Informe III Frontera Sur (2): El mapa y el territorio 2.0

Esta edición virtual de Frontera Sur estuvo llena de desplazamientos: películas en las que sus cineastas deciden trabajar fuera de sus países de origen o que recorren territorios visuales y narrativos nuevos para ellos, aunque siempre preguntándose por la implicancia política de registrar y crear imágenes. En este informe del festival repasamos Color-blind (Ben Russell, 2019), Blue Boy (Manuel Abramovich, 2019),La deuda (Gustavo Fontán, 2019), Chão (Camila Freitas, 2020) y el filme colectivo Conte isso àqueles que dizem que fomos derrotados (2018).

En Nunca é noite no mapa (Ernesto de Carvalho, 2016) -parte del Foco Brasil programado por Victor Guimarães-, el director se busca a sí mismo dentro del recorrido de Google Maps cerca de su casa. Una vez que se localiza, el montaje responde con el contraplano: de Carvalho fotografió el momento en el que el automóvil de Google capturó su imagen. Más adelante, vemos imágenes de distintas personas siendo detenidas por la policía en otros rincones del mapeo de Google, inmortalizadas permanentemente en esta situación humillante. Nunca é noite no mapa intenta contestar con una imagen a ese vehículo y a esa empresa que inscribieron sin aviso el territorio en imágenes, un pequeño gesto anticolonial.

Recientemente, Google Maps y Google Earth también aparecen como dispositivos en Volver (Pascal Viveros, 2019), La siesta del carnero (Valeria Hoffman, 2020) o en In Memorian (2020), el video-ensayo en el que Lucía Alonso Santos “viaja” por Bangkok en busca de los lugares que aparecen en las películas de Apichatpong Weerasethakul. Incluso sin los programas de Google, la idea misma de viajar parece haberse reconfigurado después de que la metáfora del “navegar” se volvió central en nuestro cotidiano. “Tres clics y vuelvo a casa” canta Phoebe Bridgers en I Know the End, una canción que parte con un viaje realizado desde la habitación.

Menciono esto porque el recorrido por las películas de esta edición virtual de Frontera Sur estuvo lleno de desplazamientos. Vever (For Barbara) (Deborah Stratman, 2018), Parsi (Teddy Williams, 2018), Color-blind (Ben Russell, 2019) o Blue Boy (Manuel Abramovich, 2019) no son solo películas en las que sus cineastas deciden trabajar por fuera de sus países de origen, sino que ponen estos recorridos al centro de cada película. Utilizan los territorios desconocidos para crear un nuevo tipo de imagen, al mismo tiempo que se preguntan por la implicancia política de estos registros y sus sistemas de poder. A diferencia de los mecanismos de Google, la inscripción de la imagen ajena está en el centro de la discusión.

 

Derechos de la imagen

En ese sentido, Blue Boy de Abramovich es especialmente clara sobre la pregunta de estas películas migrantes. El director argentino conduce una serie de retratos a distintos trabajadores sexuales rumanos en un bar en Berlín. Se trata de primeros planos en que cada uno de estos sostiene la mirada mientras se escucha un relato anecdótico de su trabajo. Los testimonios oscilan entre descripciones graciosas o románticas hasta situaciones de peligro. Lo estático de cada retrato podría recordar las estrategias formales de los retratos de Andy Warhol o Kevin Jerome Everson, pero la transparencia de las intenciones del cortometraje de Abramovic conduce la película hacia otros lugares.

Además de los retratos, la película comienza y cierra con conversaciones relativas al contrato mismo del documental que estamos viendo. Abramovich evidencia su propia estrategia de trabajo y la evidente asimetría que acontece en la realización de estos retratos. Hasta cierto punto, la película entra en un juego meta-ético, donde por más que el contrato se evidencie con total claridad (a cada uno se le pagará por posar ante la cámara), es difícil dimensionar hasta qué punto estos tratos sobre la imagen propia puedan negociarse como cualquier otro. El paralelo entre cierta actividad documental y el contrato entre un trabajador sexual y un cliente cifra la forma en que entendemos los rostros de cada chico, con las risas nerviosas y la incomodidad de tener que decidir que tipo de mirada entregar a cámara.

Si la película de Abramovic busca hacer evidente la asimetría de la relación sujeto documental/cineasta, en Color-blind Ben Russell muestra la imposibilidad de hacer un retrato etnográfico tradicional. Con un ritmo clipero y musical, la cámara de Russell se introduce en el presente de la Polinesia Francesa. Lo que pareciera en un comienzo un retrato de ciertas tradiciones inalteradas rápidamente se ve “contaminado” por expresiones culturales de otro tipo. La música “tradicional” aparece, pero cruzada por beat electrónicos e influencias reggaetoneras. La pureza cultural que busca este tipo de películas se ve permanentemente interrumpida por todo tipo de fusiones.

Esta especie de película etnográfica “fallida” consigue varios retratos de impureza, como en el caso del artista que realiza tatuajes tribales a los turistas. Si bien este trabajo sirve como signo de lo “tradicional”, el tatuador está completamente consciente de estar entregando ese tipo de imagen, por lo que existe algo de autoexotización en su actuar. Quizás por lo interesantes que resultan estas apariciones, la película pareciera retroceder al entrar en terrenos más discursivos donde algunos testimonios de excolonizadores relatan experimentos nucleares y la parte más atroz de la relación dominante de parte de Francia. De cierta forma, la culpa colonial aparece explícita en estos segmentos, restándole interés a la ambigüedad inicial de los primeros.

 

Ciudad, dinero, propiedad

Sin viajar a territorios nuevos, La deuda (Gustavo Fontán, 2019) ha sido mencionada como un nuevo terreno para Fontán, quien se acerca todavía más al terreno de la ficción después del paso dado con El limonero real (2016). Aún así, sería difícil leer esta película como una progresión de aquella, ya que desde el paisaje se aleja de lo que venía proponiendo el argentino en cualquiera de sus películas anteriores. La deuda es una película urbana, con una protagonista clara y con un conflicto central establecido.

Si bien el estilo callejero la acerca al “drama social” (ha sido comparada con algunas películas del Nuevo Cine Rumano), la manera en que se establece el problema económico de Mónica (Belén Blanco) con su trabajo parece deudora del thriller, incluso del escape inicial de Janet Leigh en Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960). Una vez establecido este conflicto, Mónica hace una serie de visitas a gente cercana para conseguir una forma de reponer el dinero antes de que se den cuenta. En ese sentido, no solo se trata de una película con un conflicto central fuerte, sino que también se presentan varios nudos dramáticos claros a medida que la trama avanza.

Quizás por esta razón, resultó ser la película más sorprendente de lo que vi en el festival. Además de presentar estos nudos dramáticos, las escenas parecían ir dejando sentidos discursivos claros (la escena de la masturbación en que se relacionan las relaciones sexo-afectivas con el intercambio económico es especialmente remarcada) que podrían parecer decepcionantes conociendo la falta de claridad que posee el cine de Fontán. Sin embargo, en algún momento la película empieza a retroceder en las intenciones narrativas. Después de que Mónica se queda absorta mirando un plástico que golpea en un camión, la película no vuelve a ser la misma.     

No solo la historia se empieza a diluir (a pesar de que se mantenga el nudo de la búsqueda del dinero), sino que los colores y los espacios empiezan a aparecer con una presencia mucho mayor. La escena en que Mónica baja al casino sigue siendo una escena dramática “fuerte”, pero las luces de las máquinas y la imagen extrañada de aquel templo capitalista hacen que esto poco tenga que ver con las reglas del drama social. Más que olvidarse de su tema, la desesperación de su protagonista empieza a confundirse con el paisaje, al punto de que en la escena final parece dejar de necesitarla. Este final, en un viaje en el metro lleno minutos antes del comienzo de la mañana, termina por “diluir” la historia de la protagonista en un ambiente general en donde la carencia económica parece el motor de cualquier acción. En La deuda, el clásico personaje ejemplar que simboliza los problemas de una masa, termina perdiéndose en esa masa.

Por último, dos películas del Foco Brasil discutían distintos tipos de nociones territoriales y sus estrategias de lucha. Conte isso àqueles que dizem que fomos derrotados (Pedro Maia de Brito, Aiano Bemfica, Camila Bastos, Cristiano Araújo, 2018) y Chão (Camila Freitas, 2020) presentan dos estrategias radicalmente distintas respecto al activismo por la tierra.

Conte isso… es, desde su título, una pieza de agitación política que retrata un tipo de lucha poco visto, que por temas estratégicos no tiende a contar con una imagen.  Mostrando distintas tomas de terreno del archivo de MLB (Movimento de Luta nos Bairros, Vilas e Favelas), esta vez no se siente la distancia entre la cámara y las personas retratadas. En total oscuridad, con los reflejos de las linternas, la película sigue la misma estrategia de los activistas, moviéndose con sigilo o agachándose en los momentos en que la policía pasa cerca. Es un cortometraje con pocos diálogos, pero el movimiento de los cuerpos da cuenta de que la acción que se ve es resultado de una cuidada estrategia y organización. Sin incluir estas palabras, la película entrega la sensación de que todo se trata del momento de concretar la estrategia, de la praxis registrada en cámara.

En ese sentido, el cortometraje hacía una curiosa doble función con Chão de Freitas. Si una película mostraba el momento de acción, los minutos en que días de reunión se ponen a prueba, la otra se dedica a mostrar en extensión las asambleas y el momento de la organización. Siguiendo al Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra, el seguimiento de Freitas muestra algunas acciones clandestinas, pero se centra más bien en el movimiento contrario, en las estrategias en las que el Movimiento logra visibilizar distintas situaciones y aparecer en la luz pública.

En cierto sentido, ambas películas muestran momentos distintos de la estrategia política y, por lo mismo, dos imágenes radicalmente diferentes de la misma. Una ocurre en la oscuridad, mientras que la otra normalmente acontece a la luz del día. Una ocurre a susurros, la otra necesita claridad en las palabras.