Informe Festival Santiago Wild: El documental como modo de relación con el medioambiente
En palabras de la organización del festival, este cumpliría una doble función: maravillarnos con la naturaleza y crear conciencia para su conservación. La relevancia de este cine radicaría, entonces, en que contribuye a generar un cambio de actitudes hacia la conservación o el cuidado del medioambiente, que se traduciría finalmente en una motivación por actuar, lógica enmarcada en el axioma ampliamente difundido de “Conocer para conservar”. Sin embargo, tratándose de un cuerpo tan diverso de películas, es esperable que sus funciones ideológicas sean también diversas.
Entre el pasado 23 y 27 de septiembre se realizó la primera versión del festival Santiago Wild, primer festival chileno de documentales de vida salvaje y medioambiente, organizado por Ladera Sur mediante la plataforma nacional Ondamedia. La muestra incluyó documentales chilenos e internacionales, con una variedad temática y estilística que incluyen desde las formas más tradicionales del documental de vida salvaje, hasta obras de marcado corte social y de denuncia, incluyendo formatos híbridos de docu-drama y otras creaciones más performativas. En conjunto, esta diversidad exhibe un panorama actual de este tipo de producciones que permite reflexionar tanto sobre los problemas actuales que enfrenta el medioambiente, como también sobre los dilemas que hoy interpelan al mismo subgénero.
Estos dilemas interrogan sobre el sentido ecológico de estas obras. En palabras de la organización del festival, este cumpliría una doble función: maravillarnos con la naturaleza y crear conciencia para su conservación. La relevancia de este cine radicaría, entonces, en que contribuye a generar un cambio de actitudes hacia la conservación o el cuidado del medioambiente, que se traduciría finalmente en una motivación por actuar, lógica enmarcada en el axioma ampliamente difundido de “Conocer para conservar”. Sin embargo, tratándose de un cuerpo tan diverso de películas, es esperable que sus funciones ideológicas sean también diversas.
Tomemos como punto de partida las producciones extranjeras Migraciones épicas: México (Emiliano Ruprah, 2020), Okavango: River of Dreams (Beverly & Derek Joubert, 2020) y Tierra de Jaguares (Lawrence Wahba, 2019), que ejemplifican la forma más clásica del documental de vida salvaje. En términos generales, este se puede entender como los registros audiovisuales que retratan el comportamiento de animales vivos y que cumplen fines de educación y divulgación científica, así como de entretenimiento. Las tres películas citadas ofrecen hermosas y cautivantes imágenes captadas en locación, acompañadas de una narrativa que se sirve tanto del lenguaje científico como de figuras más bien poéticas.
Estas producciones también se han llamado filmes naturalistas, concepto bastante preciso si se considera que lo que ofrecen es una experiencia de inmersión en lo natural, un viaje de contemplación y de interpretación de la naturaleza como la que hacían los antiguos naturalistas de antaño. De indudable valor estético, este tipo de documentales han sido siempre foco de cuestionamientos. Se les ha criticado, por ejemplo, su naturaleza artificiosa, que bajo la pretensión de objetividad que le otorga el discurso científico, interpreta la realidad imponiendo una narrativa sobre sus mudos personajes y escenarios.
Pero más recientemente, la crítica ha tomado un tinte político y se ha dirigido no tanto hacia lo que muestran y cómo lo muestran, sino a aquello que omiten. En última instancia, estas obras se han caracterizado siempre por la omisión total del factor humano, que de la imagen excluye a la gente como sujeto fílmico, y que en su narrativa evita advertir sobre las amenazas y peligros que la presencia y la acción humana generan sobre la naturaleza. Esta decisión ideológica cumple una función escapista, bajo el supuesto -acertado quizás- de que, si se anuncia la tragedia, se alejaría a las audiencias. Así, al evadir las malas noticias se evitaría también interpelar y criticar a la audiencia y con eso mermar su experiencia de absorción en la película. El ejemplo más evidente es cómo ciertas producciones muy exitosas y actuales sistemáticamente evaden referirse a las consecuencias del cambio climático.
Históricamente estos documentales han cumplido una relevante función de divulgación, pero vale la pena cuestionarse qué sentido tiene hoy en día continuar propiciando estas narrativas de lo natural. Estos modelos ofrecen un viaje hacia la majestuosidad, la belleza y los secretos del mundo animal, acercando a las audiencias hacia la sensibilidad medioambiental mediante una experiencia que solo el cine puede construir. Pero en ese ejercicio, también propician la ilusión de un ecosistema que existe por completo fuera de la humanidad y conforman el mito de una naturaleza prístina e indómita, suspendida en el espacio-tiempo. La “mala noticia”, es que, como todo mito, esta imagen se trata de una ficción, permitida por el artificio del cine que elude que, al otro lado de la cámara, lo que hay es explotación, destrucción y la amenaza de la sentencia eterna de la extinción. Si bien en la última década son cada vez menos las producciones que evaden este problema, las películas aquí citadas no lo abordan con suficiente fuerza.
En una línea muy opuesta, entran las producciones nacionales y algunas extranjeras que abordan el problema medioambiental en sus múltiples imbricaciones con la experiencia humana. Archipiélago de Humboldt: Paraíso en peligro (César Villarroel, 2019), El último escondite del huemul (Jens Meier, 2020), Defiende Maipo (Federico Mekis, 2019), Humedales de Chiloé (Mateo Barrenengoa, 2020), así como la norteamericana Public Trust (David Byars, 2020) son un golpe de realidad a la imagen romantizada y anacrónica de una naturaleza exótica y resiliente a los modelos depredadores de la sociedad. Sin prescindir de la majestuosidad de las imágenes de lo natural, nos enfrentan a la radicalidad del peligro que hoy amenaza al medioambiente y en consecuencia a la humanidad, y hacen una invitación explícita a actuar para detenerlo. En otra línea -quizás menos "militante"- películas como Yaktal (Mateo Barrenengoa, 2020), Puri: el camino del agua (Dani Casado, 2019) y Pewén: Dirá la tierra (Víctor Leyton, 2020) nos ofrecen una reflexión sobre las múltiples significaciones culturales que sujetos, comunidades y sociedades han construido en torno al medioambiente.
Si existe un factor común a todas ellas es que ubican la experiencia humana como eje articulador de cualquier discurso sobre y para el medioambiente. Por un lado, nos recuerdan que el medio ambiente no es “la naturaleza” como alteridad romantizada, sino que el mundo físico imbricado con el mundo cultural. Por el otro, denuncian que no existe hoy ningún ecosistema, ningún territorio ni especie que esté libre de las amenazas provocadas por la especie humana y por la crisis climática. Retratando las relaciones entre medioambiente y sociedad, estas obras enfrentan a la audiencia con problemáticas que exceden los temas singulares que desarrollan. El problema de la protección del medioambiente es una guerra que se está librando en todos los frentes y que se pelea en una serie de batallas más específicas, pero no más pequeñas. Así, cada una de estas obras, algunas pequeñas en duración, pero ambiciosas en su alcance, nos develan las contradicciones entre presente y futuro, entre intereses públicos y privados, entre la tierra y el capital, y entre la economía y la vida.
Decía Gabriela Mistral en 1930, que sería el cine documental el que nos acercaría a la experiencia y al deleite de la naturaleza de una forma antes impensada, “entrando en esa zona de Génesis en que todo está nuevo y como untado todavía de la gracia primogénita”. El desarrollo histórico del documental naturalista nos muestra que la Mistral no se equivocó en su intuición. Sin embargo, noventa años después, el desafío no está en aproximarnos a una naturaleza paradisíaca e inexplorada, sino a protegerla y evitar su muerte definitiva. De esta manera, el gran desafío actual del documental medioambiental, tal vez es invitarnos a cuestionar nuestras formas de significar la naturaleza y los modos en que los pueblos y sociedades se relacionan con ella, en miras de pensar políticamente nuevos modos de relación y acción. Para ello el cine podrá aportar a comprender mejor la relevancia de la naturaleza en la cultura, así como el lugar de nosotros en ella, y así cumplir el proyecto que anunciaba Mistral, en que finalmente podamos ver “la vida humana, la animal y la vegetal, no una al lado de la otra, en rayas artificialmente paralelas, sino una trenzada con la otra”.