Informe XII In-Edit Nescafé (4): Sin héroes ni tumbas
Tony Palmer, el inglés que visitó In-Edit Nescafé este año, posee una filmografía descomunal que sorprende por un registro amplio que no se circunscribe solamente al rock -como buena parte de los documentalistas de música-, y al revisar su extensa filmografía sus trabajos sobre música lírica y sinfónica –entre ellos la miniserie biográfica sobre Richard Wagner exhibida en algún momento de los años ochenta por la televisión abierta–, ocupan probablemente la mitad o más de su trabajo de cinco décadas. En rigor, podría decirse que su principal activo es la observación del artista en la marea de su celebridad y no exclusivamente la naturaleza o los márgenes de su capacidad creativa.
De su exuberante presencia en la edición de este año, en donde presentó cada uno de sus diez obras programadas, sólo habría que lamentar que su incontrolable verborrea muchas veces se limitase a los aspectos más anecdóticos de sus rodajes. Para mí quedó su obra, de la que sólo pude contemplar dos trabajos muy distintos:
Leonard Cohen: Bird on a Wire es un documental recuperado sólo hace un lustro –luego de ser vendido a la televisión alemana a mediados de los setenta–, que registra los pormenores de la gira que el músico realizó por Europa en 1972 y que finalizó en un emotivo concierto en Tel Aviv.
La cámara de Palmer registra esa especie de seducción narcisista que corona la personalidad del cantautor canadiense y que es en gran medida el motor que moviliza a todo su equipo. Palmer sintetiza su atención en momentos clave en los que registra espontáneamente las relaciones de Cohen con su equipo y también con sus fans.
Filme lineal que tiene la lógica de una road movie, toma un puñado de canciones indispensables –Suzanne, Sisters of Mercy, So Long Marianne, etc.–, para estructurar con ellas pequeños arcos narrativos como eslabones de una dramaturgia mayor que tiene en el incierto epílogo en Israel un momento sublime. Su cámara registra esa intimidad con un cuidado extremo, priorizando largos planos fijos que escudriñan las inflexiones de Cohen durante cada interpretación con una devoción casi religiosa.
En un extremo opuesto está Ginger Baker in Africa, mediometraje rodado en 1973 que sigue y sigue al ex baterista de Cream a lo largo de su viaje hasta Nigeria para un encuentro con el músico Fela Kuti. A diferencia la contemplación canónica en el caso de Cohen, acá la opción narrativa de Palmer es esencialmente rítmica y tribal, con un montaje desenfrenado que podría aludir a un trip lisérgico por la manera en que se atropellan velozmente imágenes rasgadas de animales, aborígenes, dunas y desierto como complemento visual del sonido de la batería. La comparación no es del todo arbitraria en tanto el filme es la crónica de un encuentro casi místico con una figura de devoción para Baker como definitivamente es la de Kuti, padre del afrobeat. La manera en que Palmer filma el primer encuentro entre ambos músicos, enfatizando el contorneo febril del músico senegalés y el éxtasis en la batería del ex Cream, alude a esa zona que está en la preconciencia y que es energía creativa en estado puro, único e irrepetible.
Puede ser una impresión sin demasiados fundamentos, pero alcancé a vislumbrar en Palmer la actitud de disolverse como creador ante el estilo y la naturaleza de la música que retrata. No vi nada parecido a la imposición de una mirada de autor, ni menos el implante de un método específico. Sólo percibí un respeto y admiración por ingresar, tanto en la introspección coheniana como en el desenfreno corporal de Baker/Kuti, ambas experiencias transcritas la misma intención de dejarse arrebatar por el sentido musical y rítmico y desplegar desde esa unicidad las estrategias audiovisuales.
A gran distancia de la obra de palmer, la selección de películas chilenas me pareció menos afortunada esta vez. Descontando Quilapayún: más allá de la canción, el resto de lo que pude ver difícilmente se puede calificar de trabajo profesional. Redolés, Volver a los 2, de Len López, tiene las credenciales de una obra hecha por un fanático que, por lo que deja ver su documental, apenas vislumbra las posibilidades del formato y sólo se limita a registrar, toscamente y con abismante desconocimiento de montaje, el concierto dado por el cantautor en la ex cárcel de Valparaíso, al tiempo que suma ideas de Redoles extraídas apresuradamente el mismo día del registro intentando una crónica personal sobre sus días de detención luego del Golpe que nunca sobrepasa lo elemental. Didactismo innecesario y hasta ridículo, nula idea de puesta en escena y de narración, Redoles: Volver a los 21 estría cara para una competencia de video escolar.
Toque de Queda, del periodista Tomás Achurra, no llega mucho más lejos y tiene el problema de otros documentales sobre el pop/rock en los ochenta hechos por directores demasiado jóvenes: tienden a simplificar las relaciones culturales y políticas del período llevándolas a la dicotomía represión/creación de manera esquemática. En este caso, el problema es peor no sólo por su fracaso al analizar el período a tres décadas de distancia -como lo promete el pedante prólogo inicial-, sino porque es incapaz de sopesar la relevancia cultural de los testimonios que pone en juego. No sólo es lamentable que el documental no perciba, por ejemplo, que personajes como Síndrome no tienen la misma significancia que Los Prisioneros o que carezca de un punto de vista propio sobre los hechos, de manera de poder sopesar la tensión política en juego entre unos músicos y otros. Lo más cuestionable del trabajo de Achurra no proviene de la madurez para mirar históricamente un período cultural, sino de algo mucho más inmediato y concreto aún: la ética documental. En ese terreno, el director ni siquiera fue capaz de expresar respeto por el mundo humano que intenta retratar y expone a sus fuentes a una indigna secuencia de bloopers para acompañar los créditos finales.
Dejando en off la contingencia legal -que mantuvo enfrentados durante años a los integrantes históricos y quienes florecieron en Francia-, Quilapayún, más allá de la canción, es emocionante porque asume una mirada generacional antes que musical o, incluso, política, sin que el trabajo de Jorge Leiva (Actores Secundarios, Los Ángeles Negros), deje abiertamente de lado esos aspectos.
El documental es en principio la historia de un proyecto humano que se fue desdibujando con los años y donde el fracaso más evidente no es sólo la fractura producida por el golpe sino las heridas del exilio y sobre todo la perplejidad del retorno a Chile. Estas tres etapas son asumidas por la investigación a partir del registro en donde predomina la temperatura anímica de cada uno de sus integrantes, algunos acá y otros en Europa, que se reúnen para celebrar sus cuarenta y cinco. En virtud del discurso de cada uno, Quilapayún… habla menos de las utopías de los años sesenta que de las cuentas pendientes del presente. En eso el último cuarto del filme es explícito y allí parece querer entroncar con la retórica de Actores Secundarios. Es quizás el momento menos logrado de la película en tanto pareciera brincar de su tema para alcanzar otro que ha rondado desde hace tiempo en las motivaciones de su autor. Con todo, es un trabajo de imágenes impecables y cuidadosamente expuesto no sólo en las relaciones espaciales que establece entre sus personajes y el aquí y ahora chileno, sino también en una elogiable capacidad para escapar del formato de documental groupie, esquivando lugares comunes, y sin ocultar en ningún momento su empatía con el trayecto humano e ideológico del conjunto.