Cannes a los 70 años (parte 1): El cinismo necrófilo
Antes que nada, me gustaría aclarar mi punto de vista: no soy un entusiasta del Festival de Cannes. Perdí la cuenta de las películas que fui a ver los últimos años porque habían sido un éxito en Cannes y que me resultaron olvidables a la salida de la función o al día siguiente. Aún entre los críticos que más admiro (y que suelen tomar una distancia saludable frente a las ofertas de la programación), el descubrimiento de un filme en Cannes suele tener un efecto perverso: frente a un verdadero mar de nulidades, una película con apenas una chispa de imaginación toma la forma de una obra maestra instantánea (que se desintegra frente a nuestros ojos algunos meses después). Sin embargo, y contra un pronóstico que no era de los más auspiciosos, he decidido ir al festival por la primera vez, cargado de inevitables pre-juicios pero con los ojos abiertos. Una vez que te percatas que es imposible ver todo (y aún peor para quien no tiene una buena credencial, lo que podría evitar incontables horas en filas kilométricas), es ineluctable que cada crítico haga su recorrido individual en el interior del festival. En mi caso, vi bastantes películas de la Quinzaine des Réalisateurs, alrededor de mitad de la Competencia Oficial, cuatro de Un Certain Regard, una buena porción de las que estaban fuera de competencia y una sola película de la Semaine de la Critique. En esta primera entrega, hablo de la Competencia Oficial y de la muestra Un Certain Regard. En la segunda entrega, que viene en los próximos días, haré un recorrido por las películas fuera de competencia y por la Quincena. La razón cínica Ir a Cannes por la primera vez es una experiencia chocante. Como cinéfilo, uno lee sobre los films que fueron exhibidos en el festival, pero no tienes una idea clara del contexto en el cual esas películas existen por primera vez. Más allá de un lugar donde se ve cine, Cannes es un circo de lujo para que la élite europea pueda usar sus smokings y vestidos más caros en las funciones de gala, mientras adolescentes alquilan trajes y pasan horas al sol para pelear por una invitación que nunca llegará. Frente al Gran Théâtre Lumière, la sala más grande y donde acontece la ceremonia religiosa del red carpet, hay multitudes de seres humanos que se dan codazos para fotografiar con su teléfono a otros seres humanos que están siendo fotografiados, mientras los transeúntes y los espectadores adentro de la sala asisten a todo eso –al doble acto fotográfico y a los codazos– en una pantalla gigante. En un día, si uno no tiene una buena credencial (se trata del circo más jerarquizado del mundo), un crítico puede pasar más horas en la fila y en los chequeos de seguridad que viendo cine. Sin embargo, aunque muchas de las películas exhibidas en el certamen frecuentemente lleguen a las grandes ciudades algunos meses después, un crítico latinoamericano gasta un promedio de 3000 euros para ir a Cannes anualmente. Y si uno se pone a problematizar todo eso, la respuesta es resignada: es así, siempre ha sido así, no hay qué hacer, y ya estoy comprando el pasaje para el año que viene. En el camino hacia el Palais des Festivals, hay una inscripción que dice Mai 68 (mayo de 1968). Pero no es una pintada, sino el nombre de una tienda de vestidos que cuestan centenares de euros, cuyo logotipo es un corazón. Ojo: claro está que el cine fue y sigue siendo una industria (al menos una parte significativa de lo que nombramos cine); nadie niega que Cannes es sobre todo una vitrina para el mercado del “cine de arte” –y otras cositas más– y un lugar para hacer negocios. Por otro lado, me parece un problema que la crítica más interesante suela pasar de largo de todo lo que hay afuera de las salas con proyección perfecta. La concentración excesiva en las películas (más bien en las excepciones, en los intersticios de una programación consensualmente mala, como se nota en cuadros de puntuación de los grandes medios internacionales, de la crítica francesa y de la crítica más independiente) puede obstruir la mirada: las salas no son herméticamente cerradas, y lo que está afuera no está tan lejos así de la pantalla. Todos sabemos que el cine (al menos el cine como experiencia sensible) es una de las cosas que menos importan en la máquina cannina, pero lo seguimos llamando de “festival de cine más importante del mundo”, cuando quizás un nombre más adecuado fuera “la gran máquina para vender L’Oréal”, como suele decir alguien que admiro mucho. A cierta altura de Khan Khanne (2014), la carta enderezada a Gilles Jacob y Thierry Frémaux filmada por Jean-Luc Godard para explicar porque no iría al festival para el estreno de Adiós al lenguaje (2014), el realizador vuelve a su monólogo en Nous sommes tous encore ici (Anne Marie Miéville, 1997), una lectura de Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt: “No es el contenido de las ideologías, pero la lógica misma según la cual los líderes totalitarios las utilizan que produce este suelo familiar, y la certitud infalible de la ley”. La ley de Cannes, su suelo familiar, es el cinismo. Es el aire que se respira en la calle y llega a través del aire acondicionado al interior de la sala, hasta que adentra la pantalla. En una gran parte de los cineastas favoritos del festival –desde Michael Haneke hasta Sergei Losnitza, desde Andrei Zvyagintsev hasta Michel Franco (una vez más premiado en Cannes), desde Yorgos Lanthimos hasta Ruben Östlund, ganador de la Palma de Oro este año–, lo que opera es una racionalidad cínica: la pura ideología sin máscara, la falsa consciencia esclarecida (como dice Peter Sloterdijk), el poder que se ríe de sí mismo (y de nosotros, claro). Así, en A Gentle Creature, Loznitsa escribe un tratado sobre la deterioración completa de un país; para hacerlo, filma el entorno de cada encuentro de la protagonista como un atestado de la deterioración completa del pueblo ruso, a cada palabra, gesto de violencia o mirada asquerosa de los personajes secundarios; pero al fin, lo que vemos es un atestado de la deterioración del gesto cinematográfico, que sucumbe a la sola voluntad de causar choque y levantar polémica. Por una hora, Loznitsa hace de cuenta, a golpes de close-up, que se interesa por el sufrimiento de la protagonista, esa mujer que enfrenta las más grandes dificultades frente al sistema para saber el paradero de su marido encarcelado –algo así como la versión rusa del héroe de I, Daniel Blake, de Ken Loach, gran vencedor del año pasado. Pero si en Loach hay humanismo voluntarista, una buena dosis de ingenuidad y la típica catarsis programada del mal arte de izquierdas (recordemos la escena final, la carta del muerto como un trampolín para las lágrimas de la platea), en Loznitsa hay puro goce con el sufrimiento ajeno. En la larga secuencia final, primero el desprecio se dirige al espectador (el intento de sueño cómico es una clase magistral de bad timing y un documental involuntario sobre puesta en escena equivocada), luego a la protagonista: un estupro colectivo filmado con las luces de un club nocturno, el placer mal disimulado con la violación. Es una mirada típicamente cínica, que se vende como un film político mientras sostiene una sonrisa entre dientes al intentar hacernos gozar con una atrocidad más. Pero la escena final de Loznitsa es apenas la versión más acabada de algo que está por todos lados. El festival de la misantropía, el “festival de la crueldad” (Diego Lerer), “algo así como una cámara de tortura” (Roger Koza). Los títulos de los balances de los colegas son justísimos. Y no se trata solamente del contenido de lo que se muestra (castigos crueles, asesinatos de animales, hombres y mujeres, violaciones, mutilaciones). La misantropía generalizada es algo que recorre la forma de las películas, se infiltra en sus operaciones expresivas. En Cannes, el espectador sufre secuestros morales sistemáticos –en películas cuya forma es bastante débil, pero desean producir empatía a golpes de guion, como es el caso de The Beguiled de Sofía Coppola– y extorsiones de la sensibilidad a cada dos horas. Es lamentable percibir como, por ejemplo, el cine de Naomi Kawase –que un día llegó a encarnar el júbilo del encuentro con un mundo sensible extraño y bello (Shara, de 2003)– se ha convertido en una mezcla de sentimentalismo pueril y puesta en escena publicitaria. Hikari parece tener la ingenuidad de algunos jóvenes estudiantes de cine, que creen que es una idea genial hacer una metáfora de la ceguera progresiva de un personaje filmando la luz oblicua del sol que atraviesa los árboles (y que más parece la luz de un comercial de teléfonos celulares). Sin embargo, a diferencia de ellos, se trata de un adanismo cínico: Kawase es (ya fue) capaz de mucho más, pero se deja llevar por la mediocridad reinante. La razón cínica del capitalismo contemporáneo puede incluso se convertir en tema, como es el caso de Okja, de Bong Joon-ho. En la excelente primera secuencia, Tilda Swinton encarna la desfachatez de una CEO de una megaempresa de carne procesada, que anuncia la novedad de un súper cerdo transgénico que resolverá el problema del hambre en el mundo (una versión actual de Mauler, el magnate de la carne en la Santa Juana de los Mataderos de Bertold Brecht). La exuberancia excesiva –el montaje rapidísimo, el overacting de Swinton, el texto que opera en una frecuencia semejante a la artificialidad brechtiana– promete una obra maestra del sabotaje, en la línea de Starship Troopers (Paul Verhoeven, 1997) o Battle Royale (Kinji Fukasaku, 2000). Pero luego la inmersión en el cinismo se convierte en forma cínica, cuando Bong abraza la moraleja a lo Disney y pasa a construir una narrativa en que todos son corruptos –incluso algunos miembros de una organización activista–, menos la niña amiga del súper cerdo, bastión de la inocencia en sus paseos románticos por la floresta coreana. El talento del director no llega para operar en dos registros tan distintos, y el resultado es una película coja, desequilibrada, con una pierna ácida y otra naif. El cinismo también es eso: desnudar el funcionamiento del capital (ese mismo que ya no tiene nada que esconder), pero restringiendo la ironía al lugar más confortable. La necrofilia El amontonado de películas de la selección oficial que serán olvidadas tan pronto pase la influencia del marketing –o que son simplemente vergonzosas– fue el más grande en muchos años, según el consenso entre mis colegas, pero en la verdad se trata de la intensificación de un proceso más largo. No hace falta volver a los “áureos tiempos” para darse cuenta del abismo en el que nos encontramos: la Competencia del año 2001 no solamente tenía gente del quilate de Manoel de Oliveira, Jacques Rivette, Shōhei Imamura y Jean-Luc Godard, sino que abrigaba poéticas extremadamente diversas –de Tsai Ming-liang a Nanni Moretti, de Mohsen Makhmalbaf a Shinji Aoyama– y algunas obras maestras que pronto se convertirían en verdaderos hitos del cine de este siglo, como Millenium Mambo (Hou Hsiao Hsien) y Mulholland Drive (David Lynch). La Competencia de Cannes, hoy, no tiene ningún interés en apuntar el futuro, y se mueve sobre lo ya conocido, codificado, en una palabra: camina sobre cadáveres. Se trata de un cinismo necrófilo, que goza con la muerte ajena y solo puede amar lo que ya no es más fuerza viva, inquietud, promesa aún no realizada. Bong Joon-Ho solamente llega a la Competencia cuando su energía disruptiva ya se ha diluido lo suficiente como para hacer una película inofensiva para los espectadores de Netflix. Los hermanos Safdie llegan cuando ya han hecho camino por festivales más interesantes y tienen un lugar asegurado en cierta cinefilia contemporánea. Lo que pasa con la Competencia pasa también con Un Certain Regard. Santiago Mitre solamente llega hasta allí cuando ya está a medio camino de Hollywood. La Cordillera es un thriller político proto-hollywoodense totalmente basado en la estructura de un episodio piloto de serie de televisión: los subplots, la presentación sumaria de los personajes, los indicios de un pasado que se va a revelar adelante, el cliffhanger al final. Una especie de House of Cards versión Sudamérica, con una moraleja de diario de derecha (todos son corruptos, la política institucional es un ambiente tóxico en sí mismo); un casting miserable (el presidente de Brasil es el que quiere fortalecer el mercado interno, pero el actor tiene la exacta cara de un latifundista entreguista que no pensaría dos veces antes de vender el país y marcharse a Miami en el primer avión); y un arco dramático de los más previsibles: Ricardo Darín (el presidente de Argentina) parece buena gente, pero al final es cínico como los demás, y esa es la gran revelación que sostiene la marcha del guión. Un Certain Regard es también el hábitat privilegiado de un otro tipo de producto cannino siempre en alta en el mercado los últimos años: el drama miserabilista que viene de los rincones del mundo, escrito en el alfabeto cinematográfico dominante y pronto para ser abrazado por la crítica europea que no lo aceptaría si fuera hablado en francés. Walking Past the Future, del chino Li Ruijun, comparte los motivos del realismo de Jia Zhangke –la precarización del trabajo en China, la especulación inmobiliaria, la vida de la gente común–, pero apacigua la violencia social hasta que esta sea consumible por la mirada colonialista. Lo grave de ese tipo de elección es que bloquea el camino de todo lo que es verdaderamente violento, disruptivo, indomable, nuevo, y que solamente llegará hasta aquí cuando esté legitimado en otros lados. La regla y la excepción Como en toda regla, hay excepciones. Un cineasta como Hong Sang-Soo no tiene absolutamente nada que ver con el resto de la Competencia. Sin embargo, aún en este caso, Cannes llega siempre tarde. Hong solamente ingresó a la Competencia, en 2012, cuando su cine ya poseía una inmensa fortuna crítica. Pero en el caso de The Day After, no se trata de que el director se haya acercado al “perfil” del festival, o que su nueva película sea más “audience-friendly”, como se ha escrito. Como todos los que acompañan su producción lo saben, sus películas recientes son como un mismo largo film, que termina y recomienza algunos meses después, retomando el camino en el punto en donde el anterior había parado. De un film a otro, y también adentro del mismo film, las coordenadas de un universo ficcional reconocible están entregadas al espectador que -como a jugar con un rompecabezas fuertemente cinematográfico-, se dedica a ocupar un mundo de asociaciones narrativas y poéticas, a habitar una sala de espejos cóncavos y convexos. La obra de Hong escapa al modus operandi del “produit cannois” también por eso: ha inventado una forma propia de relación sostenida con el espectador. Si en un cineasta favorito del festival –Haneke, por ejemplo, el rey de la misantropía de la era Frémaux– todo parece nuevo, pero en el fondo es exactamente lo mismo, en Hong opera la lógica inversa: todo parece más de lo mismo, pero cada film es una nueva variación sobre los mismos motivos, una invitación a la descubierta, como los estudios de un pintor. Hay una profunda honestidad en decir muy claramente al espectador: “Eso es lo que hago. ¿Deseas embarcar en la aventura?”. Podríamos objetar que es una práctica hermética, que exige fidelidad y restringe el acceso a las películas. Pero hay pocas cosas menos herméticas en Cannes que The Day After. Mientras Losnitza quiere escribir un tratado sobre la deterioración de la Rusia profunda y termina por filmar un ensayo sobre el total desprecio de su cámara por todo y cualquier ser humano que se acerque a ella, Hong nos ofrece una película simplísima, pequeña pieza de cámara que hace de las relaciones amorosas su laboratorio de investigación dramatúrgica y visual. Hay una diferencia brutal aquí: el de Hong es un cine para cualquier uno, no para todos. La voluntad de hacer un cine para todos no es nada más que un deseo totalitario. Okja quiere ser para todos, y es ahí donde se arruina. L’Oréal quiere ser para todos. La ausencia de ambición totalitaria es también lo que atraviesa Good Time, de los hermanos Safdie, un thriller honesto y directo, que trabaja en el interior de la tradición del género con mucha habilidad. Aunque la modestia no sea algo a elogiarse a priori, y aunque Good Time no sea ni siquiera una gran película, en el medio de un amontonado de autores que se creen haber descubierto el más nuevo estado del Occidente, es un alivio para los ojos y oídos (la banda sonora, incluso, es excelente) poder ver un film que no está interesado en ofrecernos la última tesis de la moda sobre el destino ineluctable de la humanidad. Pero como pocas cosas en la crítica son un dogma, una tesis sobre el destino de la humanidad puede resultar extraordinaria. Es el caso de una de las excepciones de Un Certain Regard, que viene, como siempre, de la mano de un usual suspect: Kiyoshi Kurosawa. Before We Vanish es una reencarnación de Invasion of the Body Snatchers (Don Siegel, 1956), film que parece volver a asombrarnos a cada veinte y pocos años, como pasó con el homónimo de Philipp Kaufman (1978) y con el Body Snatchers de Abel Ferrara (1993). Este film a la vez filosófico y materialista es una película de ideas, pero la diferencia es que se tratan de ideas cinematográficas. La operación de los aliens que consiste en robar los conceptos basilares de la humanidad (“libertad”, “familia”, “yo”, “otro”) para preparar la invasión a la Tierra se transfigura en la pérdida de consistencia del cuerpo de los actores cuando se les saca las concepciones. Como suele pasar en Kurosawa, el fantástico necesita muy poco: hace falta apenas un brusco cambio de iluminación (una oscuridad breve, un reflejo levemente salvaje) para que la invasión del cuerpo acontezca cinematográficamente. En Don Siegel el acto era imperceptible y todo el juego detectivesco del film consistía en descubrir los vestigios en el cuerpo de quienes aún eran humanos; en Ferrara la penetración era tentacular, carnal, animalesca; en Kurosawa, ya no hay distinción ni en el plano visual, ni en el dramatúrgico: los alienígenas ni siquiera hesitan en decir su nombre para el primero que se les aparece. Y si no son visualmente amenazadores, tampoco lo son para el personaje del periodista que se alía a ellos. A fin de cuentas, ¿cómo luchar por una humanidad que tiene entre sus miembros a un funcionario del Ministerio de Salud japonés que se desmorona en el suelo cuando se lo quita el concepto de “peste”? Sin embargo, esa despedida melancólica de un mundo arruinado es lo contrario de la misantropía: Kurosawa constata el fin de la humanidad, pero su cámara cree en la gente, en el mundo, en el cine. La creencia es lo que también atraviesa Western, de Valeska Grisebach, otra excepción notable en Un Certain Regard. Notable porque, lejos de todo adanismo, lo que hace Grisebach es apropiarse de una sólida tradición, sedimentada en el título, y trasladarla para un ambiente insólito: la llegada de trabajadores alemanes para trabajar en Bulgaria. La inversión de la marcha hacia al oeste –ahora se trata de una nueva marcha hacia al este de Europa– es la oportunidad para construir una comunidad de personajes sólidos, misteriosos, cuyas coordinadas no se revelan a la primera mirada. Fundamentada en una excepcional dirección de actores y en una puesta en escena económica y bella, lo que al inicio parece rehacer la marcha de las tropas nazi –la bandera alemana afincada en el alojamiento de los obreros– luego se vuelve mucho más complejo, y como en los grandes westerns, se convierte al mismo tiempo en un ensayo sobre la relación de la mirada con lo desconocido, un cuento sobre la amistad, una jornada de descubrimiento de un mundo extraño y nuevo. Pero más que simplemente elogiar las excepciones, hace falta decir que la excepción forma parte de la lógica del cinismo necrófilo de Cannes. El hecho de haber excepciones, de que también existan formas vivas en el interior de la muerte generalizada, no es nada más que una excusa útil para que la regla general siga valiendo el año que viene. Es una manera perversa de mantener un resto de prestigio frente a la crítica seria, para que el juego principal siga siendo jugado sin confrontaciones más radicales. El riesgo de seguir aceptando tomar parte de ese juego es uno solo: que también nosotros nos convirtamos en cínicos profesionales.