Informe Fidocs (2): We Need Happiness (Sokurov y Jankowski, 2010)

El trabajo de Alexander Sokurov en documental se muestra a primera vista distinto al de ficción, por tanto mi completo desconocimiento de ese “continente negro” no-ficción del realizador ruso va a ser la variable que ordene mi comentario sobre We Need Happiness (en codirección con Alexei Jankowski, 2010), vista en el reciente FIDOCS.

El caso de este mediometraje, no alcanza a durar una hora, guarda distancia con el corpus monumental de trabajos como Fausto, La madre y el hijo, El arca rusa, Moloch, etc, donde la historia, el retrato de la cultura occidental y la dialéctica realismo-romanticismo aparecen en primera línea de la imagen ficcional. We Need Happiness en cambio se sitúa en esa productiva indiferenciación entre diario de viaje y ensayo que ejemplifican una gran cantidad de películas, videos y registros audiovisuales de los últimos años y más atrás (habría que escribir una historia de ese filón del cine no ficción). La voz over de Sokurov da forma a posteriori al relato de su estancia en una pequeña comunidad campesina kurda (Gawilan Botan). Mientras esperaba su partida, el regreso a su hogar ruso, Sokurov detenido e impaciente registró paisajes y sujetos de ese lugar, en especial a dos viejas mujeres. Su hilo conductor será una de ellas, la anciana rusa que habita ahí desde hace décadas, producto de su matrimonio con un hombre kurdo originario de esa región. Coincidir con su compatriota (de lengua más que nada) permite a Sokurov determinar mediaciones y temas para elaborar este trabajo. Oportunidad en que el extranjerismo no se convierte en un mero exotismo propio del hombre de la cámara globalizado: para Sokurov definitivamente ese paisaje kurdo parece otro planeta, un mundo ajeno distante, perdido y con sus propias dimensiones espacio-temporales. Hay ahí no solo rastros de una época premoderna que lo exasperan y le llevan a interrogarse por la posibilidad de subsistir hasta hoy. También constata que su propia existencia es condición de su pérdida.

Dadas las condiciones de nuestro mundo y sus procesos, es decir, con el transcurrir de la modernidad, la posmodernidad, la globalización, la tecnologización, etc, nos es imposible pensar un mundo con otras coordenadas, en que el tiempo no sea el del flujo del capital, condicionando la aceleración del tiempo, la virtualización del espacio, la medición de la subjetividad en los objetos, etc; sin que podamos escapar a él y sobreponernos a la sujeción ultramediática. Pero he ahí ese lugar donde Sokurov encuentra esas condiciones lejanas y pasadas, aunque más que celebrarlas parece padecerlas, lo mismo que la anciana. Ella, pese a su edad y al haber vivido más de la mitad de su vida en aquel pueblo, manifiesta descontento, cierto cansancio del exilio y cierto arrepentimiento existencial, que lleva sin embargo con tranquilidad y entereza. El director testigo comparte en alguna manera esas preocupaciones, tanto en sus películas en general como durante su permanencia para la realización del documental, de igual forma se admira por como la mujer da ejemplo de fortaleza vital. Por otro lado se trata, sin duda, de la excepción: la gente de ese pueblito, al menos ciertos personajes, los de mayor edad, pronto morirán y con ellos una forma de entender el mundo. Los más jóvenes ya son distintos y, además, la guerra y el poder del gobierno político han hecho de las suyas irreversiblemente. Se impone entonces la imposibilidad de la arcadia pretérita, una vivencia de paz y felicidad relacionada al habitar natural, forma como solemos idealizar el pasado precapitalista, preimperial, precolonizado, preindustrial, etc, como si fuese algo primigenio, puro, atávico. ¿Es que acaso existió?

Sokurov no responde, pero la pregunta implícita queda dando vueltas. Mientras, en la imagen, la evidencia toma el relevo. El fuera de campo de la guerra, los niños que juegan con pistolas, vestimentas, automóviles, y la presencia del televisor en los hogares nos permite sintonizar su contemporaneidad. La voz del director ruso va describiendo algunos de los  hechos mostrados, tanto para informar al espectador como motivo de su reflexión personal. Guiados por sus impresiones entramos en casas, encontramos personas, recorremos caminos y sitios. Su voz  señala  y piensa colocándonos en otro lugar: no tanto el de su subjetividad como en la nuestra propia. El texto ha sido producido por Sokurov después de la imagen, ya en Rusia, reflexionando sobre su experiencia kurda, pero de momento que aparece sincrónico con ella nos fuerza a seguirlo para determinar cuál fue la experiencia de quien lo profiere, al tiempo que también nos delega mantener distancia del mismo.

Constantemente el discurso del director se interroga por lo que muestra su cámara, el lugar donde está y el sentido de todo eso. Aunque no sea en forma de preguntas directas, sino con reflexiones o comentarios, o incluso tan solo mediante afirmaciones prosaicas, Sokurov parece decirnos que ver significa re-ver, es decir, tomar una posición, un encuadre ante lo que tenemos al frente.

¿Dónde  hemos escuchado eso antes? Muchas voces nos han advertido sobre la moral en el cine, pero en la práctica nadie las escucha. Así que me sorprendo viendo esta pequeña película. Hallar la distancia justa entre testigo y acción, lo mismo que mantener el espacio justo entre sujeto y objeto para que se despliegen en lo profílmico se tornan temas subyacentes en este documental y me entrega una pequeña felicidad. El camino documental de Sokurov me parece luego una vía, más que paralela, una que confluye con su labor ficcional. Por razones de espacio no puedo detallar distintos planos para argumentar cómo se da la imagen en We Need Happiness, solo resumo que encontramos continuidad con algunas de las proposiciones que Eduardo A. Russo señala componen los métodos y tematizaciones de la obra de Sokurov: esperas más que acciones, soledades más que relaciones, encuadres de espacios más que de personajes, localizaciones y ánimos de nostalgia y elegía.

A fin de cuentas, un complemento al gran relato occidental ficcionalizado que ha entregado Sokurov en otras ocasiones es el que se presenta en este caso específico de orientalismo documental. Mediante técnicas y prácticas similares usadas en su construcción de la ficción y lo documental, Sokurov nos permite comparar y admitir coherencia en ambas vertientes de su trabajo. Con la diferencia en que si allá  la voz provenía de la mismísima Historia, por lo que no era necesario enunciarla, ya que ella misma disponía el relato para su ficcionalización; acá la voz es del sujeto, el autor entrampado, lo mismo que los héroes de sus películas, en un mundo que se le escapa de las manos y de la razón, imponiéndole un giro romántico hacia el abismo de esa misma historia y ese mismo mundo. Aunque, al menos en la realidad de su yo-fímico, podrá volver a casa y de ahí emprender un nuevo viaje, en una rutina, tal vez, ad infinitum.