Bo donde sentimos su espíritu respirando en nuestra nuca, al living de los protagonistas de Readers o al grano de voz de Leonard Cohen susurrando “The light came through the window / Straight from the sun above /And so inside my little room / There plunged the rays of Love”.
Archivos inquietos
En otra línea, varias películas tomaban el archivo como su materia prima, archivos donde lo personal, lo familiar, lo político, lo histórico y lo cinematográfico se funde y confunden.
The Waldheim Waltz, la última película de Ruth Beckermann, sobre la participación en el régimen nazi del ex secretario general de la ONU y presidente de Austria entre los años 1986 y 1992, remueve varias preguntan y otorga sentido de historicidad a la hora de interrogar nuestro presente respecto a las bases y personas que lo han construido. Si bien el documental, que se construye por entero de material de archivo, tanto audiovisual como emisiones radiales, rastrea la historia y los archivos audiovisuales de Kurt Waldheim hasta 1986, cuando en medio de la avasalladora evidencia sobre su papel como criminal de guerra en Grecia durante la ocupación Nazi es elegido presidente de Austria, solo detallando cómo fue declarado persona non grata en varios países y durante su mandato solo visito la Ciudad del Vaticano y algunos países asiáticos (y a pesar del dato histórico de su muerte impune en 2007), The Waldheim Waltz posee una extraña resonancia hasta nuestro presente.
Como en su película anterior, The Dreamed Ones, donde la performance radiofónica de dos actores que deben dar su voz a la correspondencia entre Ingeborg Bachmann y Paul Celan terminaba por indeferenciar tiempos y afectos entre el pasado y el presente, unos y otros, aquí la incorporación de la propia voz de la directora, en un tono calmo y de clase de historia repetida hasta el cansancio, como el uso de los materiales inéditos que durante los '80 grabó en un gesto de auto documentación y reacción juvenil ante la candidatura de Waldheim, le otorgan un tono íntimo, ligado a una preocupación por algo mayor a Waldheim y sus mentiras: los oscuros fundamentos del mundo en que vivimos y la facilidad de nuestros sistemas para voltear hacia extremismos de derecha sin siquiera cuestionar a quienes ejercen el poder.
La película infinita nace como un proyecto del director y archivista Leandro Listorti de bucear en la cinematografía argentina en busca de películas inacabadas, proyectos que se filmaron, pero por alguna u otra razón nunca llegaron a finalizarse ni estrenarse. Dentro del universo que les abrió esa investigación se seleccionaron solo películas realizadas en fílmico y a partir de sus secuencias, imágenes, fotogramas y personajes entrelazan una cinta totalmente distinta que invoca no solo esa historia del cine argentino que no fue, sino también la historia política del país. La frustración de no poder terminar una película se espejea con el eterno retorno de la historia, la película funciona como un ritual que exorciza el karma de esos proyectos y deja la pregunta por los lugares y materiales que pueden dar a luz un film: todas esas películas que deben estar guardadas en algún lugar esperando ser encontradas.
El silencio es un cuerpo que cae, además de ser el título más poético del certamen, también busca encontrar cosas que la historia dejó ocultas, no por olvido, sino por opción. Agustina Comedi elabora este documental a partir de cintas caseras que grababa su padre cuando ella era pequeña, junto con otros registros del periodo y su propia cámara. Las preguntas que levanta Comedi están alejadas de las con que el cine documental ha interrogado a las memorias de la izquierda militante de la época dictatorial. Sus preguntas tienen que ver con los rumores de la homosexualidad de su padre, a su relación con el padrino de su matrimonio, con quien antes mantuvo una relación por más de cinco años, los límites entre lo privado y lo público, lo político y lo realmente clandestino. El film funciona también como un montaje de generaciones, donde la textura del VHS se mezcla con la del VIH, y la exposición de sí misma se extiende a su propio hijo, quien en dos frases nos deja claro que esos secretos que otros guardan dejaron de ser peligro para cualquiera hace años atrás.
Por su parte, la ganadora de la sección Género y Vanguardia, The Image You Missed, también es un intento de diálogo, aunque algo más desesperanzado, de un hijo con su padre ya muerto. Donal Foreman no lleva el apellido ni tiene muchos recuerdos junto a su padre Arthur MacCaig, famoso documentalista estadounidense que dedicara su vida a retratar el conflicto en Irlanda del Norte. A partir de las filmografías de ambos Foreman elabora un film ensayo, con tinte farockiano, sobre este encuentro imposible con un padre y una herencia tanto genética, emocional, pero también cinematográfica, difícil de sentir como propia. Como pocos documentales esta cinta vincula lo familiar y lo político en una lectura en primera persona de la historia del cine, por medio de la mediación de las imágenes que se construyen entre ambos discursos. Las herencias tanto personales como estéticas y políticas son aquí indivisibles.
Algo quema, documental del director boliviano Mauricio Alfredo Ovando, también cruza las problemáticas de la herencia familiar y la historia, pero ahora social y política, de un país. Alfredo Ovando Candia, su abuelo, fue también general de las fuerzas armadas y presidente en varios episodios complejos de su país, asociado al poder en episodios trágicos y de alta repercusión como el asesinato del Che Guevara y la masacre de San Juan. Es quizás la hermana de Mauricio la que resume todas las contradicciones que este documental elabora: tal como en un mismo país un personaje puede ser considerado para algunos como héroe o como villano, tal como en una familia algunos son de una postura política y otros de otra, aquí ella misma convive con la dicotomía, el recuerdo tierno de su abuelo cariñoso y su hijo con el nombre de Ernesto debido a la relación de su abuelo con su asesinato.
Un gesto valiente por parte de su director, que podríamos pensar en línea con la cinematografía nacional de una generación actual que se enfrenta a los oscuros pasados familiares, como El pacto de Adriana o El color del camaleón. Pero que no termina del todo de definir su postura. Entre lo familiar y lo político el director opta por lo primero, volviendo complejo el ejercicio en términos de su posición de clase y poder a la hora de enunciar su discurso. Aun así, no hay nada que hayamos visto en la cinematografía boliviana que se asemeje a este documental, que nos deja con ganas de seguir buceando en los registros fílmicos de un país vecino de que sabemos tan poco.
Watching the Detectives, por su parte, abre la puerta, poco explorada aún, a otro tipo de archivo. A partir del atentado de la maratón de Boston en 2013, un grupo de detectives amateurs se reúne en el ciberespacio buscando a los culpables. En diálogo constante y en vivo con los avances noticiosos y comentarios de redes sociales, estos protodetectives despliegan el potencial de su inteligencia en el análisis de las imágenes que circulan del antes, durante y después de la explosión, y elevan sus teorías sobre sospechosos y posibles colaboradores. En medio de un alucinante y real análisis iconográfico, nuestros protagonistas ocultos tras su nickname del foro explayan toda su personalidad, prejuicios y racismo en cada entrada que envían a medida que avanza el caso. Como nunca, el director Chris Kennedy traslada para la eternidad esa discusión del foro de internet, lo que dejará un testimonio de dinámicas y reacciones sociales demasiado comunes hoy en día y que el cine aún no había captado.