Informe XVII Sanfic (1): Un lugar llamado Dignidad
En los últimos años, el dramático caso de la Colonia Dignidad -enclave alemán en la zona de Parral que funcionó entre 1961 y 1997 como un Estado dentro de otro Estado y donde su fundador Paul Schäfer abusó sistemáticamente de niños alemanes y chilenos, y mantuvo bajo opresión laboral y psicológica a su colonos- ha sido abordado recientemente por varios artistas nacionales. Este segundo largometraje del cineasta Matías Rojas Valencia se inserta satisfactoriamente en este grupo y captura la pérdida de la infancia de Pablo, un niño pobre de la zona de Parral que es “adoptado” por la comunidad bajo el pretexto de una mejor educación y vida en el “milagro alemán del sur de Chile”.
En los últimos años, el dramático caso de la Colonia Dignidad -enclave alemán en la zona de Parral que funcionó entre 1961 y 1997 como un Estado dentro de otro Estado y donde su fundador Paul Schäfer (1921-2010) abusó sistemáticamente de niños alemanes y chilenos, y mantuvo bajo opresión laboral y psicológica a su colonos- ha sido abordado recientemente por varios artistas nacionales. Solo en el mundo audiovisual se encuentran el stopmotion La Casa Lobo (2018) de León y Cociña, el documental Cantos de Opresión (2020) de Estephan Wagner y Marianne Hougen-Moraga, la serie Dignidad (2020) de Julio Jorquera, entre otros.
Este segundo largometraje del cineasta Matías Rojas Valencia (1984) se inserta satisfactoriamente en este grupo y captura la pérdida de la infancia de Pablo, un niño pobre de la zona de Parral que es “adoptado” por la comunidad bajo el pretexto de una mejor educación y vida en el “milagro alemán del sur de Chile”. Allí Pablo transitará desde la fascinación material de fines de los años 80 -posibilidad de poder andar en un Mercedes o ver televisión sin parar- hasta la desesperación tras convertirse en un sprinter (velocista), es decir, en un escogido de Schäfer para satisfacer sus deseos sexuales pedófilos.
La trama se centra en la figura de Pablo y su doloroso y abrupto despertar juvenil, mientras en paralelo corren tramas secundarias que contribuyen en la creación del contexto opresivo dentro de la Colonia, pero quedan inconclusas: como la pareja de Colonos -una enfermera alemana y un chileno colono con problemas psiquiátricos- que intentan ser padres o la joven mujer que trata de escapar y es torturada. La participación del mundo militar en la vida colona también es representado aunque tangencialmente, por ejemplo, la visita de Manuel Contreras para retirar cuerpos de desaparecidos -el filme se sitúa en el año 1989 o inicios de la transición democrática- o de la primera dama -Lucía Hiriart- para la inauguración de Villa Baviera, nuevo nombre del enclave.
La denuncia en voz alta en medio del hospital de la Colonia de una hermana de detenidos desaparecidos vincula nuevamente el espacio cerrado del enclave con la situación política de Chile, sin embargo, queda solo en eso y logra perturbar mínimamente la toma de conciencia de Pablo del lugar donde se encuentra, como si los discursos del exterior lograran penetrar por minutos la vida de sus habitantes, pero sin producir cambio alguno. Esta podría ser una de las críticas centrales al filme en el sentido de la inserción casi anecdótica del rol político que tuvo el enclave en la tortura a detenidos desaparecidos durante la dictadura y que en la actualidad sigue funcionando como un centro turístico y bajo impunidad de varios miembros. Sin embargo, pareciera que Rojas Valencia prefiere problematizar visualmente la microhistoria de un caso de adopción fraudulento y la figura opresora del líder alemán para dar cuenta de este proceso oscuro de nuestra historia reciente.
Sin duda alguna, la fotografía (Benjamín Echazarreta) y el montaje (Andrea Chignoli) sobresalen y lo insertan dentro de las fortalezas del cine chileno reciente, renovando la escena fílmica. Destaca el cuidadoso trabajo de Rojas Valencia por reproducir la sobria y funcional estética alemana de la posguerra -construcciones y decorados- que aplicaron los colonos en sus edificios. A su vez, sobresale tanto a nivel visual como narrativo la construcción de la atmósfera claustrofóbica y de un modo de ser alemán (Deutschsein) que da cuenta del minucioso trabajo de archivo que hizo el director para recrearlo. Rojas Valencia toca los diferentes ejes de una posible identidad alemana (auto)construida como el imaginario del trabajo duro de la tierra, la del sur de Chile. Los frecuentes planos generales y panorámicas de un paisaje natural idealizado -ríos, bosques, cordillera- chocan con el enrejado que los circunda y con la vida de sus habitantes que trabajan mecánicamente día a día, y que reciben órdenes por altoparlantes tal como en un campo de concentración.
Dentro de este habitus alemán, el deporte y la música son los principales ejes formativos del disciplinamiento de los cuerpos que realiza Schäfer. El coro de niños -donde Pablo es la estrella- es la cara visible de la Colonia para el exterior y el primer contacto de Schäfer con sus escogidos. Los niños reproducen un repertorio de canciones tradicionales y reconocibles -por ejemplo “Blümelein, sie schlafen” de Zuccalmaglio o el “Ave María” de Schubert- dotando a la música de un valor atemporal y romántico y, a mi parecer, la mejor manera de mostrar la complejidad del personaje siniestro de Schäfer sin parafernalia ni obviedades. El mundo musical y la importancia de este para el “ser alemán” dotan de una mirada mucho más certera de la personalidad trastornada de Schäfer, de su autoritarismo, de sus pasiones perversas y delirios de grandeza.
Finalmente, la inserción, a primera vista forzosa, de la canción “El baile de los que sobran” de Los Prisioneros en la voz de Pablo refuerza lo planteado de que la apuesta narrativa del filme es la historia de este niño adoptado fraudulentamente y cómo su vida se une a la de otros tantos jóvenes que fueron olvidados por la sociedad chilena. A su vez, el director vincula ficcionalmente la vida y escape del protagonista con la de otros niños que también intentaron huir de la Colonia -pienso en el mediático caso de Wolfgang Müller y Salo Luna, entre otros. Ahora bien, el final es algo esperanzador, o al menos queda abierto, así como aún está abierto este triste capítulo de la memoria histórica de Chile y Alemania.