Informe XX BAFICI (1): Bafici versus la vida

 

Los festivales de cine me generan una contradicción: espero todo el año que ocurran pero, en la mitad, solo quiero que terminen. Es el aturdimiento ante la actividad sin frenos, la presión de tener que trazar una ruta perfecta en el empedrado camino de la sobreoferta.

Este año, a diferencia de otros, rayé el librito azul de BAFICI con mucha calma. Escogí películas que ya he visto, me salté deliberadamente las 14 horas de La Flor (de Mariano Llinás, ganadora de la Competencia Internacional) y, ante títulos que no conocía, me dejé guiar por una intuición que no siempre funcionó.

 

Waters abandonó el barco

No dudé en asistir a la conversación abierta de John Waters en la Usina del Arte porque quería corroborar un par de sospechas: que el cineasta de Baltimore es un tipo hilarantemente agudo y también que está atrapado en el personaje que comenzó a crear a mediado de los '60. Parte de ese encasillamiento se debe a unos fans entusiastas que se han tomado demasiado en serio sus provocaciones. “¿Cuándo decidiste mandar todo a la mierda?”, le preguntó una chica en el público. Otra le dijo que le gustaría tener pene para tener sexo con él. Waters se notaba incómodo frente a este tipo de manifestaciones porque, más allá de los juegos del pasado, es un caballero honorable de 72 años, una celebridad, un empresario, un autor editado por Criterion Collection, un admirador del cine de Bergman (“él es el verdadero príncipe del vómito”, bromeó en un momento), un cuentacuentos con una historia que, de tanto reproducirla, pareciera salir de su boca como un discurso armado. Ver a un John Waters maduro enfrentado a una horda de adolescentes obsesionados con la transgresión me hizo pensar en El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco, ese libro en el que un anciano Charles Bukowski padece de la imagen decadente que alguna vez construyó.

De las películas que formaron parte de su retrospectiva escogí tres que ya había visto: Cecil B. Demented (2000), Female Trouble (1974) y, mi favorita, Multiple Maniacs (1970). Especialmente las dos últimas siguen funcionando por sus excesos (la escena del vía crucis de la última es magistral) y una puesta en escena camp, grotesca y precaria que, como se sabe, marcó la pauta para el primer Almodóvar.

 

Crítico borgeano

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Tuve la suerte de conocer a Oscar Peyrou hace algunos años en el Festival de Cine de Montreal. Digo suerte porque es un gran tipo, un provocador entrañable que no se esfuerza en buscar simpatías y con el que, si entras en confianza, puedes tener conversaciones delirantes. En ese entonces me contó que lo estaban registrando para un documental. Se trataba de En busca del Oscar, película del español Octavio Guerra que, tras su estreno en la Berlinale, aterrizó ahora en Bafici.

Presentada con el gancho de que Peyrou es un crítico que no ve las películas pero escribe de ellas tras interpretar el afiche, la cinta es mucho más que eso. El argentino radicado en España -presidente de la filial española de Fipresci- es más bien un nihilista que está aburrido de buena parte del cine que se produce y también de las solemnidades de la crítica. En una escena es enfrentado por un colega en medio de un foro en el que también participa Quintín. En otra, en medio de una conferencia en la Berlinale, le pregunta a Ewan McGregor (“Señor McEwan” lo llama) si cree que una película se puede apreciar solamente mirando el afiche (el actor parece desconcertado). En otra escena, conversa con un director que supone que vio su largometraje. El diálogo es para reír a carcajadas y está lleno de desencuentros. Hablando sin decir nada, Peyrou cuestiona las formas del discurso y la conversación. También lo vemos en festivales de cine, desayunando, comiendo, disfrutando de los hoteles y las piscinas. “Oscar es un tipo antisistema que también se aprovecha de los beneficios del sistema”, destacó el director en la ronda de preguntas.

Pero la película subraya más bien su presencia ausente de la realidad. Su exmujer acaba de morir y él no está realmente afectado, su vista empeora y se somete a los exámenes con una tranquilidad parecida a la inercia. En una visita a Buenos Aires, conversando con un excompañero de luchas de los tiempos de la dictadura, nos enteramos de que Peyrou no acogió nunca la bandera de combate. Solo se fue a España porque podía hacerlo. En un momento confiesa incluso la tristeza que le dio darse cuenta de que nadie lo estaba persiguiendo.

Hay mucho más de Peyrou fuera de la pantalla. Guerra -quien conjuga la comicidad con una sensación de melancolía constante- no subraya el hecho de que su retratado es sobrino de Manuel Peyrou, uno de los amigos más cercanos de Borges. El crítico se codeaba cotidianamente con el autor de El aleph cuando era un niño, y eso da para analizar su polémico método desde otro lugar.

“Yo sentía mucha afinidad con el pensamiento de Borges”, me contó Peyrou después de la función en un café. “El escribía de libros que no leía, incluso de libros que inventaba. Después de todo, ¿qué es real y qué no? Cuando un crítico analiza una película no es más que su subjetividad. Yo acabo de escribir una crítica sobre una película de los años '30 que se llama 'Blue'. Si la buscas no la encontrarás, pero para mí existe”.

Aunque pasó medio desapercibida en el programa, En busca del Oscar fue una de las grandes sorpresas de este Bafici.

 

Philippe Garrel en el baño

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Resulta irrelevante e indecoroso contar que estuve parado al lado de Phillipe Garrel en el urinario del baño del cine Gaumont (una vez me pasó lo mismo con el fallecido Paul Walker). Por supuesto que en ese contexto no hay diálogo posible, aunque tampoco sé que me hubiese gustado decirle. Probablemente le preguntaría por Nico -su novia durante sus años de adicción y, de alguna manera, también la mía durante mis fantasiosos años de adolescencia melómana- o por el subvalorado Pierre Clémenti, quien trabajó bajo sus órdenes. Pero no. En ese baño atestado de gente pensé que lo mejor sería ponerme al día con su extensa filmografía. Lamentablemente, la ciudad y el tiempo, que siempre transcurre más rápido cuando hay festivales de cine, sabotearon la misión. Me perdí casi todo lo que quería ver de Garrel. Me interesaba particularmente Elle a passé tant d'heures sous le sunlights..., esa película de 1985 que tiene en el elenco a Chantal Akerman, Jacques Doillon y Lou Castel, a quién tuve la suerte de conocer hace algunos años (no, no fue en un baño).

Lo bueno es que sí pude corroborar la fuerza visual de su etapa experimental revisitando Le révélateur (1968), con esos personajes escapando hacia la nada. Y tuve la suerte de ingresar a la función de L'enfant secret (1979), su primera película narrativa, por decirlo de alguna manera, pero también la obra que lo acercó al ejercicio autobiográfico tras el torbellino que fue su vida durante los '70. Hay un director de cine, una mujer que remite a Nico, un hijo que recuerda al no reconocido que la alemana tuvo con Alain Delon, encuentros, desencuentros, dolor, electroshocks y las sombras de la adicción. Todo esto guiado por un laconismo bressoniano (actúa Anne Wiazemsky, la chica de Al azar Baltasar) que el cineasta sabe cómo potenciar con caligrafía propia y un profundo respeto por los silencios. Para cerrar el banquete “garreleano”, me salté décadas hasta su último largometraje, Amantes por un día (2017), película de cámara que confirma su interés por los vaivenes de la pasión y el blanco y negro como principal recurso expresivo.

 

Gente leyendo, gente durmiendo

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Tampoco llegué a la clase magistral del fascinante James Benning (el retraso del metro tuvo la culpa), quien -según me contaron- armó una suerte de película “en vivo” mostrando imágenes sacadas de su laptop y mezcladas al azar. Es un director que en vez de películas habla de “investigaciones”, un pensador obsesionado con las matemáticas y el paso del tiempo.

En la función de Readers (2017) hubo gente que se quedó dormida, personas que se levantaron de sus asientos y hasta un tipo que gritó “devuelvan la entrada”. Digamos que no es fácil meterse en el ejercicio pero, cuando lo haces, todo cobra sentido. Consiste en cuatro personas leyendo en silencio (cada lectura dura aproximadamente media hora). Es una invitación a la contemplación, pero incluso algo más: la observación detallada de un proceso que está realmente ocurriendo al interior de esas personas genera una película fantasma que corre dentro de nosotros. El objeto de estudio y el observador se encuentran en una suerte de espejo que no es más que la superficie de una realidad paralela e inasible. Readers es un experimento sin indicaciones ni pautas (en la presentación, Benning se limitó a decir: “no se preocupen, no verán gente leyendo libros completos”) y una especie de secuela de la fantástica Twenty Cigarettes (2011), en la que, más allá de sus intenciones filosóficas, el director nos muestra una verdad innegable: no hay nada más cinematográfico (y sensual) que una persona fumando frente a una cámara.

 

Apuntes desordenados para un documental sobre Enrique Symns

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Mi mayor decepción -siempre hay una- fue un documental de 40 minutos que no figuraba en listas ni recomendaciones. Lo que me llevó a cruzar la ciudad hasta el barrio de Belgrano fue su objeto de estudio: la revista cultural "Cerdos y peces" que Enrique Symns levantó en los '80. La directora, Agustina Paz Frontera, no sabe muy bien qué hacer: a) si reconstruir la historia de esa publicación que sacudió a la Argentina menemista, b) si hablar de su fascinación por el estilo de vida de sus redactores (en un momento confiesa que ella quiere tener una existencia de sexo, drogas y rock and roll), o c) si construir un retrato de Enrique Symns, quien actualmente vive aislado en Mar del Plata. Lamentablemente, la directora no logra ninguno de sus cometidos: a) desperdicia a los tres redactores que logra convocar (los reemplaza por la importancia desmedida que le da a las impresiones de un plomero que era “fan” de la revista), b) no logra convertir su búsqueda en un ensayo personal, y c) usa estrategias cuestionables para llegar a Symns (en un momento lo engaña diciéndole que consiguió un editor interesado en publicarlo) y, cuando lo tiene enfrente, malgasta los encuentros con preguntas intrascendentes y un descuido formal que agrava las faltas. Este sitio inmundo, así se llama el documental, finalmente no nos dice nada sobre el co-fundador de “The Clinic”, ni sobre Paz Frontera, ni sobre la revista. Enrique Symns -ese decadentista que en un momento confiesa que no descarta el suicidio como solución- definitivamente merece una película mejor.

 

Bonus track: la nueva de Perrone

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Me cuesta escribir sobre Raúl Perrone porque colaboré en la película que sigue a Expiación. Solo me gustaría remarcar la relación estrecha que hay entre Bafici y su cine. Porque en el festival siempre encontraremos una obra del cineasta de Ituzaingó (solo ha estado ausente en tres de las veinte ediciones) y, para mí, componen el alma de un certamen que, al menos desde el título, resalta el valor de la independencia. Y no se puede ser más independiente que Perrone. Expiación fue hecha sin guión y sin presupuesto en una fábrica abandonada que el director decidió llenar de agua. Ahí instala a tres personajes que sufren sus propios calvarios mientras recitan textos robados de distintas fuentes. Es, digamos, la película sobre la dictadura que enfurecería a Miguel Littin (transcurre en la Argentina de 1976) porque no hay denuncias, ni discursos, ni un contexto histórico demasiado claro, sino que una suerte de poética del dolor que Perrone saca adelante con imaginación, inquietud experimental y, especialmente, una libertad que cualquier cineasta envidiaría. Él es, sin duda, “el último de los independientes”, como lo presenta por estos días una retrospectiva de su obra que se lleva a cabo en la Cineteca Nacional de México.